Clínica Extremeña – Revista mensual de medicina y cirugía. Órgano oficial del Colegio de Médicos de la provincia de Cáceres. Mayo de 1937 (Ministerio de Cultura – Biblioteca Virtual de Prensa Histórica)
El Agua en malas condiciones produce más bajas que la metralla.
Jefatura de Sanidad del Ejército, Valencia, c. 1937
En enero de 1937 el Comité de Higiene de la Sociedad de Naciones publicó su informe sobre España. La institución antecesora de la OMS no encontró muchos motivos de alarma, a pesar de la gran preocupación que había causado la guerra civil entre las autoridades sanitarias europeas, temerosas de un estallido de las enfermedades infecciosas que se propagase luego a través de las mal guardadas fronteras (un motivo más, bastante inconfesable, para la puesta en marcha del bloqueo por el Comité de No Intervención). Los doctores miembros de la comisión encontraron un país donde, a pesar de las circunstancias, el sistema de sanidad pública funcionaba razonablemente bien, con una estructura provincial centrada en un hospital central y los institutos de higiene, con centros anejos de laboratorio, niños abandonados, ancianos y dementes [72]. El país contaba con unos 20.000 médicos, que quedaron repartidos aproximadamente a partes iguales entre la zona republicana y la nacional.
Lo que todo el mundo esperaba era una rápida propagación de las enfermedades de la guerra. Estas son dispersadas y alentadas por los movimientos de grandes masas de personas en malas condiciones, y a finales de 1936 la zona republicana contaba con más un millón de habitantes extras refugiados de la zona nacional. Las migraciones forzadas no hacían más que propagar los focos iniciales de enfermedad, que se daban en los hacinamientos humanos causados por la guerra: tropas atrincheradas, masas de refugiados, prisioneros en campos de concentración. La suciedad era el disparador inicial. Al cabo de pocas semanas, la ropa y el pelo de los afectados era una masa de parásitos. La ausencia de instalaciones higiénicas impedía canalizar de forma segura las deyecciones de los concentrados, el agua se contaminaba y las bacterias proliferaban fuera de control.
El resultado era un foco de fiebres tifoideas, o de tifus exantemático, o de disentería, o de paludismo, o de todos a la vez. Estas enfermedades no eran más que las manifestaciones de la actividad de viejos compañeros de la humanidad: Salmonella, Rickettsia, Escherischia, Yersinia, Shigella, Plasmodium. Todas estas enfermedades habían sido tradicionales azotes de los habitantes de Europa desde hacía muchas generaciones, pero en España habían sido contenidas con bastante éxito en las primeras décadas del siglo XX. El tifus exantemático y la viruela, por ejemplo, ya eran una rareza en 1936, aunque el paludismo seguía siendo endémico en el Suroeste y el tracoma en el sureste. La tuberculosis afectaba imparcialmente a todo el país, con especial incidencia en las ciudades, pues era la enfermedad más característica del proletariado urbano.
A pesar de los temores, no se produjo ningún estallido peligroso de enfermedades infecciosas. Los casos que aparecieron fueron aislados prontamente y no llegaron a formar ningún brote peligroso en ningún caso durante toda la duración de la guerra y en ambas zonas, la republicana y la nacional. La explicación de esta aparente anomalía estaba en que el sistema de salud pública español, creado como concepto en los afanes regeneracionistas de principios de siglo, había alcanzado cierta madurez en 1936, y ya era capaz de proteger a la población de epidemias y pandemias. La última catástrofe había ocurrido en el invierno de 1918. Más de 250.000 personas murieron sólo en España en el transcurso de la epidemia de gripe que azotó Europa al fin de la Gran Guerra. El tremendo pico de mortalidad superó con mucho en intensidad al que provocó la guerra civil dos décadas más tarde.
El despegue de una sanidad eficaz, con su estructura provincial uniforme y sus unidades especializadas tuvo lugar en la década que precedió al comienzo de la guerra. Puntales de este sistema eran los médicos de asistencia pública domiciliaria y los inspectores municipales de sanidad. Poco a poco, se fue organizando un sistema de asistencia sanitaria universal que no dependía tanto de la filantropía local o del capricho municipal como antes. La guerra aceleró el proceso, militarizando la sanidad como parte de la defensa nacional y creando una red más densa de establecimientos especializados para toda clase de público y enfermedades asociadas. Y, como novedad, se comenzó a pedir a la gente que fuera al médico, dando a entender que el servicio era gratuito o en todo caso asumible. Por ejemplo, la cara de un niño de teta mofletudo sobre un fondo de oscuras alambradas servía para excitar a la gente para que llevara a sus hijos al médico, con este argumento: «Los transtornos alimenticios de los niños producen más víctimas que la guerra. ¡LLEVADLOS! a los servicios de higiene infantil (siguen cuatro direcciones de los mismos en la ciudad de Valencia). El cartel fue editado por el Ministerio de Instrucción Pública y Sanidad en el primer año de la guerra.
