La pendenciera Barcelona

trabajadoreselmundoesnuestroMi Revista, 1 de enero de 1938 – (BNE-Hemeroteca Digital)

 

Barcelona, per llei natural, havia d`ésser, com ho és, la capital de les terres catalanes.
Pau Vila: La fesomia geogràfica de Catalunya. Barcelona, 1937 (ed. de 1977)

 

El 25 de enero de 1939 La Vanguardia, Diario al servicio de la democracia, salió con un titular a toda página: «El Llobregat puede ser el Manzanares de Barcelona». Añadía un editorial: «Los barberos de Madrid, los gráficos de Madrid, tienen que encontrar sus paralelos en los barberos y los gráficos de Barcelona.» El 26 no hubo periódico, cosa insólita en la larga existencia del rotativo. El 27 salió a la calle La Vanguardia, Diario al servicio de España y del Generalísimo Franco, con un gran titular: «Barcelona para la España invicta de Franco». La numeración retrocedió casi 1.000 unidades, las correspondientes a la etapa republicana del periódico desde el 19 de julio de 1936. Según el periódico, «Espiritualmente, La Vanguardia dejó de publicarse a partir de aquella fecha». Los soldados nacionalistas pasearon por la ciudad asombrados por los enormes precios, el cosmopolitismo de la ciudad y la miseria reinante.

El domingo 19 de julio de 1936, a las cinco de la mañana, la guarnición de Barcelona había salido de sus acuartelamientos para ocupar la lista habitual de sedes del enemigo y centros de comunicaciones. En Barcelona era necesario ocupar la plaza de Catalunya, centro nervioso de la ciudad, el Palau de la Generalitat, centro simbólico y sede del poder separatista que gobernaba Cataluña por entonces, el gran edificio de la Teléfonica, casi tan grande como el de Madrid, la sede de la Consejería de Gobernación, etc.

Los guardias civiles, que estuvieron en julio de 1936 en una zona gris entre la gente militar (los facciosos) y la gente civil (los republicanos), en Barcelona se pusieron de parte del poder civil. También lo hicieron así, como se esperaba de ellos, los Guardias de Asalto. Los tradicionales enemigos de toda clase de guardias, civiles o de asalto, los anarquistas, se unieron a las fuerzas de orden público. Este improvisado ejército luchó contra el ejército de verdad durante todo el domingo y parte del lunes, en lo que fue la batalla ganada con más claridad por la República de toda la guerra.

Las columnas de soldados acercándose a los puntos claves de la capital no solamente no fueron recibidas con aplausos o al menos con resignación, como estaba sucediendo en tantas ciudades de España en ese momento, sino que empezaron a recibir disparos. Las barricadas surgieron por millares de manera instantánea, impidiendo el movimiento por la ciudad. Los soldados consiguieron ahuyentar los primeros ataques, sólo para recibirlos poco después con más fuerza. Poco a poco, los militares retrocedieron y fueron dispersados o cercados en algunos enclaves, que se rindieron en pocas horas. El mediodía del día 20 todo había terminado. Era la culminación de la impresionante historia de violencia revolucionaria de la capital de Cataluña durante el último cuarto de siglo, que había comenzado en 1909 con la Semana Trágica y terminaría en 1937 con los sucesos de mayo. Antes de la Semana Roja Barcelona había sufrido los picotazos del terrorismo anarquista, siendo el más famoso la bomba del Liceo de 1893 que mató a veinte personas. Pero en 1909 la plebe tomó el control de la ciudad.

