Una imagen de otros tiempos, cuando solo los ricos podían viajar en avión. De un anuncio del Douglas DC-8 (el avión a chorro más lujoso del mundo) publicado en 1960. El pie de imagen original dice: «Viaje con el lujo de un club privado… a velocidad jet». Selecciones del Reader’s Digest, edición española, mayo de 1960.
Medio siglo después de que los estados acogieran amorosamente en sus brazos a las compañías aéreas comerciales, las elevaran a símbolos nacionales y las desconectaran de los azares del libre mercado, la cosa comenzó a estropearse, empezando por los Estados Unidos. Cuando en 1978 el presidente Carter firmó la Deregulation Act (Ley de Liberalización) firmó al mismo tiempo el acta de defunción de la aviación comercial clásica, serena y olímpica, e inauguró oficialmente la era de la aviación comercial a cara de perro, siempre al borde de la quiebra, con pasajeros tratados como ganado y empleados presionados al límite, amenazados por recortes salariales y prolongaciones de su jornada laboral. El asunto afectó especialmente a pilotos y controladores, que pasaron de héroes de la navegación aérea a caraduras con sueldos demasiado altos, capaces de paralizar todo un país con sus disparatadas exigencias laborales.
En 1981, la recién elegida administración Reagan resolvió la mayor huelga de controladores de la historia por el procedimiento de despedirlos a todos (11.345 en total (1)), demostrando así que podía enfrentarse a los sindicatos al estilo de la por entonces primera ministra británica, Margaret Tatcher. El ritmo de la innovación también cambió. Entre 1934 y 1974 las aerolíneas tuvieron un papel importante en el desarrollo de aviones cada vez más veloces, aerodinámicos e incluso seductores. A partir de los 70, todo eso se olvidó. El único criterio a tener en cuenta pasó a ser el coste por pasajero y kilómetro. La velocidad dejó de significar nada, teniendo en cuenta que todos los reactores navegaban a sus buenos 900 km/h. El intento de Convair de convencer a la clientela de que unas pocas millas por hora extras significaban algo (con el modelo 880) terminó en un fracaso. Muchos años después, el proyecto casisupersónico Sonic Cruiser de Boeing terminó en la papelera antes de empezar, y fue sustituido por el 7E7, donde la E significa económico, eficiente, y otros conceptos igual de ramplones.
La consigna de llenar los aviones a cualquier precio (o Ni Un solo Asiento Vacío) también contribuyó a crear un clima de violencia entre las compañías, entre estas y los pasajeros, e incluso entre los mismos pasajeros. En un medio de transporte normal, uno compra su billete y se sube al autobús, al tren o al metro. El precio es único y el asiento inequívoco (un billete, una plaza). No ocurre así en el transporte aéreo. El sistema de tarifas es de una complejidad inaudita, y tener un billete no garantiza de ninguna manera disponer de plaza en un avión. El extraño sistema de tarifas deriva de la duda existencial que sienten las compañías aéreas entre su deseo de vender los billetes muy caros a viajeros ejecutivos y la necesidad de llenar aviones como sea con pasajeros de escasos recursos. La fórmula general se puede expresar así: el dinero compra tiempo. Un billete de autobús no vale nada un segundo después de que el coche haya partido, se haya o no ocupado la plaza. Un billete de avión, en determinadas circunstancias, sigue teniendo valor. Uno puede acudir tranquilamente al siguiente vuelo y, cosa extraña, le dejarán subir sin pagar otro billete. Para ciertas tarifas, tiene un valor casi ilimitado, se diría que puede ser transmitido de padres a hijos.
Otro elemento misterioso del transporte aéreo es la facturación. En un autobús, tren, etc, uno se sube, ocupa su plaza y a otra cosa. En los aviones uno debe demostrar su existencia física previamente ante un mostrador. Aquí empieza el problema. Las compañías reciben información acerca de los pasajeros que han reservado plaza en un vuelo, pero eso no quiere decir que se presenten. Pueden estar a muchas millas del aeropuerto, y el avión saldrá sin ellos, pero, como por arte de magia, su asiento estará ocupado por otra persona, y el reservador invisible no perderá su billete de mayor precio; podrá salir mañana o dentro de un mes, si lo desea. Las compañías calibran mediante delicados modelos matemáticos la probabilidad de que x pasajeros hacedores de reservas no ocupen su plaza, y venden esta cantidad x de asientos a otros pasajeros. Si el número teórico coincide con la realidad, todo va bien, pero si es inferior tendrá lugar el terrible fenómeno del overbooking: pasajeros con billete perfectamente correcto son rechazados en el selector que representa el mostrador de facturación.
