Culto a la personalidad

joseantonioUn retrato «oficial» de José Antonio Primo de Rivera con orla de luto, publicado en el segundo aniversario de su fusilamiento por A.C.G. : revista mensual ilustrada del Auto-Aero Club de Galicia, afiliado al Automóvil Club de España – Año IX Num. 102-103 (Noviembre-Diciembre 1938).

 

Retrato de S.E. el Generalísimo Franco
Para Centros Oficiales, Oficinas Públicas, etc.
Aprobado por la Secretaría del Estado Español
La más reciente fotografía de S.E. el Generalísimo, obtenida por el artista Jalón Ángel
Cada ejemplar llevará un sello en favor de la suscripción Pro-Ejército
Variados perfiles de molduras para cuadros
Comercio de Enrique Cuadrado
P. Mayor, 10 – Ciudad Rodrigo

Miróbriga. Semanario católico. 12 de junio de 1938

 

La primera Fiesta Nacional del Caudillo se celebró el 1 de octubre de 1937. Tras un preámbulo bastante barroco, el Boletín Oficial del Estado (este nombre es otro fósil de la Guerra Civil, y data del 2 de octubre de 1936, cuando sustituyó al Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España; la zona roja usaba la denominación Gaceta de la República), había establecido días antes la nueva festividad con exactitud y frialdad: tendría como objeto simplemente “conmemorar la fecha en que fué proclamado Jefe del Estado Español, el Excmo. Señor General don Francisco Franco Bahamonde”. Así comenzó legalmente el culto a la personalidad del Generalísimo. El momento era bueno, pues Asturias estaba a punto de caer y la zona norte republicana de ser aniquilada. Coincidiendo con la primera festividad del Caudillo, además, las fuerzas nacionalistas habían arrebatado a los rojos y clavado la bandera rojigualda en el mismísimo santuario de Covadonga, epicentro del patriotismo español. Esa misma noche el reloj se atrasó una hora, para dar paso al horario de invierno.

El culto a la personalidad del Caudillo estaba basado en el axioma KISS (Keep It Simple Stupid, sin coma), acuñado por el diseñador de aviones Kelly Johnson en la década de 1950. Era tan sencillo que hasta un niño de tres años podía entenderlo. El mismo Franco, en su mensaje a la nación de aquel primer día de su fiesta, cifraba gran parte del éxito de la causa nacional en la adopción de estrategias tan sencillas de definir como la que él mismo enunció antes de volar a Tetuán: “Fe ciega en el triunfo”. Lo demás fue relativamente fácil de organizar. Radios y periódicos atornillaron en el cerebro de lectores y oyentes expresiones muy simples, como “Una patria-Un Estado-Un Caudillo” o “Saludo a Franco: Arriba España” en sucesivas variantes, algunas de ellas obligatorias en documentos oficiales, lo que multiplicaba su poder colonizador de las mentes. Todas se resumían en la ecuación Franco = Poder Supremo = España. Los corolarios eran igualmente fáciles: Los buenos españoles estaban con Franco, hombre providencial, pues no en vano Dios todopoderoso era la fuente de poder del Caudillo, él mismo invicto como Guía de los victoriosos ejércitos nacionales y  Padre de su pueblo (es decir, de los buenos españoles), etc. Más tarde se añadieron algunos retoques a la figura, ablandándola (el Caudillo no vistió de paisano en público hasta mediados de la década de 1950), pero sin permitir jamás ninguna fisura. Habría décadas por delante para esculpir convenientemente la figura del Caudillo, pero a las alturas de octubre de 1937 los nacionales ya tenían un arma de guerra más: un Líder único e incontestable. La construcción funcionó muy bien durante lo que quedaba de guerra, y siguió en activo hasta el 20 de noviembre de 1975.

