La breve edad de oro del fascismo

El camarada Elola, jefe de la juventud española, acompañado de Artur Axmann, jefe de la juventud alemana, pasan revista a sus fuerzas, bajo los estandartes de Dinamarca, Finlandia, Flandes, Croacia y España, en Viena, el 13 de septiembre de 1942. Imagen basada en una foto procedente del archivo de la Biblioteca Nacional de Austria (ÖNB).

En septiembre de 1942, cuando se inauguró el Congreso de las Juventudes de Europa, Viena no era ya capital de un Imperio, ni siquiera de una República, sino simplemente de la provincia de Ostmark del Reich alemán. No obstante seguía siendo un marco espléndido para la avalancha de boinas y gorras militares variadas, estandartes, correajes y camisas negras, pardas, azul mahón, verde oscuro, con pantalones cortos incluso, que se abatió sobre la ciudad. Todas las delegaciones desfilaron por la ciudad y escucharon discursos, el más interesante el pronunciado por Baldur von Schirach, gobernador de Viena por entonces y ex-jefe de la juventud alemana, que insistió en el lema de Mussolini “Creer, Obedecer y Combatir” como el más adecuado para guiar a la juventud europea fascista, a la que comparó favorablemente con la blandengue juventud de los países democráticos.

Participaron 14 delegaciones nacionales, todas ellas las ramas juveniles de partidos fascistas, en el poder o con aspiraciones más o menos lejanas de conseguirlo. Bélgica envió dos delegaciones, la valona y la flamenca, y puede que una tercera, representando a la juventud nacionalsocialista de Bélgica y capitaneada por un tal doctor Kehembre (1). Escandinavia estaba representada al completo, incluyendo a Suecia, y Croacia, Rumanía, Eslovaquia, Bulgaria y Hungría enviaron representantes. Francia no fue a Viena, a pesar de contar con nutridas organizaciones juveniles uniformadas, tanto oficialistas (como los Chantiers de la Jeunesse del mariscal Pétain) como colaboracionistas o francamente nazis. Italia fue la segunda delegación más numerosa, tras la alemana, que abrumó a sus huéspedes con un desfile de 25.000 integrantes de las Juventudes Hitlerianas que duró más de una hora (para compensar, los jefes de las delegaciones fueron invitados a una representación de las Bodas de Fígaro, de Mozart, dirigida por Karl Böhm) (1).

España, es decir la Falange, envió una delegación encabezada por Pilar Primo de Rivera, Delegada nacional de la Sección Femenina y el camarada Elola (como era costumbre falangista, sin nombre de pila) es decir José Antonio Elola-Olaso, Delegado Nacional del Frente de Juventudes. Tanto Primo de Rivera como Elola fueron los únicos que conservaron su cargo después de 1945. Pero en septiembre de 1942 parecía que el fascismo era el futuro. Dominaba desde el canal de la Mancha a Ucrania, e incluso había habido un partido fascista bastante notorio en Reino Unido, el BUF (British Union of Fascists). En Francia la III República era ahora el Estado Francés, y el Trabajo sustituía a la Libertad, la Familia a la Igualdad y la Patria a la Fraternidad. El fascismo o su versión extrema, el nazismo, dominaban desde Bretaña al Caúcaso y desde Bergen a Bengasi.

Años antes del congreso de juventudes en Viena, la ciudad de Montreux, en Suiza, acogió los dos únicos congresos fascistas universales, en 1934 y 1935. Fueron un gran fiasco, a diferencia de la facilidad con que el resto de las fuerzas políticas, especialmente socialistas, suelen organizar sus reuniones internacionales. La razón estuvo en la contradicción en términos que hay en la expresión “fascismo internacional”. A diferencia de las internacionales socialistas y comunistas, o más aún capitalistas o conservadoras, que no tienen problemas en reunirse de vez en cuando para señalar objetivos políticos de alcance mundial, el fascismo es por definición nacional, y no tiene otro horizonte que la nación. Este hecho, por un lado, hizo que el fascismo prendiera la mecha de la guerra y por otro lado que fuera aniquilado por ella.

