Una fantasía de los barones del bombardeo

Uno de los dos prototipos fabricados del McDonnell XF-85 Goblin, que voló por primera vez (sin despegar del suelo previamente) el 23 de agosto de 1948.

Mientras el enorme e intercontinental Convair B-36 Peacemaker tomaba forma, en los últimos años de la segunda guerra mundial, una idea inquietante apareció en la mente de los altos cargos de la USAAF: ¿cómo se podía dar escolta de cazas –algo fundamental para el éxito de las misiones de bombardeo, como se estaba demostrando sobre Alemania– a un avión que volaría misiones de 7.000 km de ida y otros tantos de vuelta? No se podía pensar en un avión pequeño, monoplaza y ágil capaz de hacer vuelos de esa duración, ni en pilotos capaz de resistirlos.

La solución evidente era que el bombardero llevara su propia escolta de aviones defensivos “parásitos”, que los soltara cuando hubiera peligro y que los recogiera de nuevo cuando el peligro hubiera pasado. La fuerza aérea soviética había ensayado el concepto colgando algunos cazas Polikarpov I.16 de un bombardero Tupolev TB.3, con aparente éxito –aunque en la práctica los cazas no defendieron al bombardero, sino que lo usaron para acercarse mejor a sus objetivos– y el USAAC había creado el concepto del dirigible portaaviones, con idea de contener varios aparatos pequeños de reconocimiento que irían y vendrían trayendo información a la gran nave central.

En septiembre de 1945 salió a la luz pública por fin el enorme Peacemaker, aunque tardaría un año entero en hacer su primer vuelo, y, sin mucha urgencia bélica por delante, la USAAF encargó su correspondiente caza parásito. El resultado final fue un pequeño y rechoncho reactor de cuatro metros de largo por seis de envergadura y 2,5 toneladas de peso a plena carga. El modus operandi del llamado Goblin (por un maligno y huidizo ser mitológico del folklore europeo) era volar muchos kilómetros encajado en el gran bombardero, con su piloto descansando en una especie de sala de espera en la panza del avión. Llegado el momento, el piloto se encajaría en la estrecha cabina del Goblin, se desplegaría un trapecio de sujección, se soltaría de él el avioncito, haría su trabajo y volvería a la nave nodriza re-enganchándose en el trapecio, que se retraería y permitía al pequeño avión y a su piloto un merecido descanso. La idea en términos generales era que todos los B.36 llevaran un caza parásito y que algunos funcionaran como portaaviones especializados, llevando tres o cuatro Goblins en la panza.

Los oficiales de la USAAF, después de la ordalía de Japón y Alemania, estaban acostumbrados a pensar en términos de formaciones de varios centenares de bombarderos aproximándose a su objetivo. La imagen de doscientos o trescientos Peacemakers soltando de repente un enjambre de cuatrocientos o quinientos cazas para proteger la formación habría dejado pasmado al mismísmo Giulio Dohuet, que no era hombre que se quedara corto en sus visiones alucinatorias de escuadras aéreas indestructibles abriéndose paso sobre territorio enemigo.

Pero solo se construyeron 380 B-36, muy lejos de los 18.000 B-24 Liberator, 13.000 B-17 o incluso de los 4.000 B-29. La ausencia de una gran guerra que soplara el fuelle de la industria militar era determinante, y la industria aeronáutica militar norteamericana pasó algunos años flojos hasta que la guerra de Corea volvió a impulsar al que Eisenhower llamó “complejo militar-industrial” en su famoso discurso de despedida el 17 de enero de 1961. El B-36 fue el único de los grandes bombarderos de la fuerza aérea estadounidense que nunca lanzó bombas en acción de guerra (en Corea sí participaron los B-29, que contribuyeron decisivamente a arrasar las ciudades coreanas, especialmente en el norte).

Además de la falta de bombarderos en cantidad y de una gran guerra en las que ejercitarlos había otro problema importante. Solo la mitad del concepto funcionaba, llevar y soltar. Recuperar era casi imposible, como probó el héroe de esta historia, el piloto de pruebas E. F. Schoch. Schoch, que trabajaba como piloto de pruebas para la McDonnell, fue el único ser humano en pilotar el Goblin. Tenía dos características necesarias para la tarea: era enjuto (el diminuto avión solo admitía pilotos de tamaño tirando a bajo) y tenía un valor a toda prueba. Una y otra vez Schoch intentó volver a enganchar el avión parásito en el arnés de recogida y, aparte de algunos accidentes que no le mataron de milagro, se demostró que, aparte de algunos enganches casi de pura chiripa, no existía ninguna técnica fiable para hacerlo, ni siquiera en manos de un pilotos tan experimentado y que conocía muy bien el avión. Los ensayos se hicieron usando un B-29 como nave nodriza, lo que hace suponer que en un B-36, mucho más grande y algo más veloz, sería más difícil todavía.

El problema estaba en la gran turbulencia que crea a su alrededor un avión muy grande a buena velocidad, que forma una especie de colchón de remolinos de aire a su alrededor que el diminuto y rechoncho caza parásito apenas podía controlar, a pesar de que se le añadieron varias derivas supletorias a la deriva principal. Al mismo tiempo, los gerifaltes de la USAF cayeron en la cuenta de que la época de densas formaciones de bombarderos cargados de bombas convencionales eran el pasado, siendo el futuro bombarderos solitarios volando a gran velocidad y altura cargados con una bomba atómica. El proyecto Goblin fue cancelado, como lo fueron otros similares de la época. E. F. Schoch murió en 1951 cuando probaba otro avión de la compañía McDonnell (1).

1-Wikitia: Edwin Foresman Schoch

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