La sobreventa no es más que una manifestación de la lucha de clases que tiene lugar a 33.000 pies de altura a bordo de los grandes aviones de pasajeros. Gracias a las tarifas baratas, los jets comerciales transportan hoy en día a toda clase de gente, por lo que a bordo uno “se puede tropezar con un exhibicionista, una parturienta o un enloquecido que pretende secuestrar aparato y pasaje (2)”. Se deduce que las clases superiores no tienen tales perversiones sexuales, al menos no en vuelo, no tienen el mal gusto de parir a once kilómetros de altura sobre el suelo y no secuestran aviones, seguramente porque sería absurdo llevarse por la fuerza algo que ya es suyo. Como consecuencia, la labor de los TCP (Tripulante de Cabina de Pasajeros) puede llegar a ser arriesgada.
El mismo cambio del sugerente nombre antiguo (azafatas) por el de TCPs muestra cuánto hemos perdido por el camino de la masificación del transporte aéreo. El origen del nombre castellano o español azafata es un eco de un mundo ya desaparecido. En 1946, Iberia comenzaba su expansión internacional y convocó cuatro plazas de personal de atención de pasajeros en vuelo, para ser ocupadas por mujeres que poseyeran, entre otras cualidades, la insólita de “defenderse en inglés”. Surge el problema de añadir una nueva palabra o significado al castellano. Barájanse nombres como aeroviarias, aeromozas, mayordomas o provisoras, carentes de la necesaria eufonía. Decisión tajante de César Gómez Lucía, por entonces director de la compañía: “Se llamarán azafatas, como las ayudantes de la reina. ¿O acaso los pasajeros no son los reyes de nuestro negocio?”. Eso zanjó la cuestión.
Actualmente, casi todo el mundo puede ser un pasajero aéreo, pero las clases sociales, lejos de desaparecer a 11 km. de altura, conocen una sorprendente revitalización en los aviones comerciales gigantes. Las delimitaciones de clases (sociales) en los vehículos de transporte habían sido tradicionales desde el invento del ferrocarril, que permitía, gracias a su rosario de vagones, una completa delimitación en primera, segunda y tercera –esta última con derecho a viajar de pie en un vagón abierto, en muchos ferrocarriles de mediados del siglo XIX. Pero, al igual que los autobuses, poco era lo que podían ofrecer los primeros aviones de pasajeros en materia de separación de clases, por falta de espacio material, sin contar con que las astronómicas tarifas garantizaban que todos los viajeros aéreos pertenecían a las clases privilegiadas. Pero esto comenzó a cambiar gracias a la Pan Am, que inauguró la era del avión-lata de sardinas en septiembre de 1948 con la apertura de la línea económica San Juan de Puerto Rico–Nueva York. Los DC-4 utilizados cargaban 63 pasajeros en vez de los cuarenta estándard. No se servían comidas a bordo para un viaje que duraba en total 14 horas, aunque existía la posibilidad de comprar bocadillos y fruta antes de embarcar. Pero el billete costaba sólo 75 dólares, y la población puertorriqueña en Nueva York pasó de 70.000 en 1940 a un cuarto de millón diez años después (3).
En los aeropuertos de Londres, los bienvenidos visitantes australianos, neozelandeses, canadienses y sudafricanos “blancos” empezaron a llegar acompañados de otros ciudadanos de la Commonwealth no tan cálidamente acogidos, como hindúes, pakistaníes y antillanos. La popularización del transporte aéreo se aceleró con los grandes aviones de pasajeros de los años 50 y 60, pero no se manifestó del todo hasta la llegada de los cuerpos anchos. Estos ofrecían dos poderosas razones para la creación de un espacio y atenciones reservados a las clases nobles: gran cantidad de espacio dentro del avión y trayectos muy largos, superiores a veces a las diez horas, donde un billete caro podía suponer la diferencia entre un cómodo viaje y un suplicio.