El fascismo es un concepto político muy escurridizo, que no encaja bien en el tradicional arco de derechas–izquierdas inaugurado en la Francia revolucionaria. Para la izquierda no es más que una versión de la derecha, la derecha insiste en su carácter socialista. Una razón es que el fascismo es principalmente nacionalismo hiperactivo, pero aparte de eso admite casi cualquier combinación con toda clase de ideologías. Mientras von Schirach soltaba su discurso pagano en Viena, Giuseppe Bottai, ministro italiano de Educación, pronunciaba otro en Perugia en el que elevaba a San Benito a la categoría de precursor del fascismo, que surgió como una emanación de la gruta de Subiaco para llevar a toda Europa los valores cristianos (1).

En septiembre de 1942 el fascismo en el poder cumplía veinte años de vida en Italia y diez en Alemania, y todavía podía ganar la guerra, si el avance hacia Stalingrado salía bien. En realidad, el Congreso de la Juventud Europea coincidió con las últimas victorias del Eje en la Unión Soviética. Dos meses después la Wehrmacht y sus aliados, y por extensión el fascismo europeo, iniciaron la retirada. La guerra fascista, la guerra del Este, comenzaba a perderse.

Para el fascismo la guerra era el estado natural y preferente de la sociedad: no en vano Mussolini había acuñado la fórmula “La guerra es al hombre como la maternidad es a la mujer” (2) Los líderes fascistas no podían quedarse quietos en un aburrido totalitarismo (que fue lo que hizo el franquismo en España), debían asegurar a su pueblo “una relación privilegiada con la historia”. Eso implicaba la guerra como opción preferente para conseguir toda una lista de objetivos: unir férreamente a la nación y lanzarla “como un puño cerrado” a la lucha para conseguir un espacio vital, construyendo en el proceso una comunidad popular orgánicamente cohesionada.

Otras ideologías se apoyaban en la economía política, pero el fascismo tenía sus raíces en la biología. La juventud, la edad de la máxima vitalidad, era por lo tanto una parte importante del proceso: como dice R. Paxton en su Anatomy of fascism, “los regímenes fascistas fueron especialmente exitosos con la gente joven”. En realidad contribuyeron mucho a la creación del joven profesional a tiempo completo, con uniforme y pantalones cortos, que podía pasar de tranquilo boy scout a asesino en masa en segundos. Como decía un folleto de la Dirección de Educación del Ejército británico en noviembre de 1942, «las cosas malas que ellos (los fascistas) representan son novedosas y dinámicas, mientras que las cosas excelentes por las que decimos que estamos luchando pueden parecer aburridas y poco estimulantes»(3).

La guerra fascista por antonomasia era la guerra del este, la lucha biológica por el espacio vital de Alemania y sus aliados. En esta guerra, la juventud europea tenía por delante una formidable «tarea de servicio y de milicia”, un endurecimiento creado por la guerra que debía crear “un sentido ascético de la vida… una mejor garantía de que el destino de Europa no desmayará, en manos de generaciones reblandecidas por la molicie y por el sensualismo» (4). Esa era la imagen fetiche del fascismo: jóvenes endurecidos por la lucha repartiendo estopa a los enemigos de la nación, es decir de la civilización, es decir plutócratas, progresistas, vegetarianos, judíos, comunistas, socialistas y degenerados en general. En Viena desfilaron representantes de esta juventud fascista en masa por última vez.

El fascismo fue heredero directo de la confusión y brutalización que creó la primera guerra mundial y fue un factor determinante en el desencadenamiento de la segunda. En realidad la segunda guerra puede ser vista como una fase de la evolución del fascismo europeo, la de radicalización y entropía que termina en el colapso final. En 1939 esta ideología rompió todos los diques y pudo expresarse sin restricciones. En la fórmula de Hitler, “la guerra hace posible solucionar los grandes problemas que no podrían ser resueltos en tiempos normales”.

