En el verano de 1909, un pequeño avión monoplano despegó de Calais (Francia) y, media hora después, se dejó caer sobre un prado en Dover (Inglaterra). El avión era el Blériot XI, y su piloto el mismo Louis Blériot, diseñador y constructor de aviones. Lo primero que llama la atención del Blériot XI es su aspecto convencional y simple: unos amplios planos delanteros para proporcionar sustentación al aparato, un motor de confianza y de 25 caballos colocado ante el piloto, unas superficies de control en la cola, con un timón vertical y otro doble horizontal, una hélice de madera bastante eficaz, un depósito de gasolina y unas cuantas ruedas de bicicleta bajo el aparato. En realidad, se trató de un triunfo del diseño, y sólo se llegó a él tras un penoso proceso de ensayo y error. Pilotar el aparato también era una tarea que requería considerable valor. Su rival Latham se hirió gravemente al día siguiente cerca de Dover, cuando su motor falló en el tramo final del trayecto.
En 1909 los aeroplanos demostraron que no sólo servían para dar saltos en el aire, sino que podían volar de un país a otro, atravesando el mar. Cruzar el Canal de la Mancha era una de las primeras etapas previstas para el nuevo arte aéreo. Después de todo, el Canal se ha cruzado –además de en barco– a nado, en globo, remando, de espaldas, sujetando una sartén con un par de huevos fritos, etc. Pero, en 1909 y a lomos de un vehículo aéreo, terminar con el aislamiento del Continente conectándolo a Inglaterra tenía que dar mucho que pensar a los ingleses. No en vano uno de los lemas de su política, junto con una emergente Entente Cordiale con Francia, era Expléndido Aislamiento, que venía a significar que Albión gobernaba el mundo, por supuesto, pero siempre manteniendo las distancias. El significado militar era evidente: sólo ocho años después, Londres fué atacado desde el aire por bombarderos alemanes Gotha. Sin embargo, la hazaña de Blériot tenía un enorme significado comercial. Se trataba de conectar de manera muy rápida uno de los cogollos centrales europeos, el corredor París-Londres. Fue para cubrir esta ruta donde, diez años después, surgieron las primeras compañías aéreas.
Blériot mismo se apartó bastante de la corriente principal de la evolución de los aviones, muy inspirada en las cometas de caja y en el aeroplano Wright, con hélices empujadoras y planos adicionales delanteros. La línea evolutiva seguida por Blériot era no obstante más antigua, y procedente de la copia de la estructura de las aves voladoras, con una ala simple en posición delantera y timones en la cola. Una solución intermedia se podía ver en aviones como el Goupy, de Ambroise Goupy, un biplano con hélice tractora que prefiguró la variante que dominaría los cielos hasta por lo menos 1935. Hacia 1910, el vuelo de los aeroplanos era cada vez menos azaroso, pero subsistía la gran pregunta: ¿para qué se supone que sirve un avión?
Pasada la fase amateur, la profesionalización de los constructores de aviones sólo podía seguir dos caminos: la venta de sus productos a los aficionados (por lo general, ricos sportmen) y la obtención de contratos militares. La aviación comercial no existía todavía. Se desmarcaba aquí la locomoción aérea de automóviles y ferrocarriles. Los primeros ferrocarriles habían sido construídos para resolver un problema industrial relativo al transporte rápido y barato de mercancías y pasajeros, y los automóviles revelaron pronto su enorme utilidad para el transporte allí donde no llegaban los trenes. El avión, por el contrario, no servía para casi nada, aparte de para transportar precariamente a su piloto.
No obstante, desde mucho antes de que el primer aeroplano levantara el vuelo, todo el mundo había tenido claro que el invento era sensacional, con pocos rivales en su capacidad de modificar el mundo. Un dibujo publicado hacia 1840 muestra un contrito grupo de cocheros, caballos de tiro, locomotoras, barcos de vapor, marineros y fogoneros en paro forzoso por culpa del Carruaje Aéreo de Vapor de Henson, que vuela sobre la escena rumbo a China. Otro grabado a colores, algo anterior, muestra un navío aéreo en forma de murciélago transportando convictos a Australia, y otro más a “tres hombres harapientos que, liberados de su quehacer por las máquinas, hablan de las excelencias de los restaurantes londinenses de moda (9)” bajo un cielo por el que pululan toda clase de máquinas voladoras, símbolos indiscutibles del progreso.
Desde el comienzo los pensadores aéreos se dividieron en dos grandes grupos: los optimistas y los agoreros. Los primeros pintaron una sociedad liberada de innumerables servidumbres gracias a la navegación aérea, mientras que los segundos describieron un mundo al que la aviación añadía una pesada carga de violencia y terror. Ejemplo de los primeros es Achille Loria, que escribía en 1910 sobre Las influencias sociales de la aviación. Loria cuenta entre los efectos benéficos de la aviación el rescate de grandes extensiones de terreno ocupado por carreteras y caminos, que podrían ser utilizados de manera más productiva, la libertad de cambio universal, la supresión de muchos vínculos opresores, especialmente el que “encadena al obrero bajo el poder del capital (10)”, el declive del alpinismo, que quedaría reservado a “unos cuantos obsesionados” y curiosas premoniciones, como la necesidad de construir galerías para proteger a los peatones de recibir golpes en la cabeza por objetos arrojados desde los aeroplanos. Los agoreros eran mucho más numerosos. Capitaneados por el célebre H. G. Wells, publicaron cientos de novelas y algunos tratados más serios acerca de los horrores de la guerra aérea, especialmente el bombardeo de poblaciones indefensas por las máquinas voladoras del porvenir.
Mientras los trabajadores de la pluma elucubraban acerca de los aviones, los trabajadores sin más consideraban la nueva tecnología con sentimientos encontrados. En otra notable diferencia con los ferrocarriles y los automóviles, la clase obrera en principio tuvo muy poco que ver con la nueva tecnología, salvo como espectadores de los festivales aéreos. No los pilotaban, y ni siquiera tomaban una parte muy activa en su fabricación. Tendrían que pasar muchos años antes de que pudieran ser pasajeros de los aviones, aunque algunos probaron antes las versiones militares de transporte. No obstante, faltaba poco para que las fábricas de aviones se hicieran realmente grandes y demandaran numerosa mano de obra: eso ocurrió ya en plena guerra mundial, hacia 1915. Antes de la guerra, los constructores de aviones eran más bien inventores y artesanos muy especializados, y sus conductores (aunque Cayley había ordenado a uno de sus criados que pilotara su máquina voladora) eran los propios inventores, profesionales del deporte procedentes de las carreras de coches y motos y, en el caso de Europa, ricos con una reputación de aventureros que mantener. Ningún sindicato, ni siquiera del mortífero ramo de la minería, habría aceptado la tasa de mortalidad de los conductores de máquinas voladoras: aproximadamente 200 de los 2.000 aviadores registrados en entre 1903 y 1913 murieron en accidente fatal.
9- Valerie Moolman: Hacia el primer vuelo. La conquista del aire, Time-Life1981, p.34
10- Gini, Rev. Int. Soc., 1959 ene-mar, p.24
Asuntos: Aviación, Guerra, Sociedad
Tochos: Historia natural de la aviación