Fue suficiente colocar una gran estrella roja en la salida del túnel y un letrero en ruso sobre la caseta de áridos de la central de Aldeadávila (en el tramo final del Duero en Salamanca) para crear una aceptable versión estalinista de una gran central hidroeléctrica, la plasmación en hormigón de la famosa fórmula de Lenin: comunismo = socialismo + electricidad. Los habitantes del pueblo cercano desfilaron por la coronación de la presa disfrazados de trabajadores soviéticos, bajo la enigmática mirada de Alec Guinness. El agua vaporizada del aliviadero de la presa forma un estupendo arco iris en el que se funden los títulos finales de Doctor Zhivago. Aquel año 1965 la central llevaba funcionando poco más de un año. Era la joya de la corona de Iberduero, Iber– de la antigua Hidroeléctrica Ibérica y –duero de Saltos del Duero, que llevaba explotando los tesoros energéticos del tramo final del Duero desde 1926. Ambas empresas se habían unido en 1944.
En agosto de 1944 los amistosos soldados alemanes de la frontera francesa con España habían sido sustituidos por resentidos miembros del FFI (Fuerzas Francesas del Interior), antifascistas con muchos españoles en sus filas. Unos miles de republicanos españoles iniciaron un ataque a partir del valle de Arán, pero fueron repelidos en pocos días. Resultaba evidente que el Eje había perdido la guerra. La sequía asolaba al país. Las restricciones eléctricas eran cotidianas. Ese fue el momento que eligió Don José María de Oriol y Urquijo para organizar UNESA y así dar comienzo la edad de oro de la electricidad en España.
UNESA (Unidad Eléctrica, SA) llegaría a ser un poder tan importante o más que la iglesia católica durante el franquismo. Se llegó al caso de que Unesa planificaba a la soviética mientras que el ministerio de Industria redactaba los informes de proyecciones comerciales y de consumo, que pasó de algo menos de cinco gigavatios-hora a casi ochenta. De algo más de 100 kilovatios-hora por habitante al año (suficiente para alimentar un par de bombillas y casi nada más) a casi 2.500, cifra que implica ya un hogar con frigorífico, televisor, lavadora, termo de agua caliente y hasta algún radiador. Este crecimiento se produjo en una firme curva exponencial entre 1940 y 1975.
Los datos de consumo para 1940 tienen que tener en cuenta que había regiones muy electrificadas, como el País Vasco, y otras donde la electricidad era prácticamente desconocida salvo en los pueblos más grandes, como Extremadura. El abastecimiento de las capitales y las zonas industriales era bastante uniforme dentro de la escasez general, pero en muchas localidades medianas dependía de la fábrica de luz local, un generador conectado a una turbina instalada en algún molino harinero en desuso. Había algunas autopistas eléctricas, como las que conectaban las centrales del Pirineo con las fábricas de Barcelona, los embalses de la Sierra con Madrid o la más sensacional de todas, la conexión de los saltos del Duero en Zamora con Bilbao. Todo lo demás eran archipiélagos eléctricos flojamente interconectados, o islas diminutas completamente aisladas. La noche era realmente oscura fuera del centro de las grandes ciudades.
Fue entonces cuando José María de Oriol y Urquijo, presidente de Hidroeléctrica Española, le hizo al dictador una oferta que no podía rechazar: a cambio de abstenerse de nacionalizar la industria eléctrica, ésta multiplicaría la producción y forjaría un sistema interconectado a escala nacional para distribuirla.
En 1944 había dos docenas de compañías eléctricas en España, resultado de la fusión de infinidad de pequeñas compañías que funcionaban a escala de un pueblo pequeño o incluso el barrio de una ciudad. Las empresas eléctricas estaban alarmadas por la creación del INI (Instituto Nacional de Industria) en 1941 y de su filial Endesa (Empresa nacional de electricidad) ese mismo año. El camino lógico parecía ser la nacionalización de la industria, como ya había ocurrido con el transporte aéreo o el ferrocarril, gracias a Iberia y Renfe.
Las compañías eléctricas ya habían llegado a pactos anteriormente, el principal en 1936, para repartirse el negocio de producción y de distribución. Ahora, en 1944, ofrecían hacerse cargo de todo a cambio de evitar la nacionalización y por ende seguir obteniendo beneficios para sus accionistas (en aquella época el llamado dividendo). A diferencia del sistema más simple que formaba la red de ferrocarriles, el negocio eléctrico era ultra complejo, con millones de terminales de consumo conectadas por una constelación de tendidos eléctricos muy confusa a millares de centrales de producción de todos los tamaños. Además, en aquella época, el nacional-catolicismo tenía como objetivo número uno la transformación del paisaje de la patria a base de regadíos, repoblaciones forestales y pueblecitos de colonización, y la electrificación parecía algo secundario en comparación y asociado a las ciudades y la industria, territorios donde el franquismo se sentía vagamente incómodo.
Un punto a favor de UNESA es que las credenciales políticas de José María de Oriol y Urquijo eran inmejorables desde el punto de vista del franquismo, como en general lo eran todas las de los componentes de los consejos de administración de las empresas eléctricas. En general, representaban una excelente combinación de las finanzas, la ingeniería y el tradicionalismo, todo ello orientado al progreso del país mediante una tecnología relativamente novedosa. Así pues, la oferta del presidente de Hidroléctrica Española y de UNESA cayó en oídos receptivos y en diciembre de 1944 la prensa informó que el Ministerio de Industria y Comercio había aprobado el “plan de conjugación de sistemas regionales de producción de energía eléctrica” presentado por Oriol, “a quien se encomienda su ejecución”. Teniendo en cuenta quién dirigió a quien, la noticia resulta irónica. Habían nacido las eléctricas, formidable poder fáctico durante todo el franquismo que mantuvieron casi intacto durante décadas después de la muerte del dictador.
Asuntos: Electricidad
Tochos: El museo del franquismo
Tiempos: 1944