Lockheed Tristar: el avión que casi destruye al capitalismo

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El elegante perfil del TriStar, concebido como el más moderno y avanzado de los wide-bodys de la época.

 

Hay maravillosas historias aéreas, como la del Boeing 747. El héroe, es decir el avión, es fruto de arriesgadas decisiones empresariales, salva incontables obstáculos y al final triunfa, con enormes cifras de ventas y convertido en una leyenda y un antes y después de la aviación. Y hay historias mucho menos brillantes, como la del Lockheed TriStar.

Todo empezó en 1967. Las compañías aéreas norteamericanas necesitaban aviones grandes para explorar el enorme y creciente mercado doméstico estadounidense. El 747 parecía demasiado grande a algunas, que pidieron modelos más modestos –dentro del rango de los 300 pasajeros– a Douglas y Lockheed. Airbus estaba haciendo lo mismo en Europa con su modelo 300. McDonnell Douglas comenzó a trabajar con el DC-10 y por fin Lockheed, hacia 1967, se comprometió en firme con el TriStar. Como era el último de los tres grandes, se planteó como el no va más de la tecnología, con motores ultraeficientes y un sistema de navegación a ciegas muy innovador para su tiempo, junto con muchos otros detalles de calidad, como puertas que se deslizaban por el fuselaje, sin abrirse hacia afuera o hacia adentro, evitando así posibles obstrucciones en caso de evacuación accidental.

La configuración bimotora habría sido más económica, pero tanto el DC-10 como el TriStar tuvieron que optar por tres para mover la importante masa de sus aviones. Lockheed apostó por un motor todavía no en uso, el RB211 de Rolls Royce. R&R había ganado una gran reputación de calidad gracias a leyendas como la de que probaba sus coches con el motor encendido y una moneda de una guinea de canto sobre el capó: si la moneda caía, el motor era rechazado. El RB211 debía ser el turbofán capaz de dar más potencia con el menor peso posible, el santo grial de los motoristas de aviones.

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Frontal del TriStar. La toma de aire de la cola se conectaba con el motor a través de un conducto en «S» como el del Boeing 727.

 

Pero los costes de desarrollo del nuevo motor fueron tan grandes que la empresa quebró y, horror de horrores, tuvo que ser nacionalizada por el gobierno británico (conservador) de Edward Heath , que había jurado mil veces que no haría nunca tal cosa. Al otro lado del Atlántico, Lockheed también estaba en apuros. No había hecho un avión comercial desde el turbohélice Electra de la década de 1950, y su enorme contrato con la Fuerza Aérea para fabricar el C-5 Galaxy empezaba a ser una ruina, por la negativa de los militares a pagar el enorme coste real del aparato. De manera que Lockheed tuvo que ser seminacionalizada, en la forma de un gran préstamo avalado por el gobierno federal.

Siguieron dos torpes movimientos internacionales que hundieron todavía más la reputación de la compañía, por motivos muy diferentes: Lockheed intentó vender el TriStar a la Unión Soviética, que experimentaba retrasos en la puesta a punto de su primer fuselaje ancho, el Ilushin Il-86. No pudo ser por las restricciones norteamericanas a la exportación de material tecnológico delicado, aunque habría sido un hito histórico de la aviación. Mucho peor fue la historia de sobornos en Japón, que implicó al mismísimo primer ministro, Kakuei Tanaka. El dinero de Lockheed iba encaminado a asegurar un buen pedido de TriStares por parte de ANA (All Nippon Airways).

La quiebra de Rolls Royce retrasó la puesta apunto del avión, que vió como su rival directo, el DC-10, tomaba la delantera. Además, R&R tiró la toalla en su intención de fabricar el ventilador del RB211 en una aleación ultraligera y terminó cortando por lo sano y usando titanio, lo que añadió bastante peso extra al motor y lo hizo menos eficiente. Por fin comenzaron las entregas del Tristar, en abril de 1972. Las cifras previstas de ventas nunca se alcanzaron y la cadena de montaje se cerró después de haber fabricado menos de 250 aparatos.

Lockheed nunca volvió al negocio de la aviación comercial y se quedó en la militar, consiguiendo contratos gigantescos (junto con Martin) como el del F-22 o el F-35. Pero eso ya no necesita arriesgadas decisiones empresariales, sino saber moverse por los pasillos del complejo militar-industrial nacional.

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