El peligroso sufragio universal

azanhaCrónica, 25 de abril de 1937

 

Es lo cierto que el sufragio universal, que siempre dio resultados funestos,
en manos de la República ha superado a todo lo imaginable.

Ante las futuras Cortes, por el Conde de Torre Isabel
La Época, 13 de febrero de 1936

 

Cerca de las once de la noche del 1 de febrero de 1939, en las cuadras semisubterráneas del castillo de Sant Ferran de Figueres, 62 semicongelados diputados de las Cortes de la República se reunieron para su última sesión, que consistió en poco más que la amarga constatación pública de que todo había terminado. La hora y el lugar respondían a la necesidad de protegerse de los sañudos bombardeos de la aviación nacionalista, que por entonces dominaba el cielo del norte de Cataluña a su antojo. Los días siguientes los diputados pasaron a Francia, a unos 25 km de distancia. Eran una fracción muy reducida de los casi 473 diputados elegidos para las Cortes en febrero de 1936, de los que casi 300 lo habían sido por el Frente Popular.

De todas las innumerables bifurcaciones que condujeron a la guerra civil, la victoria electoral del Frente Popular el 16 de febrero de 1936 fue la definitiva, sólo superada por el hecho mismo de la declaración de la propia guerra por los militares. Voto a voto, la victoria fue muy raspada, pero eso era lo menos importante. Lo fundamental era que la gran pesadilla, el acceso al poder del populacho por la vía electoral, se había consumado.

El sufragio universal (el derecho a votar para los varones mayores de 25 años) se había establecido en 1890 en España, 27 años antes que lo hiciera Gran Bretaña. En el debate parlamentario correspondiente, Antonio Cánovas expresó crudamente su rechazo. El argumento de Cánovas era el siguiente: el sufragio universal aplicado con honradez podía llevar fácilmente al gobierno de los inferiores, es decir, al fin de la civilización. Era pues necesario amañarlo; con lo que resultaba más sencillo no implantarlo legalmente. El pacto entre caballeros de las dos alas del partido de orden, la conservadora y la liberal, guiadas respectivamente por Cánovas y Sagasta, funcionó bastante bien durante décadas, dejando muy lejos del poder a la chusma, es decir, republicanos y socialistas. D. Antonio (Cánovas) fue asesinado en 1897 y D. Práxedes (Sagasta) murió en 1903. Mantener fuera de las bancas de parlamento a los indeseables se convirtió en una tarea cada vez más difícil.

En 1907 Antonio Maura decidió dar un paso más para civilizar España. Planteó una nueva ley electoral menos propensa al fraude, donde las disputas por las actas se tendrían de dirimir en el Tribunal Supremo. La ley pasó tras un debate parlamentario muy animado, donde un diputado republicano hizo troncharse de risa a sus señorías cuando propuso la extensión del derecho al voto a las mujeres. Un representante del Partido Conservador proclamó que su formación política “no tenía ningún miedo” del sufragio universal. Pero en privado, todos los primates de los dos grandes partidos que se turnaban en el poder eran conscientes de lo que Sánchez de Toca (conservador) llamó las “deficiencias de nuestro cuerpo electoral [192]”, el cual, carente de sólidas virtudes cívicas, era considerado como presa fácil de la demagogia revolucionaria si era dejado en libertad.

Entre 1907 y 1923, los ciudadanos fueron convocados siete veces a las urnas para renovar el parlamento. El país estaba dividido en unas 400 circunscripciones electorales, la mayoría de las cuales elegía un solo diputado por voto mayoritario. La tarea del Ministerio de la Gobernación ante las elecciones consistía principalmente en reducir al mínimo la presencia de diputados antisistema (representantes de las clases inferiores) en la carrera de San Jerónimo, lo que quería decir generalmente republicanos y sobre todo socialistas. Los anarquistas rechazaban por principio lo que llamaban “la farsa electoral”, pero sus votos podían ser decisivos en determinadas circunstancias, como lo fueron varias veces en Cataluña. Existían varios mecanismos para conseguir los resultados correctos, que reducían el fraude descarado y la actuación de la partida de la porra a aquellos pocos casos en que no había más remedio.

En primer lugar, los votos se compraban (un precio medio solía ser un duro, un pan, un chorizo o una frasca de vino) o bien se poseían en propiedad. Por ejemplo, “El distrito de Amurrio, en Álava, es propiedad de la familia Urquijo y se transmite de padre a hijo [193]”. La influencia de la Iglesia podía ser determinante en amplias zonas rurales de Navarra y el País Vasco. En estos pueblos no era raro una razón de solo 35 vecinos por párroco, lo que permitía al sacerdote un control muy estrecho del comportamiento electoral de sus feligreses.

