Pocas palabras sonaban tan mal en tiempos del franquismo como “nacionalismo”, y el término “nacionalismo español” estaba directamente proscrito. Los nacionalistas eran los otros, tanto en el extranjero (turcos y paraguayos, por ejemplo) como en el interior (como el reprobable nacionalismo euskádico). El nacionalismo era considerado por el fascismo español como una sandez, al basar toda una ideología sobre un accidente físico, un territorio, unas fronteras, una raza, una lengua, etc. El nacionalismo sin ismo español era una cosa muy distinta: pertenecía a un orden espiritual muy superior: era una Comunidad nacional “verdadera en sí misma” (el concepto de Comunidad nacional (Volksgemeinschaft) también lo usó el partido nacional-socialista alemán). Yendo por este sendero delirante se acuñaron frases muy buenas, como la muy célebre “España es una unidad de destino en lo universal”. Al final, lo que quedó fue un nacionalismo clásico de país con pocos recursos. Desde el punto de vista operativo, se certificó la unidad política inatacable de la patria, sólida, única e indivisible (como la República francesa). El nacionalismo español tenía una gran ventaja sobre el alemán: no tenía nada que demostrar, ningún plan de dominación mundial. España (o al menos su versión en el siglo XVI) ya había sido el mayor imperio del mundo. El nacionalismo español podía dormir tranquilo, y nunca hubo uno menos agresivo con el mundo de alrededor (solo se recuerda un acto de chulería internacional, la ocupación de Tánger en 1940, que duró hasta 1945).
El imperio español al completo en 1962, desde la isla de Annobón en el golfo de Guinea hasta Irún, y desde Menorca hasta El Hierro. Sólo seis años antes de publicarse esta imagen, la independencia de Marruecos había hecho desaparecer el Protectorado, y entre 1957 y 1958 había habido guerra por el enclave de Sidi Ifni (sobre el Sahara Español en el mapa). En algunos mapas el Sahara e Ifni recibían la pomposa denominación de AOE (África Occidental Española).
El nacionalismo español reservó toda su fuerza para el interior. Se trataba de normalizar el concepto de España, algo ya intentado muchas veces desde que la Nación española fue inaugurada en 1812 en Cádiz. De manera que el estado se puso manos a la obra y produjo una larga serie de normas: desde leyes explícitas a material literario y propagandístico diverso, en las que se detallaba qué se podía considerar español y qué no. Así se explica que en la película “Margarita se llama mi amor”, dirigida por Ramón Fernández en 1961, el protagonista exclame sin venir a cuento “–¡Pues venga ese plato tan español!” cuando su madre le dice que tienen patatas para cenar. Eran aspectos muy españoles de la vida el tener muchos hijos, ir a la iglesia (pero no ser meapilas), los militares, la caza mayor, los bailes regionales domesticados, la paella mixta (en el franquismo superior), el deporte, la juventud sana y los pasodobles. Eran antiespañoles la política en general, los intelectuales (cuatro-ojos), el vegetarianismo, el control de la natalidad, tomar en serio las lenguas regionales, el pacifismo, y en general todo lo relacionado con la civilización republicana.
El nacionalismo español no solamente no era agresivo en la escena internacional, sino que tenía que lidiar con un considerable complejo de inferioridad. Ni siquiera José María Pemán resultaba convincente cuando escribía
Volad, alas gloriosas de España
estrellas de un cielo radiante de sol
escribid sobre el viento la hazaña
la gloria infinita de ser español.
Que es el estribillo del himno de Aviación desde 1967 hasta hoy. En realidad había algo en que todo el mundo podía estar de acuerdo: la hazaña de ser español, luchando cotidianamente contra tantas estrecheces. Lo de la gloria era otra cosa.
Asuntos: Nacionalismo
Tochos: El museo del franquismo