Un Ilyushin Il-28 de la fuerza aérea egipcia a mediados de la década de 1950, con la identificación de nacionalidad blanquiverde anterior a la de la República Árabe Unida.
El verano de 1952, el arquetípico monarca oriental Faruk –gordo, vicioso y llevando siempre gafas oscuras– fue destronado por militares huesudos de rostros honrados, Naguib primero y después Nasser. El coronel Gamal Abdel Nasser había adquirido fama en la guerra de 1948 por mandar prácticamente la única unidad militar egipcia que consiguió resistir un tiempo razonable el impetuoso ataque israelí. Llegado al poder, Nasser tuvo una de sus primeras experiencias internacionales en la Conferencia de Países No Alineados de Bandung, donde Nehru y en mayor medida Chu En-Lai (Zhou Enlai) dieron un paso decisivo para destrozar la jerarquía mental vigente en el mundo sugiriendo que las grandes potencias coloniales no eran moralmente superiores, su poder económico estaba en declive y su destino ineludible era morder el polvo.
De vuelta a Egipto, Nasser se había liberado ya de toda restricción psicológica con respecto a los colonialistas en general y el Imperio Británico en particular. Avanzó con rapidez en varias direcciones, siempre poniendo buen cuidado en combinar las acciones políticas, económicas y militares. La acción política más evidente era la nacionalización del canal de Suez y la expulsión de la numerosa guarnición británica allí apostada. Económicamente, el régimen nasserista pensaba de manera muy parecida al regimen franquista. El objetivo principal consistiría en evitar que las aguas del Nilo se vertieran inútilmente al mar, materializando mediante la gigantesca presa de Assuan la conocida ecuación agua=riqueza.
El programa militar consistía lógicamente en el rearme. De los cuatro suministradores principales del mundo –los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética– se vio obligado a elegir el último. Los tres primeros formaban parte de un fantasmal Comité de control de armamentos en Oriente Medio, una versión moderna pero muy parecida al Comité de no intervención que negó el pan y la sal a la República española mientras permitía abastecerse a placer al ejército de Franco de fuentes italianas y alemanas. El Comité tenía como objetivo teórico mantener la carrera de armamentos de los países de Oriente Medio en un perfil bajo. Por ejemplo, estaba terminantemente prohibido vender bombarderos –el arma ofensiva por excelencia– tanto a los árabes como a los israelíes.
En la práctica las cosas no eran tan sencillas. Gran Bretaña aprovisionaba de armas y oficiales al ejército jordano, mientras que Israel había creado una sólida conexión con la industria aeronáutica militar francesa. Nasser cortó por lo sano y solicitó un pedido completo a la Unión Soviética, vía Checoslovaquia. Además de la lista habitual de cañones y tanques, incluía un apartado que Israel, desde el primer momento, no estaba dispuesto a aceptar: medio centenar de bombarderos Iliushin-28. Al igual que la posibilidad de que un avión rifeño bombardeara Melilla quitó el sueño a los militares españoles, la visión de una formación de Il-28 arrojando bombas sobre Tel Aviv era la peor pesadilla de los políticos israelíes, más en concreto de Ben Gurión, apresuradamente nombrado ministro de Defensa y hombre fuerte del país, frente al contemporizador Moshe Sharett, el por entonces primer ministro.
Colocar dos o tres docenas de bombarderos como piezas amenazantes en el ajedrez internacional era una práctica conocida de la guerra fría (como los B-29 en Inglaterra, en 1948 o los Il-28 en Cuba, en 1962). Más tarde, el gobierno soviético negó a Egipto el permiso para usarlos en la Guerra de Suez. En Egipto, una fuerza aérea grande y eficaz fue vista como un ejemplo claro de la capacidad del país para usar la tecnología moderna, y la Fuerza Aérea Egipcia fue vista como “un símbolo de las aspiraciones políticas de Egipto, tanto en el interior como en el exterior[i]”.
[i] O’NEILL, M. A.: Air Combat on the Periphery: The Soviet Air Force in Action during the Cold War, 1945-1989 (“Russian Aviation and Air Power in the Twentieth Century”, Edited by Robin Higham, John T. Greenwood and Von Hardesty) (1998).
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