Delegación Provincial de Abastecimientos
Reparto de huevos
Mañana, miércoles, empezará un reparto a la población civil madrileña a razón de un huevo por persona inscrita en cartilla, distribuyéndose de la siguiente forma: día 20, distritos de Chamberí, Buenavista y Congreso; día 21, Hospital, Inclusa y Latina; día 22, Palacio, Universidad, Centro y Hospicio.
ABC (Madrid), 19 de marzo de 1940
A juzgar por los anuncios de las delegaciones de abastecimientos, la distribución de alimentos se hacía de manera casi homeopática. Las patatas se repartían en raciones de medio kilo, los garbanzos y otras legumbres en paquetes de cien gramos, y la carne y el tocino en porciones de cincuenta gramos o menos, como los huevos, material escaso y muy apreciado, que se distribuían, cuando los había, a razón de uno por persona. Estas eran las cifras oficiales del racionamiento, mientras que en el mercado negro se podía conseguir cualquier delicatessen en cualquier cantidad si se tenía el dinero suficiente.
Sugerencias de cocina vegetariana en el número de julio de 1941 de «Y», Revista para la mujer, órgano de difusión de la Sección Femenina de FET y de las JONS. (Biblioteca Nacional). (click en la imagen para ampliar)
Desde 1905, cuando el clima se volvió loco en la mitad sur de la Península, no se había registrado en España ningún año del hambre. Las razones de la plaga del hambre que ocupó como preocupación fundamental toda la primera década del franquismo fueron las guerras y sus consecuencias asociadas. Los primeros brotes surgieron en Madrid, en el invierno de 1936-1937. En un año el hambre se extendió a toda la zona republicana. En el verano de 1939 la penuria ya era generalizada en toda España.
El hambre republicana se podía explicar por la dislocación del país, pues las zonas más productoras de trigo y alimentos en general estaban en manos nacionalistas. Después de acabar la guerra esta dislocación desapareció, pero fue entonces cuando comenzó el hambre de verdad. Los 25 millones de habitantes de España disponían en teoría de dos hectáreas de terreno para cada uno para conseguir comida, pero eso parecía que no bastaba. En realidad, siempre había hecho falta importar cantidades significativas de comida, especialmente de alimentos concentrados, como el bacalao, los huevos y las legumbres. Casi la mitad de la energía recibida de los alimentos, empero, procedía de los cereales. El pan (de trigo, maíz, centeno o incluso con avena y cebada) seguía siendo la base de todo. En años pasados, el país solía ser autosuficiente en materia de cereales, o en todo caso importar un porcentaje pequeño si no se cubría el cupo de las necesidades nacionales con la producción interna.
Nota informativa sobre la distribución de azúcar en El Pensamiento Alavés, 13 de diciembre de 1939. (Biblioteca Nacional)
Pero en el verano de 1939 ya se pudo ver claramente que la producción de cereales, trigo mayormente, se había derrumbado comparada con los niveles de antes de la guerra. Había entre una cuarta y una tercera parte de grano disponible menos del que debería haber. La solución habría sido importar masivas cantidades de trigo barato procedentes de Ucrania o Canadá, pero el mundo entero entró progresivamente en guerra y los canales planetarios de transporte de alimento fueron los primeros en verse seriamente afectados. Reino Unido era el principal país importador de alimentos del mundo (si el grado de autosuficiencia de España era de un 90%, el de Gran Bretaña no llegaba al 20%) y pasó grandes apuros para mantener abiertos los canales de transmisión de trigo, mantequilla, tocino, carne, legumbres y un sinfín de alimentos más procedentes de todo el mundo.
España vio reducida mucho más su capacidad de importación de comida, así como de las herramientas necesarias para producirla, como fertilizantes, maquinaria agrícola y combustible para moverla. La producción nacional de estos elementos era muy pequeña. El caso es que durante años el ecosistema español tuvo que funcionar de manera autónoma, con entradas y salidas de materiales minúsculas comparadas con las de antes de la guerra (1930 siguió siendo el año cumbre de la prosperidad y el intercambio de mercancías hasta 1950 y después). Así pues, con 25 millones de hectáreas labradas y la otra mitad explotadas de diversas formas, a base de mulas y bueyes, estiércol y azadones, hubo que intentar alimentar a una población de 25 millones de personas que crecía a razón de un cuarto de millón de almas al año. La huella ecológica de los españoles por entonces era de aproximadamente dos hectáreas por persona. El consumo de energía eléctrica no subía de los 100 kWh por persona y año, y el de petróleo era de unos 15 kilos anuales por habitante. La única fuente de energía fósil disponible en cierta abundancia era el carbón asturiano, pero no se podía usar directamente en la agricultura. La lluvia y el sol tenían que proporcionar la energía necesaria, casi no había nada más.