En 1936 estaba empezando lo que se llamaría la Gran Transición de la salud en España, que nos alejó de la tuberculosis o la disentería y no dejó en manos del cáncer y el infarto. Coincidían los anuncios de las tradicionales píldoras antipalúdicas Laveransan, fabricadas en Ribera del Fresno, Badajoz (donde el paludismo era crónico) con la inauguración del primer curso para diabéticos, en julio de 1936 en Madrid, una enfermedad novedosa por entonces, muy dependiente del tipo de alimentación del enfermo.
Las causas de muerte no dependían tanto como hoy en día del comportamiento individual. Desde el punto de vista de la moda alimentaria de comienzos del siglo XXI, el estilo de vida de los españoles del primer tercio del siglo XX era saludable: un consumo reducido de carne y alto de cereales enteros y legumbres; aceite de oliva como grasa principal, ejercicio físico laboral llevado en ocasiones hasta el agotamiento, frugalidad que a veces rondaba el hambre. La densidad y variedad de compuestos químicos tóxicos dispersos en el ambiente también era mucho menor que en la actualidad, salvo en algunos enclaves industriales. El caso es que el cáncer era raro, y mucho menos frecuentes los decesos “cardiovasculares” relacionados con el endurecimiento de las arterias.
El concepto de salud y enfermedad era distinto. O se estaba sano o se estaba enfermo: no había términos medios, al menos para las clases trabajadoras. Los enfermos estaban en cama, sin ganas de comer y sin fuerzas, y de ella salían cuando curaban o camino del cementerio. Los sanos estaban de pie y trabajaban, completamente ignorantes de sus constantes vitales (como la velocidad de la sangre, el colesterol, el azúcar o la hipertensión, que tanto preocuparían a las generaciones por venir) hasta que la enfermedad, en el peor de los casos, se los llevaba al otro barrio, por lo general en poco tiempo. Era muy difícil estar “delicado de la salud” en la clases populares. Tampoco era frecuente ser alto ni gordo.
Mucha gente se moría de vieja, sin enfermedad aparente, registradas simplemente bajo el hoy desaparecido epígrafe “muerte natural”: unas 20.000 personas al año, aproximadamente el 5% del total de muertes registradas al año (unas 450.000 hacia 1920). Otras muertes se anotaban en gran número bajo la poco comprometedora expresión de “hemorragia y reblandecimiento cerebrales” y “enfermedades orgánicas del corazón”, sumando entre ambas unas 60.000 muertes anuales. Estas eran enfermedades basadas en circunstancias personales, difíciles de diagnosticar y de tratar, y no digamos de prevenir.
El problema principal estaba en las muertes causadas por factores ambientales de relativamente fácil solución, que causaban nada menos unas 130.000 muertes al año. Descontando una quinta parte sin clasificar, el primer puesto en la mortalidad dolosa estaba ocupado por la diarrea de los niños muy pequeños, con unas 50.000 muertes anuales. Evitar estas muertes fue uno de los principales objetivos de la red sanitaria que se desarrolló durante los años de la República. El siguiente peligro principal era la tuberculosis, que rondaba las 30.000 bajas al año. Las pandemias mataban a mucha gente en oleadas regulares. Las más temidas eran el paludismo, endémico en amplias zonas, el tifus exantemático y el tracoma –causa de muchas cegueras en Andalucía. El tifus y la viruela, como se vio más arriba, ya eran enfermedades bajo control en 1936, y no se permitió que la guerra las multiplicase. El principal peligro vino después, cuando se estuvo al borde de una gran epidemia de tifus en la primera mitad de la década de 1940.
Tradicionalmente, la mortalidad en España había sido fluctuante, con grandes bandazos de un año al siguiente, dependiente principalmente de las tres cosas malas: guerras, epidemias y hambre. Aquella situación se había acabado ya a comienzos del siglo XX, cuando se habían dado los últimos casos de hambre generalizada (en 1905) y la última epidemia general autóctona (de tifus, en 1909). Los tres elementos del desastre se sumaban y se reforzaban mutuamente. El hambre debilitaba y abría el camino a la enfermedad infecciosa, transmitida por el hacinamiento y la falta de agua potable. En 1936 se volvió de nuevo a soltar a las tres bestias de la guerra, el hambre y la epidemia, pero fue la guerra la que se llevó a más muertos directamente, seguida del hambre; las epidemias mataron a poca gente en proporción. Paradójicamente, la guerra moderna era capaz de controlar las enfermedades infecciosas.
[72] LA SALUD DE LA POBLACIÓN SEGÚN LOS INFORMES INTERNACIONALES (1936-1940) Josep L. Barona. Congreso internacional de la guerra civil – Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.
Asuntos: Epidemias, Sanidad Pública
Tochos: La guerra total en España