Uno de los prototipos del Douglas Skywarrior hacia 1954, todavía pintado del color tradicional de los aviones navales, el azul marítimo, que cambiaría en 1955 al gris gaviota. Las siglas NATC indican que el aparato está en pruebas por cuenta del Naval Air Test Center.
Tras dejar un tiempo prudencial de descanso después de agosto de 1945, la Marina y la Fuerza Aérea de los Estados Unidos se enzarzaron en un fiera disputa por conseguir los sistemas de armas más mortíferos que pudiera fabricar la especie humana. La Fuerza Aérea –independiente desde septiembre de 1947– confiaba en aviones enormes capaces de volar miles de millas con la bomba atómica en su panza. Ya había lanzado la bomba dos veces, desde un Boeing B-19 Superfortaleza volante. En 1947 su bombardero de referencia era el B-36 Peacemaker, un monstruo de casi 200 toneladas, más de 50 metros de largo y seis motores (diez, cuando se le añadieron cuatro jets). Ese mismo año había volado por primera vez una máquina aún más prometedora y ya solo movida por reactores, el B-47 Stratojet, capaz de volar más de 6.000 km a 900 km/h, con un peso de 90 toneladas.
Si la Marina quería igualar la apuesta de la Fuerza Aérea necesitaba dos cosas: un portaaviones gigantesco y un bombardero jet enorme capaz de despegar desde su cubierta. El megaportaaviones llegó a comenzar su construcción, bajo el nombre de USS United States. El gran bombardero marino fue cogiendo forma en innumerables interacciones entre las especificaciones de los aviadores navales y la casa Douglas, que tenía mucha experiencia en el diseño de aviones de guerra embarcados. El punto de partida fue una especie de versión naval del B-47, lo que implicaba multiplicar por cuatro el peso y tamaño de los aviones que habían despegado y aterrizado en portaaviones hasta entonces. Tras mucho tira y afloja, el jefe de diseño de Douglas decidió el camino de la modestia y redujo el peso a poco más de 30 toneladas, mucho más que el estándar de la aviación naval de la época pero menos que las fantasías de la U.S. Navy. La medida fue oportuna, pues el U.S. United States fue cancelado por coste excesivo y los fondos que quedaron fueron asignados a la Fuerza Aérea. La Marina se rasgó las vestiduras y arrojó ceniza sobre su cabeza y el programa de Skywarrior siguió adelante en su versión moderada.
La guerra de Corea volvió a reactivar a fondo el complejo militar-industrial estadounidense y por fin hubo dinero para una versión algo más modesta del U.S. United States, la clase Forrestal. Tras mucho trabajo técnico el Skywarrior estuvo listo a finales de la década de 1950, junto con su portaaviones de referencia. Pero entonces la Marina de los Estados Unidos perdió el interés por los grandes bombarderos atómicos, al mismo tiempo que los submarinos atómicos armados con cabezas nucleares mostraban su viabilidad. Nuevamente en esta coyuntura, el prodigioso ingenio del diseñador jefe de la Douglas salvó al avión. Ed Heinemann había planteado un espacioso avión jet potente y fácil de mantener, y fue sencillo convertir el Skywarrior en avión de reconocimiento con aparatos y tripulación extra, en avión de guerra eleéctrónica e incluso en tanquero. Así su carrera se extendió a lo largo de 40 años en la Marina estadounidense, e incluso la USAF encargó una versión, el B-66 Destroyer.
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