Un barco cargado con 2.737 toneladas de trigo es noticia en El Pensamiento Alavés de 15 de marzo de 1940 (Biblioteca Nacional). Téngase en cuenta que el país consumía aproximadamente 12.000 toneladas de trigo al día.
Producir la comida no bastaba, era necesario llevarla a las tiendas. Los ferrocarriles trabajaron por encima de su capacidad para llevar de un lado a otro vagones de alimentos, secundados por unas no muy abundantes flotas de camiones, movidos a base de leña gracias al ingenioso invento del gasógeno. Por fin, una miríada de carros de mulas y caballerías movía la comida en su último escalón. Los dependientes de Casa Rogu, establecimiento de ultramarinos en la calle Barcelona esquina con Cádiz, enfrente de La Piconera, famoso por ser el bar más grande del mundo debido a su situación única en el callejero de Madrid, recordaban sus cotidianas expediciones a la estación del Norte en busca de su cupo de patatas, que llevaban a la tienda y distribuían a sus parroquianos previo corte del cupón correspondiente.
Esa parte era muy importante. El Estado adjudicaba a cada español una cartilla de racionamiento, que en la práctica eran varias para diversos productos. La cartilla daba derecho a comprar determinadas cantidades de comida en determinados períodos de tiempo, lo que se controlaba cortando o marcando cupones. Ya sólo hacía falta que el poseedor de la cartilla tuviera dinero para pagarla y el establecimiento algo que ofrecer. Varios concursos públicos se hicieron para comprar e imprimir los muchos millones de cartulinas necesarias. Las cartillas se repartieron, asociadas por un lado al establecimiento que distribuía los productos y por otro a sus parroquianos asignados, como si fueran miembros de un club. A continuación se legisló prohibiendo las colas, inútiles, dice el texto del decreto, puesto que todo estaba ya perfectamente organizado.
En la práctica, los ciudadanos andaban todo el día al acecho de cualquier oportunidad de agenciarse comida en el mercado, tanto legal como ilegal. Algunos repartos de comida se anunciaban en los periódicos. Pero en general funcionaba una red de transmisión de información casi instantánea acerca de las novedades en el mermado mercado de distribución de alimentos. Muchas personas llevaban siempre una gran cartera bajo el brazo o en bandolera, con la esperanza de poder llenarla con alguna oportunidad de conseguir comida.
El sistema para dar de comer a todo el mundo tenía un enfoque teórico y otro práctico. En teoría, el Estado era capaz de saber en todo momento las existencias de alimentos en todo el país, productor tras productor, más los sacos almacenados en los puertos de importaciones argentinas o mexicanas, menos las exportaciones (algo que en los años del hambre se intentaba ocultar). Estas cantidades se sumaban y restaban laboriosamente en la Comisaría de Abastecimientos y Transportes hasta obtener los totales disponibles, que a continuación se dividían entre las bocas a alimentar. El Estado compraba la comida a los agricultores a precio oficial y la vendía en establecimientos controlados por él a precio igualmente oficial, limitando las cantidades por familia gracias a las cartillas de racionamiento. Sucesivas Juntas y Comisarías de Abastos a nivel nacional, provincial y local se encargaban de reproducir en diferentes escalas el sistema general.
En la práctica, el Estado controlaba sólo parte de la producción y de venta de alimentos, al parecer ni siquiera la mayor parte, lo que alentó un floreciente mercado paralelo de subsistencias en el que estaba implicada toda la población sin excepciones. Se vendía comida por las calles como muchos años después se venderían drogas ilegales, más o menos con la misma estructura de grandes traficantes inmensamente ricos y escalas descendentes de comisionistas y camellos. Pero todo el mundo participaba de un modo u otro, pues todo el mundo necesitaba comer. Siendo todo este tráfico ilegal, toda la población era criminal en potencia y estaba expuesta a la arbitrariedad de dureza o blandura en la represión del mercado negro que pusiera en cada momento la autoridad local, a su vez en estrecho contacto orgánico con el gobernador civil y éste con el Ministerio de la Gobernación.
La compra cotidiana reforzó aquellas características de negociación y regateo que había ido perdiendo gracias a las tiendas de precio fijo y a la estandarización de calidades en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y de la República. Una vez obtenido el racionamiento legal (algo que exigía habilidad en detectar aquellas tiendas que tenían algo interesante que ofrecer), el ama de casa tenía la obligación de complementarlo con la obtención ilegal de alimentos. Igual que en tiempos paleolíticos, la mujer llevaba toda la carga del abastecimiento menudo diario, que implicaba considerable astucia para comprar, vender e intercambiar alimentos, mientras que los maridos se especializaban en presas mayores y esporádicas, “organizando” de vez en cuando un saco de harina o de garbanzos. Las cartas de los novios de la época solían comenzar con requiebros, pero terminaban casi siempre con detalladas descripciones de las posibilidades de obtener aceite o azúcar en sus localidades de residencia.
Asuntos: Alimentos
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