El 18 de julio de 1909 un batallón de infantería atravesó las calles de Barcelona en dirección al puerto, donde embarcarían en grandes cajones de madera que los llevarían a los barcos y de allí a Melilla. La actitud de la tropa era la menos marcial que se puede imaginar. En primer lugar, estaban allí principalmente porque ninguno de ellos tenía los 2.000 reales necesarios para librarse del servicio. Además, eran reservistas, muchos de ellos con esposa y con hijos que alimentar. Su entrenamiento para una guerra de verdad era inexistente. Armados con el fusil Máuser modelo 1893, calzados con alpargatas y vestidos de rayadillo, formaban un triste elemento militar. Se sabían inferiores enviados a luchar contra otros inferiores, en beneficio de la plutocracia y de los militares profesionales. Cuando la plutocracia en persona apareció en el muelle, en la forma de la marquesa de Comillas y su colega la marquesa de Castellflorite, y comenzaron a repartir medallas piadosas y escapularios, el vaso de la indignación popular se colmó.

Ocho días después, el 26 de julio, la bestia se desató definitivamente y consiguió ocupar Barcelona durante unos días, que han quedado para la historia como la “Semana Trágica”, aunque los que la pusieron en marcha preferían recordarla como la Semana Roja e incluso la Semana Gloriosa. El 31 de julio todo había terminado, con una proporción de víctimas “colonial” de 1:25 entre la tropa (3) y los paisanos (75). Los sublevados incendiaron más de 100 edificios, en su mayoría propiedad de la Iglesia.

La destrucción no afectó a catedrales ni palacios arzobispales. Fueron quemadas escuelas, fundaciones obreras católicas, iglesias parroquiales  con sus escuelas y locales para círculos de obreros, orfanatos y asilos para  ancianos. La destrucción fue dirigida “hacia aquellas actividades clericales que directamente afectaban su vida[187]”. Eran edificios en los cuales los obreros y sus hijos recibía la única educación que se le ofrecía (las escuelas públicas y las libres eran muy escasas), asilo para los ancianos y los huérfanos, caridad en forma de ropa, alimentos y dinero. Los incendiarios destruyeron lo que ellos pensaban que era el gran obstáculo para el desarrollo de una educación universal, y una seguridad social, garantizadas por el estado como un derecho.

Otra cuestión estaba en el sistema educativo de la iglesia cuando se orientaba a los niños pobres o a los niños obreros (muchas veces llamados “obreritos” en obras de propaganda clerical). La iglesia no les permitía olvidar su condición de inferiores, aun concediendo que algún estudiante obrero con luces excepcionales pudiera llegar a catedrático. Los servicios educativos eclesiales, además, no eran gratuitos, lo que elevaba otra montaña de resentimiento.

Desde el punto de vista de las clases superiores, los sucesos de Barcelona parecían confirmar sus peores temores. La escoria urbana en conjunto, incluyendo obreros, desocupados, vendedores ambulantes, anarquistas, empleados de poco sueldo, menestrales, prostitutas, mendigos y socialistas,  era muy peligrosa. Intentando salvar (sin éxito) la imagen del honrado obrero español, el duro ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva, adujo que la sublevación había sido cosa de apaches, extranjeros, ladrones, prostitutas y anarquistas, “todos ellos sinónimos a su juicio ”.

En Barcelona no se había producido una algarada teledirigida por intereses políticos, como había ocurrido infinidad de veces en años precedentes. Aquello parecía un estallido genuino de ira popular, químicamente puro, asimilable a un fenómeno de la naturaleza, como una inundación o un incendio forestal. En años posteriores se hablaría muchas veces en esos términos, de la necesidad de “poner diques” a la “marea bolchevique”, ácrata o subversiva en general. Considerar a las clases peligrosas como una categoría análoga a un desprendimiento de piedras también facilitaba la tarea de disparar sobre ellas.

Según el informe del capitán general sobre los sucesos de Barcelona (30 de julio de 1909): “La cuarta compañía también se replegó al Ayuntamiento, ocupando […] las avenidas de la plaza de San Jaime, disolviendo  grupos que se presentaron en las calles de Fernando y Call y apoderándose de quince momias y algunos restos que conducían, procedentes de las Jerónimas . “ […] el general Brandeis relevó a la Guardia Civil, emplazó dos piezas de artillería frente a la calle de Taulat, y la barrió con una docena de disparos de granada y metralla. En la mayor parte de las casas se izó bandera blanca, quedando completamente tranquila la barriada”.