El sistema funcionó además en el sentido de agrandar la brecha social. En los años 50, casi todo el pasaje –con las excepciones que se han visto– era rico, y el espacio entre asientos era lo bastante amplio para todos. A partir de los 60, la igualdad ante los centímetros desapareció paulatinamente: las compañías comenzaron a estrechar poco a poco el espacio ente asientos en la clase turista, y a ensancharlo en las clases nobles. Este proceso se dio en toda su crudeza en el Jumbo, donde coexisten una atestada piscina inferior repleta de viajeros con un recinto amplio y lujoso en la cubierta superior, donde una o dos docenas de privilegiados degustan haute cuisine mientras el oceáno se desliza bajo su butaca a 30.000 pies. La estrategia comercial de las compañías de bandera hacia las clases nobles nos devuelve a los tiempos feudales, cuando la diferencia entre noble y villano era explícita y contundente. Las clases nobles tienen derecho prácticamente a todo: para empezar, a una cama para descansar, no a un potro de tortura. La comida también difiere sustancialmente, así como los vinos y licores. El servicio está a razón de un steward por cada tres o cuatro pasajeros (abajo es de uno por cada 70).
La trampa económica es evidente. las compañias dedican cientos de millones de euros a la promoción y desarrollo de sus clases nobles, en la confianza de que se cumpla el axioma: vale más un viajero con billete completo de ciento turistas con tarifa PEX volando (“Tarifa PEX” es una expresión despectiva del transporte aéreo. Se refiere a los billetes baratos, que deben ser utilizados obligatoriamente en un día determinado). Pero ¿quien llena estas clases? La realidad es que, además de algunos músicos de rock o pintores de fama con posibles, la inmensa mayoría son directivos de grandes corporaciones, públicas y privadas, además de los invitados directamente por el gobierno. Es decir, casi nadie paga un billete gran clase de su bolsillo: lo paga la (gran) compañía, subvencionada directa o indirectamente por los gobiernos con los impuestos –a su vez directos o indirectos– de los ciudadanos que se hacinan en la cubierta inferior. La competencia entre grandes clases es por lo tanto una especie de potlatch entre las grandes corporaciones. ¿British Airways sirve caviar a discrección en su Club World? Lufthansa obsequia con botellas de Möet &Chandon a los pasajeros de su Business Class. ¿Air France presenta su foie gras en un set de lino blanco con calados de Venecia en L’Espace Affaires? British Airways no se queda atrás, y ofrece la revolucionaria cama plana de dos metros de longitud, que garantiza un sueño placentero a los pasajeros de su clase ejecutiva intercontinental (4). Y así sucesivamente. Esta hiriente demostración aérea de la injusticia universal no ha encontrado todavía activistas que la denuncien: espacio suficiente para las rodillas de todos, ya.
Una pasajera expresaba recientemente la diferencia entre la clase turista y la clase noble en un vuelo transatlántico: «es como la noche y el día». Un anuncio de la Singapore Airlines coloca al usuario de la clase Raffles en un ambiente de lujuria y exotismo oriental, atendido por dos bellas aeromozas, con una novela a los pies, tumbado en la postura clásica de los patricios romanos, con platos de sabrosos manjares a su alcance, caras bebidas servidas en copas de cristal, pantalla personal de cristal líquido, etc. Mientras tanto, solo tres o cuatro metros más atrás o abajo (si se trata de un Jumbo) el pasajero de la clase turista, que no suele aparecer en los anuncios, intenta deglutir su almuerzo, compuesto de varias piezas de comida empaquetada hasta la extenuación sobre una bandejita de plástico, en el espacio no mucho mayor que un folio que le tiene reservada la compañía para estos menesteres. En 2004, varias aerolíneas dejaron de fingir que alimentaban a sus pasajeros e instauraron el menú de pago (más bien delicatessen variadas)… pero solo en la clase turista. Otras compañías ni siquiera se plantean alimentar a sus pasajeros de ninguna manera.
