Etología del general Franco

primerdesfiledelavictoriaNada menos que sesenta y cuatro aviones se necesitaron para formar en el aire el nombre del dictador, en el primer Desfile de la Victoria, el 19 de mayo de 1939 (Aeroplano, nº 7, 1989 (http://www.mde.es)

 

En 1939 Franco tenía 47 años y estaba en bastante buena forma física, aunque algo fondón. A lo largo de los 36 años siguientes, ya como jefe supremo, tuvo oportunidad de desplegar una variada gama de comportamientos, que vamos a intentar describir aquí según los principios de la etología, la ciencia de la conducta. Es importante saber que el imprinting o troquelado de Franco fue el Ejército, desde que entró en la academia militar a los 15 años e incluso antes, cuando se preparaba para el ingreso. Su pauta de comportamiento básico siempre fue la de un oficial del Ejército de alto rango. Otra característica importante del etograma de Franco era una pauta de movimientos más bien lenta y fría, muy alejada del estilo teatral de sus correligionarios Hitler y Mussolini y muy parecida a la de Stalin. En un país donde se suponía que la gente gesticulaba y hablaba sin parar, eso tenía su importancia.

Desde el punto de vista plástico, Franco debía ser tanto el símbolo semoviente del Régimen como el símbolo inmueble. Desde que Jalón Ángel fijó el tipo en las primeras fotos, fue evolucionando: uniforme con cuello de piel y gorro cuartelero (militar en campaña), uniforme de gala, con variantes de almirante con bicornio emplumado y capitán general con gorra de plato, (militar estadista), camisa azul (jefe del Movimiento) de paisano con corbata (benévolo dictador), con jersey y nietos (entrañable abuelo), escopeta o caña en mano (hábil cazador y pescador), etcétera.

Operativamente, el general tenía varios comportamientos muy ritualizados en ceremonias diversas, civiles, militares y religiosas. Lo mismo permanecía un rato rodilla en tierra ante un arzobispo sujetando alguna reliquia especialmente sagrada o aguantaba una corona de oro sobre la cabeza de una virgen de madera, que se dedicaba a arengar a un grupo de oficiales, soltar un discurso ante un grupo de obreros (luego productores), presidir la final de la copa del fútbol del Generalísimo (actualmente Copa del Rey) o su especialidad: poner en marcha una central de energía, inaugurar una presa dando salida a un salto de agua y en general apretar el botón o el pulsador que permitía ver de manera física el progreso del país. El comportamiento más conspicuo era la inauguración. Se podía inaugurar cualquier cosa: puertos, tramos de ferrocarril electrificado, locomotoras diésel, regadíos, campos de fútbol y estadios, grupos escolares, barriadas obreras, iglesias y basílicas, silos, hospitales y un larguísimo etcétera. En todas estas ceremonias había un momento culminante, aquel en que la magia taumatúrgica del dictador declaraba que algo que antes no existía existía ya y funcionaba, formando parte de la nueva España desarrollada y dejando atrás un poco más la vieja España atrasada.

Cada inauguración tenía su propio momento culminante, que se intentaba siempre que fuera lo más drámático posible. De ahí la preferencia por “poner en marcha” instalaciones, las energéticas se prestaban muy bien, pero otras eran más inertes y había que limitarse a cortar una cinta o a descorrer una cortinilla sobre la placa conmemorativa.

Una parte importante de su espectro de comportamiento era el proceso de gobernar. La gobernanza franquista era sencilla en apariencia: piramidal de arriba abajo, desde el Caudillo mismo. A medida que el franquismo avanzaba, se dejó atrás esta denominación, de la misma familia que Duce o Führer y se prefirió Generalísimo y más tarde aún Jefe del Estado, pero el poder absoluto de Franco siguió indiscutido. Hasta 1973 él mismo fue su Presidente del Gobierno, y en esta calidad presidía el gran instrumento de distribución de poder y toma del decisiones del franquismo, el Consejo de Ministros. A diferencia de otros dictadores que nunca quisieron saber nada de estos comités de gobernación, Franco presidió al menos 1.500 Consejos de Ministros, que se celebraban los viernes a partir de las diez de la mañana en el comedor de gala del Palacio de El Pardo, menos en verano, que se hacían en el palacio de Ayete de San Sebastián, con vistas a la Concha, o más raramente en el Pazo de Meirás, de la Coruña.

La prensa informaba los sábados de la riada de decretos, nombramientos y ceses que salía del Consejo del día anterior. Franco esperaba, de pie junto a su sillón y frente a la puerta la entrada de sus ministros, a los que estrechaba la mano uno a uno. “Al llegar frente al Generalísimo, nos cuadrábamos, hacíamos una inclinación de cabeza y alguno daba un taconazo”, recuerda López Rodó en sus memorias. El comportamiento del Caudillo evolucionó lentamente a lo largo de las décadas de Consejos. Al principio intervenía muy activamente, teniendo costumbre de comenzar la reunión con un largo discurso acerca de los temas más candentes del momento. Poco a poco fue dejando de hablar, limitando su intervención a corregir brevemente a algún ministro con frases del estilo de “Eso no, Suanzes” o a terminar alguna discusión algo encendida entre ministros. Al final ya prácticamente dormitaba. Su ultrarresistente vejiga le permitía asistir a largas sesiones sin moverse del sitio, y una señal cierta de que se acercaba el final del franquismo fue cuando el dictador, por primera vez en la historia, se levantó para ir al lavabo el 6 de diciembre de 1968.

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