El chivo expiatorio elegido por el gobierno para hacer escarmiento, Francisco Ferrer, fue fusilado el 13 de octubre. Sus extraordinarias últimas palabras ante el pelotón de ejecución, elegido por sorteo, fueron “¡Viva la Escuela Moderna!”. Ferrer concentró en su persona todas las descalificaciones existentes en el arsenal de la gente de orden. En opinión de Rafael Salillas, el antropólogo criminal más respetado de España, Francisco Ferrer mostraba en su cráneo y en sus facciones innumerables señales que lo identificaban como un criminal nato. Unamuno (D. Miguel) lo conceptuó simplemente como “un imbécil”. La ira contra Ferrer reverberó en 1914 cuando gran parte de la opinión católica española aprobó la invasión alemana de la católica Bélgica como parte del castigo divino al país que había erigido un monumento al fundador de la Escuela Moderna (los alemanes lo destruyeron).

El Raval empezó a ser llamado Barrio Chino (Barri Xino) hacia 1920, aunque muy pocos chinos vivían en él. El nombre hacía alusión a los barrios pobres del centro de Los Ángeles (California) y probablemente también al auténtico Chinatown de San Francisco. Se suponía que todos estos lugares estaban atestados de fumaderos de opio y que eran focos de depravación. En castellano se acuñó un nuevo término (bajos fondos) para denominar estos nuevos espacios urbanos, de los cuales el de Barcelona era el más conspicuo. El Raval estaba atestado de viviendas diminutas e insalubres, en las que se hacinaban hasta extremos inverosímiles los inquilinos. La densidad de población de la zona multiplicaba por diez la media de la ciudad. Todas las enfermedades de la pobreza medraban allí: el glaucoma, el tifus, el cólera, la tuberculosis e incluso la peste bubónica .

Luego estaban los barrios proletarios, los barris, desde los más antiguos situados en la misma Barcelona (Poblenou, Poble Sec, Sants, la Barceloneta) a los nuevos surgidos hacia 1920 en las poblaciones del cinturón industrial (L’Hospitalet, Santa Coloma, Sant Andreu, Sant Adrià del Besós). En agudo contraste con el maravilloso Eixample (Ensanche), en ellos el urbanismo era muy precario, escaseando las aceras, los cimientos sólidos, la electricidad, el alcantarillado y el agua corriente. En ellos abundaban los inmigrantes, muchos de las provincias agrícolas catalanas pero también muchos castellanos, andaluces e incluso los terribles murcianos. El nacionalismo catalán, perdido en sus leyendas medievales de una Arcadia Catalana de raza pura, consideraba estos distritos con evidente suspicacia.

El anarquismo, por el contrario, medraba en ellos. Durante casi cuatro décadas, el anarquismo barcelonés consiguió crear una cultura propia casi completamente desconectada de la del resto del mundo, con sus propias reglas morales y  sociales, diversiones, creencias, policía y lugares sagrados. Durante ese tiempo los libertarios (no confundir con los liberales) libraron una guerra de baja intensidad contra la plutocracia.

Las ciudades eran lugares peligrosos, pero la más peligrosa de todas era Barcelona. Barcelona era la ciudad más grande de España, tenía una población obrera muy numerosa y contaba con el slum más densamente poblado por “clases peligrosas” de todo el país. Barcelona competía con Marruecos en la lista de grandes problemas nacionales. En realidad, se sospechaba que en ocasiones los elementos disolventes barceloneses y los rebeldes rifeños actuaban en comandita. En 1928 José Pemartín sugería a los que discutían los méritos de la Dictadura “ […] dense un paseo en automóvil por Yebala o Beni-Urriaguel, o simplemente pásense al caer la tarde por ciertas calles de Barcelona, por donde era más peligroso en 1920 pasear que por el mismo Rif .”