El Boeing 737 es posiblemente, en términos económicos y sociales, el avión más importante del mundo en la actualidad, y sin embargo es prácticamente invisible. Nadie canta sus glorias como las del 707 –el pionero– el 747 –el más grande– -o por supuesto el Concorde –el más veloz. Pasa completamente desapercibido en los aeropuertos, donde su silueta se confunde con la de muchos otros modelos. El avión en sí es un clásico de tamaño medio, fuselaje tubular, alas con moderada flecha y dos motores bajo las alas. Nada excepcional, y sin embargo, a juzgar por las estadísticas, uno de cada tres reactores de pasajeros en activo es un 737. Siendo como es lo más parecido al avión de pasajeros canónico y estándar –en tamaño, velocidad y requerimientos de mantenimiento– conoce ahora, al filo del siglo XXI, un renacer de la mano de las compañías sin virguerías, no frills en inglés, que están cambiando con bastante rapidez lo que se entiende por transporte aéreo de masas. Una de estas compañías, Ryanair, se fundó para dar servicio a los pasajeros aéreos visitadores de parientes y amigos (friends & relatives) irlandeses exiliados en Londres, deseosos de recobrar lazos familiares y de amistad.
El modus operandi de estas compañías es sencillo. No utilizan los aeropuertos centrales –hubs– saturados hasta el punto de que el minutaje de cada avión que tiene la desgracia de caer ahí es astronómico. Emplean en cambio aeropuertos secundarios, a distancias entre 50 y 100 km. de la ciudad de destino, mucho más baratos y menos saturados. Tampoco sirven simulacros de comida sobreempaquetada a sus pasajeros, que deben contentarse en el mejor de los casos con una bolsita de cacahuetes. Su sistema tarifario también es simple: sigue el principio de pagar y volar, y el que llega tarde pierde el importe de su billete. Estas y otras novedades, que incluyen una desacralización bastante drástica de las prácticas de la aviación comercial y de la jornada laboral de sus profesionales, reducen en proporción considerable las tarifas y permiten tasas de actividad de un avión al día por encima de las 15 horas, ya cerca del ideal inalcanzable de las compañías aéreas –mantener a sus aviones volando y produciendo 24 horas sobre 24–. El avión adecuado para estas compañías es evidentemente el 737, un modelo veterano, con millones de horas de experiencia, que ha sufrido la clásica evolución de los aeroplanos comerciales consistente en añadir más metros de fuselaje para acomodar más pasajeros en la versión lata de sardinas, junto con turboventiladores cada vez más económicos (aunque actualmente el Airbus A-320 le hace una dura competencia).
Las compañías no frills tuvieron su origen en Estados Unidos, cuando Southwest comenzó a aplicar la fórmula de reducir gastos y bajar tarifas al hilo de la liberalización del transporte aéreo norteamericano a finales de los 70. En Europa la liberalización tuvo que esperar hasta finales de los 90. En el viejo continente, hasta entonces, un par de docenas de compañías de bandera (nacional) se repartían el pastel en régimen de monopolio y acuerdos bilaterales entre países, pesadamente subvencionadas por los gobiernos de turno. Hoy en día un puñado de compañías sin virguerías se defienden mal que bien en el mercado europeo, lideradas por Ryanair. ¿Y las ex-compañías de bandera? Son pesadas corporaciones con típicamente 80 años de historia, acostumbradas durante décadas a ser una extensión del Ministerio de Aviación Civil –en España del Ministerio del Aire hasta prácticamente la muerte de Franco– con grandes flotas, estrecha ligazón con la aviación militar de sus países y grandes masas salariales destinadas a alimentar a gran número de empleados, especialmente en los innumerables departamentos de Alta Dirección que fueron creando a lo largo del tiempo. A mediados de los 90, muchas de estas compañías estaban en bancarrota. La solución clásica no fue podar el frondoso árbol de la alta dirección, sino más bien los despidos masivos de los profesionales más experimentados de los escalones inferiores, sustituidos prontamente por contratos parciales y eventuales.