En 1942 se podía decir que algunos de los problemas identificados por el fascismo habían sido resueltos de un plumazo. No solamente las grandes cuestiones de Alemania estaban en vías de solución (la obtención de espacio vital en el Este y cortar de raíz la degeneración de la raza, principalmente). La vieja Francia corrupta había sido derrotada y ahora estaba renaciendo una nueva y limpia Francia, desde el punto de vista de una proporción sorprendentemente elevada de franceses, y durante un tiempo, al menos hasta Stalingrado, muchos daneses, holandeses y belgas creyeron que podrían vivir y prosperar dentro de la Era Fascista.

“Nosotros los ingleses somos fuertes y viriles […] pero la máxima de «competir en precios para hacerse pronto rico» estaba comenzando a dañar esa fortaleza y virilidad. Productos accesorios de esa época pasada fueron un intelectualismo exagerado y una sensibilidad picante y sobreexcitada: demasiados cocktails, películas fascinantes, y un desfonde que se manifiesta en la deformación artística y en la vida bohemia. Todo esto eran resultados del mismo sistema que produjo las colas de los parados, los barrios sucios y miserables, la nutrición defectuosa y la «guerra de clases». Pero la guerra actual nos ha hecho retornar a las esencias vitales y, cuando se termine, construiremos en este país y en su Imperio, sobre las bases de nuestra nueva y dura economía, una hermosa civilización basada en las sencillas virtudes. En un sistema modernizado y bien trazado, en que la tierra y el pueblo ocupen el primer lugar, habrá trabajo suficiente para todos”.

El texto anterior es un buen resumen de las ideas del fascismo: virilidad, esencias vitales, sencillas virtudes–podría haberlo firmado Joseph Goebbels– pero fue publicado por el Gobierno británico en los tiempos del Congreso de la Juventud Europea (5). La tierra y el pueblo es una versión del Blut und Boden (Sangre y Suelo) nazi; en 1942 el fascismo, literalmente, estaba en el aire.

En el Este, partidos fascistas locales de nombres ominosos, como la Cruz del Trueno (Letonia), Cruz Flechada (Hungría), Lobo de Hierro (Lituania), Guardia de Hierro (Rumanía) mantuvieron relaciones diversas con el poder imperial alemán. En la Letonia y Lituania ocupadas, pudieron colaborar con el ocupante pero no conseguir poder político, lo mismo que en Rumanía el golpe de estado fascista fue abortado con el beneplácito de Berlín o en Hungría solo se permitió un gobierno fascista muy al final, con las fuerzas soviéticas a punto de cercar Budapest.

El fascismo se extendió por toda Europa gracias a la guerra, pero de ninguna manera fue una imposición del Imperio alemán a sus estados vasallos. En realidad fue más bien lo contrario. Desde el punto de vista alemán un potente partido fascista en un país sojuzgado era una fuente potencial de problemas. La situación varió mucho de país en país. En Eslovaquia gobernaba el país un partido nacionalista católico pseudofascista , el Partido Popular Eslovaco de Hlinka, que en general los alemanes no molestaron mucho. En Rumanía la Guardia de Hierro de Horia Sima fue destruida tras su intento de golpe de estado, con la aprobación del gobierno alemán, a pesar de su antisemitismo especialmente brutal. En Ucrania fue todavía peor. La Organización Nacionalista Ucraniana (OUN), declaradamente fascista, esperaba unirse a la lucha contra la Unión Soviética de la mano del nacionalsocialismo alemán. Tras proclamar la independencia de Ucrania, toda su dirigencia fue encarcelada en el campo de concentración berlinés de Sachsenhausen y no fue liberada hasta otoño de 1944, cuando los alemanes necesitaban toda la ayuda que pudieran reunir (aceptaron incluso la creación de un Ejército Ruso de Liberación).

