Los indios de la nación

luchafrenteextremenhoEstampas de la lucha en el frente extremeño. Una avanzadilla combatiendo al abrigo de un olivar. Crónica, 4 de octubre de 1936.

 

Os premio por vuestra audacia, por vuestro valor heróico, al abrir brecha en estas antiguas murallas, último baluarte del comunismo extremeño.

Arenga del teniente coronel Juan Yagüe en Badajoz a la quinta Bandera de la Legión.
Labor (Soria), 20 de agosto de 1936

 

El 5 de enero de 1939, el ejército republicano atacó en la parte del frente situada entre Badajoz y Córdoba, más o menos al norte de Peñarroya, localidad minera que dio su nombre a la ofensiva. Al principio todo fue bien, y los republicanos consiguieron avanzar algunas decenas de kilómetros, nada menos que en la dirección de Sevilla (a solo 100 km del punto máximo de avance) y ocupar algunos centenares de kilómetros cuadrados de territorio faccioso. Luego se cumplió el guión tan ensayado en la guerra de España: tras un prometedor avance inicial, el ejército popular se enzarzó con algunos puntos fuertes de resistencia nacionalistas, que aguantaron lo suficiente como para que el grueso del ejército franquista llegara al punto de peligro y volviera a dejar las cosas como estaban antes del ataque republicano. Así ocurrió aproximadamente, y la batalla ya estaba terminada el 4 de febrero. Lo de llegar a Sevilla parece ser que fue una fantasía del general Vicente Rojo, el jefe de estado mayor republicano, que por aquellos días ocupaba casi todo su tiempo en idear alguna manera de frenar el avance nacionalista por Cataluña. Tal vez Rojo pensó que era la última oportunidad de poner en práctica una versión de su famoso Plan P.

El Plan P –avance en Extremadura– fue la gran obsesión del Estado Mayor republicano durante toda la guerra. Su versión más completa, elaborada personalmente por el entonces coronel Rojo, establecía un avance rápido por la ribera sur del Guadiana más o menos desde Don Benito hasta Badajoz. Llegada la fuerza hasta la frontera portuguesa, parte usaría el río como trinchera para detener la contraofensiva franquista desde el norte y otra parte avanzaría hacia el sur, en dirección a Sevilla. La zona facciosa quedaría cortada en dos, y después el cielo era el límite; tal  vez incluso una victoria de la República. Este verdadero cuento de la lechera estratégico incluía el uso de fuerzas motorizadas para hacer una especie de versión Ejército Popular de la blitzkrieg nazi.

En el mapa, la operación parecía muy tentadora. Los republicanos ocupaban  en Extremadura un triángulo cuyo vértice apuntaba amenazadoramente a Mérida, a una veintena de kilómetros, y más allá a Badajoz, a solo 85 kilómetros en línea recta y ya en la frontera de Portugal. El hecho de que el Portugal de Salazar y su Estado Novo fuera profascista y gran amigo del régimen de Franco se pensaba solucionar con el envío de observadores internacionales que vetaran en el país vecino cualquier trasiego de armas y militares a favor de los nacionalistas[189].

Un elemento muy importante del plan P era la importante ayuda que se esperaba recibir de la población civil de las zonas a ocupar. Esta ayuda habría sido difícil de imaginar en un ataque al valle del Duero, y no digamos a Navarra. Pero Extremadura, y especialmente la provincia de Badajoz donde se iba a desarrollar la ofensiva, era muy distinta.

Si la pintura de Andalucía era paradójicamente sombría bajo un intenso cielo azul, la de Extremadura iba bastante más allá en la desesperación. La región carecía de grandes ciudades o de amplios núcleos de riqueza agrícola como la Baja Andalucía. Su imagen era la de una extensión infinita de dehesas, pastos y encinares, con algunas parcelillas mal cultivadas entre medias y pueblos grandes y adustos gobernados con mano de hierro por los caciques locales. En opinión de Fermín Caballero, los extremeños eran en resumen “los indios de la nación”, y su situación social y ecológica completamente colonial, dependiente tanto de los caprichos del amo como los de la naturaleza. La miseria de los obreros agrícolas –cientos de millares de personas que sólo podían trabajar y alimentar corrientemente a sus familias unos pocos meses al año– se aliviaba en parte con comedores de caridad: la situación era de “catástrofe natural[190] ” permanente.

Parte de la culpa la tenía la Naturaleza. Sólo algunas comarcas tenían buena tierra llana y cercana al agua, como la Tierra de Barros o las Vegas del Guadiana, ambas coincidentes con el fondo del ancho valle del río. El resto se podía describir como una enorme extensión de sierras de poca altura y valles ondulados, todo ello sembrado de rocas, meños y peñascos de granito. Extremadura contaba con una joya que se tardó en reconocer: dehesas de encina, paisajes creados por la cultura que combinaban lo mejor del bosque –amortiguación de temperaturas extremas, sombra, blandura, retención de la lluvia– con lo mejor del pasto abierto –gran producción anual de materia vegetal, tan rápida que casi parecía violenta. El pasto y las bellotas producidas por la encina eran la base de un imperio ganadero, centrado en las ovejas y los cerdos. Las dos joyas de la corona eran el cerdo ibérico, un rústico gorrino de color negro y la oveja merina, un animal aristocrático, cubierto de espeso vellón seleccionado durante muchas generaciones para afinar las gruesas hebras de la lana de los carneros salvajes.