El 20 de julio de 1936 la sacudida revolucionaria trastocó completamente la ciudad. El paisaje urbano de Barcelona cambió, en apariencia de manera irreversible, aunque en realidad sería efímera. En apariencia, la ciudad estaba bajo el control de las milicias anarquistas, la primera vez que tal cosa ocurría en una gran capital europea. Hubo que retirar los mulos muertos de las Plaza de Cataluña (pertenecientes a las unidades militares derrotadas allí) y luego retirar una a una las barricadas, algunas muy aparatosas, que cruzaban muchas calles de la ciudad. Los revolucionarios triunfantes encontaron una ciudad llena de símbolos de la opresión, desde las iglesias al Hotel Ritz. Muchas iglesias fueron transformadas en garajes, almacenes o cuarteles y el famoso hotel convertido en el Hotel Gastronómico nº 1, encargado de servir menús populares a la chusma, conservando al parecer, en una de las leyendas de la guerra civil, los cubiertos de plata y la profesional cortesía de los camareros que habían servido antes a la plutocracia.

Los coches requisados recorrían la ciudad velozmente, repletos de milicianos armados. Las milicianas abundaban, otra insólita muestra visual de mujeres de correaje y fusil de cómo había cambiado el viejo orden. Todos los tranvías, autobuses y vehículos de cualquier clase estaban cubiertos de siglas y colores de las organizaciones proletarias, predominando el rojo y negro anarquista. Se asesinó a muchas personas de orden, mientras que todas las instituciones fueron puestas patas arriba. Las criadas y los quintos de la plaza de Cataluña fueron sustituidas por las mismas personas pero ejerciendo distintos papeles: “En la famosa plaza se ven constantemente grupos de milicianos y milicianas, y también acuden a ella las antiguas sirvientes, ahora obreras del hogar, para conversar con los nuevos soldados, que ya no sirven al rey, sino al Pueblo[188]…”. Poco a poco, la situación fue calmándose. “Se habla en Barcelona…, una sección de Mi Revista, decía a mediados de octubre: … de la normalidad ciudadana cada día más notable … de la cortedad y temor injustificado de algunas personas en renovar su vida normal … de la conveniencia, para la satisfacción de todos, que vaya desapareciendo la exhibición de armas en Barcelona … de que aún se ven muchas precauciones por las calles totalmente inútiles … de la tranquilidad que empieza a sentirse en muchas casas”.

El 23 de noviembre una inmensa multitud, más de medio millón de personas, acompañó el féretro de Buenaventura Durruti por la vía Layetana, renombrada Vía Durruti más tarde. Fue también el comienzo del fin del –más aparente que real– dominio anarquista, que fue doblegado definitivamente seis meses más tarde, en los sucesos de mayo, nuevamente con barricadas y tiroteos en la plaza de Cataluña y el edificio de la Telefónica. Antes la famosa plaza, verdadero escenario o plató al aire libre de la revolución y la guerra, había albergado una gran manifestación  en homenaje al Ejército Popular, que tuvo como principal atracción un monumento “de colosales proporciones”, la estatua de un miliciano con casco, fusil y correaje tan alto como un edificio de diez plantas. El 28 de octubre de 1938, Barcelona volvió a acoger otro gran espectáculo público, la despedida de las Brigadas Internacionales. Hubo muchas otras grandes manifestaciones y actos públicos, como el homenaje a Euzkadi en Montjuich. Después de todo, Barcelona era la única ciudad española que había albergado dos Exposiciones Internacionales. Todo aquello tuvo su remate con una misa de campaña monstruo que los nacionales organizaron en la Plaza de Cataluña a finales de enero de 1939.

 

[187] Joan Connelly Ullman: Arde Barcelona. Historia 16, nº 39, julio de 1979.
[188] Crónica, 3 de enero de 1937.

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