El fascismo “nacional” se dio de bruces con el fascismo “imperial” alemán. La idea de una constelación de naciones europeas regidas por sus respectivos partidos fascistas actuando en pie de igualdad con Alemania era una contradicción absoluta. Nunca hubo una Commonwealth fascista. La versión original del fascismo, la italiana, tenía una visión más lógica del asunto y el propio Ciano, ministro de asuntos exteriores italiano, pudo señalar, con motivo de la creación de un Partido Fascista en Albania, “no es posible exportar el fascismo a un país y simultáneamente negarle el principio de nacionalidad que es la propia esencia de la doctrina fascista” (3). Ningún partido fascista del occidente europeo consiguió su sueño de gobernar su nación como aliado de pleno derecho del Imperio alemán.

En Francia lo único que querían los alemanes era orden y un buen funcionamiento de la administración pública bajo la autoridad del mariscal Pétain, y no estaban interesados en apoyar a ninguno de los diversos partidos fascistas que pululaban en Francia por aquella época, los dos principales bajo la dirección de los dos fhürerillos locales Marcel Déat (Unión Nacional Popular) y Jacques Doriot (Partido Popular Francés), que consideraban a Pétain demasiado blando, y eran apoyados por el embajador alemán, Otto Abetz, pero no por Berlín (6). En Bélgica, bajo administración militar alemana (lo que era una bendición en aquellas circunstancias) el movimiento Rex de Valonia y el Bloque Nacional Flamenco eran vigilados y tolerados, pero tampoco alentados excepto para proporcionar carne de cañón para el Este y lo mismo pasó con Anton Mussert (Movimiento Nacional-Socialista) en Holanda. Quisling (Unión Nacional) en Noruega fue el que llegó más lejos, al ser nombrado Presidente del país con derecho a entrevistarse con Hitler, pero el verdadero poder siguió siendo el Comisario del Reich Josef Terboven.

El Imperio alemán tenía otras prioridades: podía dar la bienvenida a voluntarios anticomunistas para luchar en el Este reclutados por los fascistas locales, pero no pensaba compartir un ápice del poder político. No fue sino al final, con la derrota a las puertas, cuando se alentó una especie de relación entre iguales entre los partidos fascistas europeos, a los que se consideró representantes legítimos de sus países, aunque muchos siguieron gobernando únicamente los hoteles del sur de Alemania donde establecieron sus “gobiernos en el exilio”. En Italia, la República Social Italiana estableció un régimen fascista radical, ya sin monarquía ni estorbos constitucionales de ninguna clase, en el norte del país, que duró un año y medio tras los sucesos de septiembre de 1943 en que, caso insólito (e inimaginable en Alemania), el Partido Nacional Fascista destituyó a su líder supremo.

En la mitad sur del país, el fascismo desapareció en cuestión de días: uniformes, retórica, ceremonias, ideas, todo se esfumó de repente como si no hubiera existido nunca. Lo mismo pasó en toda Europa, cuando en 1945 la breve edad del oro del fascismo llegó a su fin. Desde entonces, ha resurgido en determinados países en determinadas circunstancias de manera más o menos explícita. Es raro que un partido político europeo actual se declare heredero de los partidos fascistas de los tiempos de la guerra mundial, y los politólogos se devanan los sesos intentando determinar si el Frente Nacional francés o la Liga Norte italiana son partidos fascistas. En España el surgimiento de Vox a comienzos de 2019 provocó las mismas reflexiones.

1- Información en ABC y La Vanguardia del Congreso de la Juventud Europea, 13-17 de septiembre de 1942.

2- Robert Paxton: The anatomy of fascism. Penguin, 2004.

3- Richard Overy: Por qué ganaron los aliados. Tusquets, 2005 (ed. original 1995).

4- Editorial sobre el Congreso de las Juventud Europea – 15 de septiembre de 1942, La Vanguardia.

5- Henry Williamson, prólogo del panfleto La agricultura inglesa, de Sir E. John Russell, circa 1942 «La Gran Bretaña pictórica»

6- Mark Mazover: El imperio de Hitler. Ascenso y caída del Nuevo Orden europeo. Crítica, 2008.

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