Extremadura estaba muy mal comunicada con el resto del mundo. En 1936 había sólo tres líneas de ferrocarril en toda la región, una de las cuales permitía el enlace casi directo con Madrid. El puerto de mar más próximo estaba a 120 kilómetros de distancia del límite de la región, en Huelva. La vía de la Plata, de origen romano, cruzaba toda Extremadura de norte a sur. Junto con el enlace ferroviario con Lisboa, eso era todo. El ferrocarril era importante porque junto con personas y mercancías transportaba las ideas modernas.

Navalmoral de la Mata era uno de estos pueblos con estación de ferrocarril, de la línea Madrid-Cáceres. En 1936 tenía 6.000 habitantes, de los cuales más de 1.000 eran obreros o yunteros, sin tierras en propiedad y afiliados en gran número a la CNT o la UGT. Los yunteros tenían una pareja de mulas y un carro, como el que hoy tiene una furgoneta. La clase de los labradores medianos con suficiente tierra como para vivir dignamente, ellos y su familias, escaseaba alarmantemente. Siendo esta clase la base de la paz social en los pueblos, la paz social brillaba por su ausencia en Navalmoral. En el otro lado estaban un puñado de terratenientes, con fincas que se tardaban horas en recorrerlas a caballo. En Navalmoral la más escandalosa era la del tercer marqués de Comillas, Juan Antonio Güell y López. Los grandes propietarios eran los hombres poderosos de la localidad y su fuerza había sido indiscutida durante muchas generaciones. Pero ahora había otro poder en la localidad: las organizaciones obreras, y en Extremadura eso quería decir principalmente la CNT.

En Navalmoral no se llegó a la ocupación del pueblo, con declaración del comunismo libertario desde el balcón del Ayuntamiento, como ocurrió en otras localidades en Andalucía o en Aragón. Fue más bien una guerra sorda y continua entre las organizaciones obreras y los propietarios. Los grandes propietarios de la tierra nunca se preocuparon de crear adhesiones entre la plebe; con los obreros no organizados actuaban con displicencia y pagaban mal. Las organizaciones obreras, por su parte, negaban el pan y la sal a los trabajadores «libres». El resultado final era una afiliación masiva a los organismos obreros, pues el no afiliado corría el peligro de no trabajar ni comer[191]. Los propietarios, por su parte, no consideraban interlocutores válidos a los representantes de los trabajadores. Para ellos no eran más que chusma, envenenada por ideas disolventes.

Todo este conflicto sordo fue puesto al aire con la llegada de la República. El gobernador civil dedicaba la mayor parte de su tiempo a mediar en irresolubles conflictos entre desposeídos y poseedores del único bien que contaba, la tierra, pues en Extremadura no había industria digna de ese nombre. Los de abajo tenían un repertorio de actuaciones para dominar de manera más o menos simbólica la tierra que les había sido robada por los grandes propietarios. Se podía entrar para practicar la caza furtiva, que era algo que había hecho desde siempre y que no tenía apenas perfil político. Las siguientes acciones requerían cierta organización. La más sencilla era entrar en las fincas y llevarse unas cuantas cargas de leña en el carro. Si era tiempo de montanera, la carga podía ser de bellotas, que valían más. Estas acciones se ejecutaban a veces de manera masiva. Por fin llegaba el momento del gran acto político: ocupar la finca y empezar a labrarla. Aquí ya tenía que intervenir la Guardia Civil irremediablemente.

Hubo dos oleadas de ocupaciones de fincas, en 1932 y en 1936. El problema era que la población extremeña crecía sostenidamente desde principios de siglo, y que la extensión de terreno cultivado había crecido también desde esa fecha, incluso a un ritmo más rápido que la población, pues  aproximadamente un millón de hectáreas (la cuarta parte de toda Extremadura) había sido roturada. Los encinares se clareaban, se convertían en dehesas y parte de las dehesas se labraba. Los campesinos sin tierras, yunteros o sin yuntas, tenían trabajo, y los propietarios prosperaban. Hacia 1930 el proceso de rompimiento progresivo de tierras se detuvo, y comenzó a retroceder. Esto era posible gracias a las propiedades únicas de la dehesa, uno de los pocos ecosistemas agrarios reversibles. Las tierras roturadas dejaron de recibir el arado y se convirtieron en pastos. En los pastos pacían ganados que necesitaban muy poca mano de obra, aunque sí especializada, en los puestos de rabadán y pastor. Con la ayuda de unos cuantos zagales, niños de entre ocho y catorce años que deberían estar en la escuela pero que trabajaban duramente, unos pocos hombres podían manejar fincas ganaderas muy extensas.