El artículo 29 de la ley electoral de 1907, una de las reformas de Maura, establecía la proclamación automática de los candidatos, sin necesidad de celebrar elecciones, cuando su número coincidía con el de las actas en disputa. Entre un tercio y una cuarta parte de los diputados obtenían su acta por este procedimiento. Este procedimiento no siempre favorecía al gobierno. Por ejemplo, Indalecio Prieto fue elegido diputado socialista en Bilbao, en 1923, sin oposición. Pero en la gran mayoría de los casos el candidato proclamado era el candidato de la gente de orden, pues simplemente no había organización  política de ninguna clase capaz de presentar un candidato alternativo. Casos extremos fueron los distritos de La Cañiza (Pontevedra) y Ciudad Rodrigo (Salamanca), donde no se celebró una sola elección de las siete convocadas entre 1910 y 1923. Como media, la mitad de las actas de diputado correspondientes a Galicia en ese período fueron adjudicadas sin necesidad de que nadie depositara una sola papeleta en una urna. La cifra para España en conjunto era sólo algo inferior[194].

Había más de 50 distritos donde cuatro al menos de las siete elecciones convocadas no se celebraron, lo que indica un extraordinario grado de control del comportamiento de la población (y de “despolitización” de la misma) por parte de los caciques locales. Su distribución en el mapa coincide aproximadamente con las zonas de mayor altitud, alejadas de la costa y de las áreas urbanas e industriales, salvo en Galicia. Pobre y rural era el distrito favorito del que quería obtener un acta segura de diputado. Por el contrario, las ciudades, coincidentes muchas veces con áreas industriales y zonas de agricultura rica, elegían muchos menos diputados en relación a su población, y sus actas se solían disputar ferozmente, lo que daba alguna posibilidad a los indeseables de conseguirlas.

El control electoral desde el Ministerio de la Gobernación funcionaba por lo tanto muy bien en el campo, pero no tan bien en las ciudades, donde republicanos e incluso socialistas podían obtener escaños con cierta facilidad. Pablo Iglesias fue el primer socialista en conseguirlo, en 1910. El Gobierno era consciente de que –como revelan recientes investigaciones– la expresión de los genes anticonvencionales es reprimida en el medio ambiente rural, pero no así en el urbano (de donde la expresión alemana Stadt luft macht frei). Por esta razón, tradicionalmente ha costado cuatro o cinco veces más votos conseguir un diputado en las circunscipciones electorales urbanas que en las rurales. El campo funcionaba como un inmenso oscilador electoral orientado hacia la derecha, lo que da cierto valor añadido a las victorias electorales de la izquierda aquella época.

Todo el sistema funcionaba multiplicando la representación parlamentaria de la gente campesina, de la Agricultura en general, y reduciendo en lo posible la correspondiente a la gente más urbana de la Industria y los Servicios. El votante ideal era el labrador temeroso de Dios, propietario de algunas tierras y poco amigo de aventuras políticas ni de alteraciones bruscas del statu quo. El votante pesadilla era el trabajador politizado y sin propiedades, repleto de reivindicaciones y con poco o nada que perder. El sistema electoral redujo el peso de este tipo de voto en lo posible, pero aun así fue creciendo paulatinamente durante el primer tercio del siglo XX, hasta que no quedo más remedio que admitir que podría llegar a producir una mayoría parlamentaria algún día, como ocurrió en Gran Bretaña cuando el laborismo llegó al poder en 1923. En España, el que llegó al poder ese año fue el general Primo de Rivera.

Ocho años después, las elecciones municipales no solamente proclamaron miles de candidatos republicanos, sino que provocaron la caída de la monarquía. Resultó que la política había seguido hirviendo a todo vapor bajo la tapadera de la Dictadura, sin opción a evolucionar: tuvo que dar un salto brusco en cuanto se la dejó en libertad. El gobierno republicano que ganó las siguientes elecciones era, gracia a Dios, de clase media y los socialistas andaban en él muy ocupados proponiendo leyes de protección del trabajador, la reforma agraria previo pago de las tierras expropiadas y otras leyes progresistas pero de poco peligro. La siguiente convocatoria electoral la ganaron las derechas y el centro, o mejor dicho el Partido Radical de D. Alejandro (Lerroux). Las siguientes fueron las del Frente Popular, las últimas antes de la guerra. Todas estas elecciones fueron disputadas ferozmente (incluso descontando la violencia física que desencadenaban), con campañas masivas, millones de carteles y pasquines, mítines monstruo e incluso el empleo de aviones para mover a los candidatos por su extenso país. No podía haber nada más alejado de los tranquilos tiempos en que las elecciones se decidían «encasillando» diputados de buena familia en los despachos del Ministerio de la Gobernación.

 

[192] MORGAN C, HALL: Alfonso XIII y el ocaso de la monarquía liberal (1902-1923), Alianza- Madrid, (2005)
[193] JAVIER TUSELL GÓMEZ: Para la sociología política de la España contemporánea: el impacto de la ley de 1907 en el comportamiento electoral. Consejo Superior de Investigaciones Científicas – Instituto Jerónimo Zurita- Madrid. Hispania-116. (1970)
[194] Javier Tusell Gómez: Para la sociología política…

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