Pocas cosas hay tan placenteras como volar de Madrid a Donostia-San Sebastián en un ATR. Es pequeño, con una configuración de 2+2 asientos por fila, lo que significa que la probabilidad de no poder pegar la nariz a la ventanilla se reduce a un 50%. Vuela un poco más bajo y algo más lento que los reactores de pasajeros, lo que permite apreciar mejor los colores y formas del paisaje. El ala en configuración alta deja de ser un obstáculo para la visión. Por si fuera poco, sus motores de turbina emiten un agradable bramido de fondo.
El único problema de este tipo de aviones es que su consumo de combustible por kilómetro recorrido y pasajero transportado, al tratarse de máquinas de poca cabida en rutas cortas, es el más elevado de toda la aviación comercial. Pero también es cierto que el precio de estos vuelos también es de los más elevados del negocio, en proporción a la distancia recorrida.
El ATR-42 es más pesado y rápido que el DC-3, un avión diseñado medio siglo antes, y puede llevar el doble de pasajeros gracias a motores de más potencia. Pero las especificaciones básicas de capacidad de carga y autonomía no se diferencian mucho. A la versión básica ATR-42 siguió la alargada ATR-72 y luego diversas variantes, incluso una militar para patrullaje marítimo. A pesar de su tradicional diseño básico, el ATR sigue siendo el turbohélice de más éxito en el mercado, y ha conseguido desbancar a todos sus competidores –como el malogrado Saab 2000.
Recientemente, la compañía fabricante está haciendo un notable esfuerzo para paliar el principal problema de los turbohélices regionales, el exagerado consumo de combustible por pasajero en comparación con aviones más grandes y con más plazas en rutas más largas.