En el fin de las roturaciones parece ser que se juntaron el hambre con las ganas de comer. Los precios agrícolas cayeron con la Gran Depresión, y en España la gigantesca cosecha de trigo de 1932 los tiró por los suelos. La República, en su tarea incesante de crearse enemigos poderosos, había pisado el callo de los grandes propietarios con su amenazador proyecto de Reforma Agraria ya desde mayo de 1931, recién proclamada. Los propietarios extremeños eran muy influyentes en la asociación de terratenientes que luchó con uñas y dientes contra la Reforma. En un clima así, resultaba lógico replegar velas y retirarse al ganado, actividad que requería pocos gastos. Había incluso un argumento conservacionista, que fue convenientemente esgrimido: los suelos delgados sobre pizarra tan típicos de Extremadura corrían grave peligro de desaparecer tras unas cuantas labranzas, dejando tan sólo la roca desnuda debajo. El ganado, por el contrario, si es bien llevado, crea un pasto cada vez más rico y fino. El no va más de estos pastos, que cuesta años crear y que luego son tan fáciles de destruir, es el majadal, que ocupaba las zonas más jugosas de las fincas ganaderas.

En 1932 las ocupaciones de fincas se intentaron legalizar por el gobierno mediante una ley urgente de intensificación de cultivos (que sólo se aplicaba a la provincia de Badajoz), que autorizaba a poner en cultivo las fincas que, pudiendo ser labradas, no lo estaban. Al final todo quedó en agua de borrajas, con los yunteros más descontentos que antes y los propietarios suspirando más que nunca por la disciplina y la paz social. Tras los años de gobiernos de derechas, que prácticamente ahogaron la reforma agraria, llegó la primavera de 1936, tras la victoria electoral del Frente Popular. La segunda oleada de ocupaciones fue más determinante que la primera: esta vez los yunteros habían llegado para quedarse. Aunque ya era algo tarde para hacer una labor agrícola en debida forma, se rompieron muchas tierras, entre ellas algunos valiosos e irreemplazables majadales. Esta vez la reacción de las clases propietarias fue contundente.

Los facciosos ocuparon parte del norte de Extremadura ya desde los primeros momentos, incluyendo la importante plaza de Cáceres. Por el sur, empero, hubo que esperar un par de semanas para ver aparecer las primeras fuerzas procedentes de Sevilla, que necesitaban atravesar Extremadura de camino hacia Madrid. Los oficiales que mandaban la fuerza que subía por la carretera de Sevilla a Mérida sabían que estaban atravesando un territorio hostil, situado más o menos a medio camino entre Castilblanco y Casas Viejas. Era necesario escarmentar a los indígenas sin ninguna vacilación, matando a una buena proporción de ellos en cada pueblo que atravesaba la columna.

Los tres comandantes de las columnas y su jefe (Juan Yagüe) eran hombres de algo más de cuarenta años de edad, con el empleo militar de comandante o de teniente coronel, y con larga experiencia en la práctica de la guerra colonial. Todos habían entrado en la Academia Militar hacia los 15 años de edad y el Ejército era todo su mundo. Después de la guerra, todos alcanzaron el grado de teniente general, la máxima jerarquía del Ejército español (menos uno, que tuvo la ocurrencia de conspirar contra Franco y se quedó en general a secas), dos fueron nombrados ministros y otro llegó a capitán general. El quinto hombre importante de la fuerza que subía hacia Mérida era su jefe supremo, Francisco Franco, que tenía la misma edad y había seguido exactamente la misma carrera que sus subordinados pero con más éxito, pues él ya era general. Durante la guerra fue nombrado Generalísimo, un cargo militar a la medida que compartía con Jian Jeshi en China y con Leónidas Trujillo en la República Dominicana.

Unas pocas fotos que han quedado de lo que pasó en Llerena, Badajoz, los primeros días de agosto, muestran a varias docenas de hombres vestidos con las ropas ajadas y la gran gorra características de las clases proletarias mientras son atados unos con otros con cuerdas en las muñecas y finalmente organizados en varias hileras delante de un pelotón bastante confuso de hombres armados. También se conservan algunas fotografías de cadáveres tirados en las calles en Badajoz capital. No hay apenas testimonios gráficos, pero lo cierto es que la cifra de muertos en la provincia por los facciosos no cesa de crecer a cada nueva investigación. Si en toda España se hubiera matado como en Badajoz, el total de muertos de la represión habría alcanzado la cifra de medio millón de personas.

 

[189] Juan Miguel Campanario: Los proyectos fallidos del Ejército Popular de la República para dividir en dos la zona ocupada por el enemigo: El Plan P del general Vicente Rojo. http://www.uah.es/otrosweb/jmc (Versión: Enero de 2005)
[190] Martín Baumeister: Campesinos sin tierra. Superviviencia y resistencia en Extremadura (1880-1923).
[191] Sergio Riesco Roche: LA LUCHA POR LA TIERRA: REFORMISMO AGRARIO Y CUESTIÓN YUNTERA EN LA PROVINCIA DE CÁCERES (1907-1940) (MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR) UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID, FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA Departamento de Historia Contemporánea. Madrid, 2005

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