El 18 de julio de 1937 las revistas republicanas desbordaban de evocaciones del primer año de guerra. Crónica cedió su portada de ese día a “Cuatro ilustres forjadores de la victoria republicana”, con sendas imágenes del doctor Negrín, jefe del gobierno y ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, ministro de Defensa Nacional, general Miaja, jefe del Ejército del Centro y coronel Rojo, jefe del Estado Mayor Central. De todos ellos, el único capaz de rivalizar con Franco en el pálido culto a la personalidad que podía dar de sí la República, era el general Miguel Miaja. Era por simple exclusión: Rojo era sólo coronel, y además de Estado Mayor, algo excesivamente técnico. Prieto era un derrotista incurable, proclive a verlo todo negro. El energético Juan Negrín odiaba que le fotografiaran, y nunca pretendió ejercer el papel de líder popular. Dos que significativamente no aparecen en la foto tampoco contaban: Largo Caballero, muerto para la política desde los sucesos de mayo y Manuel Azaña, presidente de la República y no mal orador, pero cuyo retrato sólo salía a relucir en actos públicos cuando no había más remedio por cuestiones protocolarias o cuando Izquierda Republicana estaba en el comité organizador.

El retrato de Miaja, por el contrario, estaba en todas partes. Y no sólo en actos públicos, sino en esculturas, bustos, carteles y por supuesto en todos los periódicos y revistas. Miaja era inmensamente popular por varios motivos: para empezar era general profesional, tanto como lo podía ser Franco o cualquiera de sus secuaces, lo que siempre inspira confianza en una guerra, y era un buen republicano, como probaba su actuación en noviembre de 1936, cuando “salvó” a Madrid del avance fascista. A diferencia de Rojo y Negrín, casi invisibles para el público, o de Prieto, esporádico e imprevisible, Miaja estaba en todas partes, atendiendo a los periodistas, entregando la bandera a un regimiento, presidiendo un acto cívico-militar, inaugurando un hospital, etc. En toda esta vida pública, su principal cualidad era la imperturbabilidad. A los periodistas sedientos de sangre los solía despachar con un “Ha sido lo de siempre”, cuando intentaban obtener detalles de tal o cual ataque en el frente de Madrid. De haber habido venta de coches usados en España en aquellos años, la gente se los habría comprado gustosos al general Miaja.

La República, tan escasa de caudillos, tenía sin embargo un héroe muerto, al menos para la mitad de su población más cercana a la causa anarquista. Era Buenaventura Durruti, muerto el 20 de noviembre de 1936, justo el mismo día en que fusilaron a José Antonio Primo de Rivera. Durruti fue objeto de toda clase de homenajes post-mortem, pero su culto no llegó ni de lejos al fulgor que alcanzó el de José Antonio.

El reducido círculo de poder del estado nacionalista juzgaba la situación muy conveniente: tenían un líder muerto al que venerar y otro vivo al que edificar como supremo líder. Hay que tener en cuenta que el staff nacional pensaba en el pueblo como de mentalidad infantil e impresionable, necesitado de figuras carismáticas de poder, y ellos tenían dos de ellas mientras que la República no tenía ninguna. La mitificación de José Antonio Primo de Rivera era sencilla puesto que había dejado solamente para la posteridad un puñado de fotos y escritos, de entre los cuales fue fácil elegir la mejor imagen y los mejores fragmentos de textos y repetirlos una y otra vez.

Franco tenía más dificultades para ser entronizado como imagen pública, y ahí es donde el fotógrafo zaragozano Jalón Ángel hizo un trabajo magnífico fijando el tipo. Más tarde el mismo Franco terminó actuando fluidamente como su personaje: seguro de sí mismo, muy serio y guardando las distancias, pero capaz de expresiones no del todo frías si la situación lo requería. Los inversores extranjeros estaban encantados: ese era el general frío como un témpano de hielo que iba a meter en cintura a la turbulenta economía y sociedad española. Jalón Ángel tuvo que lidiar también con la inquietante caída de ojos del general, que le daba un lejano aspecto de mujer fatal que los caricaturistas republicanos no dudaron en aprovechar. Muchos tuvieron su justo castigo por eso.

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