Las compañías de bandera (que ya no lo son de manera oficial) miran por encima del hombro a las aerolíneas sin virguerías. Siguen manteniendo elaborados y complejos sistemas tarifarios que tienen como objeto distinguir a los nobles capaces de pagar una tarifa completa de los villanos con billetes superpex y sin derecho a nada. En consecuencia, puesto que se niegan a penalizar a las clases altas que reservan y no ocupan su plaza, se enfrentan continuamente a gruesos problemas de overbooking que generan como subproducto el subgénero literario denominado «eximio escritor o ponderado comentarista político convertido en escoria durante unas horas en un aeropuerto». En su línea de servir a los pudientes, las ex-compañías de bandera continúan ofreciendo barreras sociales en las clases nobles (Gran Clase, Bussiness, etc) que en algunos casos, a juzgar por la publicidad, son la versión moderna de las atenciones que recibe un nabab de visita por sus posesiones. La otra cara de la moneda, los pasajeros de la clase turista, sufren cruelmente en cubiertas cada vez más atestadas, donde los asientos están calculados para personas verticalmente y horizontalmente disminuídas.
Los forecasters prevén dos tipos de pasajeros que crecen y crecerán mucho más rápido que los tradicionales (los viajeros de negocios y las familias de vacaciones), localizados en dos bloques de población que disponen de tiempo y de dinero, jóvenes y viejos, que coinciden aproximadamente con estudiantes y jubilados. Los de menor edad son pasto de las tarifas ultrabajas creadas eliminando toda comodidad superflua a bordo y combinando trayectos de manera que un vuelo Madrid–Roma, muy barato, tiene escalas en Amsterdam y Frankfurt. Los jubilados con un salario decente también pueden ser grandes pasajeros aéreos, aunque pueden ser reacios a una disminución de las comodidades y a la multiplicación de escalas.
Pero el sector de la aviación comercial que crece de manera más sostenida no transporta personas, sino mercancías. Y los caminos aéreos de la sociedad de consumo son a veces sorprendentes. Cuatro veces por semana, cargueros Boeing 747 de la compañía británica MK Airlines procedentes de Johannesburgo (Sudáfrica) y Halifax (Canadá) aterrizan en el aeropuerto de Zaragoza llevando pescado fresco (unas 225 toneladas a la semana en total). Desde la terminal de perecederos del aeropuerto el pescado se distribuye a las principales ciudades de España (5). Ryanair operará desde aquí una ruta (Zaragoza- Stansted) sin gollerías, y espera transportar el primer año 100.000 pasajeros. ¿Tienen los habitantes de Stansted algún especial interés en Zaragoza, y viceversa, que obligue a establecer una ruta tan nutrida?. En realidad la ruta se anuncia como Londres/Stansted – Zaragoza/Madrid. La empresa de paquetería urgente TNT mantiene un vuelo diario Zaragoza-Lieja (Bélgica), y así sucesivamente.
Los modernos cargueros de mercancías perecederas y en general caras cumplen el papel del servicio de transporte romano, del que se sabe que era capaz de transportar peces y mariscos vivos o conservados en hielo a lo largo de cientos de kilómetros hasta Roma u otra metrópoli del imperio, donde satisfacerían el paladar de los exquisitos. Hoy en día la sociedad de consumo mundial alcanza a unos 1.700 millones de personas en todo el mundo (6). No falta en ningún país por pobre que sea, aunque su porcentaje en Haití o Sierra Leona es menor de un 1%, mientras que llega al 90% en la opulenta Alemania. Los miembros de esta sociedad pueden pagar en conjunto cantidades ingentes de dinero por hacerse con mercancía fresca procedente de la otra punta del mundo. En consecuencia, la carga aérea es un sector en plena expansión, sin las lamentaciones crónicas del transporte aéreo de pasajeros.
1– HEPPENHEIMER, T.A.: Turbulent Skies. The History of Commercial Aviation. John Wiley & Sons ( 1995)
2- Iberiavión (…)
3-HEPPENHEIMER, T.A.: Turbulent Skies. The History of Commercial Aviation. John Wiley & Sons ( 1995)
4-FERNÁNDEZ, O.: En lucha por el ejecutivo. AvionRevue (jul 2001)
5-PARÉS, J.M.: Aeropuerto de Zaragoza: más charter y carga. AvionRevue (sep 2004)
6-WorldWatch Institute 2004 report (Consumer society)
Tochos: Historia natural de la aviación