Una dramática imagen del primer combate aéreo de la historia en un estampa publicada en 1914. Los aviones son producto de la fantasía del artista (ver imagen abajo). Un duel dans les airs: comment le sergent Frantz accompagné de son mécanicien le soldat Quenault, ont descendu un «Aviatik». Bibliothèque du Patrimoine de Clermont Auvergne Métropole (Vía Gallica).
La expresión del sargento piloto Frantz y del mecánico ametrallador Quénault junto a su avión Voisin, tras haber derribado un avión alemán tripulado por el sargento Schlichting (piloto) y el teniente von Zangen (observador) resulta extrañamente concrita, muy alejada de las desafiantes poses de los ases que llenarían periódicos y revistas en años venideros. El incidente ocurrió sobre Jonchery-sur-Vesle, el 5 de octubre de 1914. Uno tiene la sensación de que habrían preferido que no les tocara a ellos la abrupta ruptura del statu quo aéreo, en que los aviadores se amenazaban ritualmente con armas de diverso tipo y calibre pero por lo general sin causarse gran daño.
Una escuadrilla de aviones Voisin, del mismo tipo en el que volaban Frantz y Quenault cuando derribaron el Aviatik alemán. La Guerre aérienne illustrée, 6 de septiembre de 1917. Gallica.
El problema es que el Voisin estaba provisto de una ametralladora fija; era solo cuestión de tiempo que terminara matando a alguien (el Albatros alemán sólo contaba con una carabina manejada por el observador). “¿Los aviones pueden por lo tanto combatir y destruirse entre ellos? Muchos lo consideraban una quimera, una utopía. Ahora ya no se puede dudar. El gusto por la sangre ha nacido en la aviación (11)” Personajes como el barón de Tricornot, marqués de Rose, vieron el cielo abierto. Se suponía que sus pilotos, estimulados por gritos como “¡A la caza! ¡El más osado gana!” debían lanzarse sobre sus aviones, derribar aparatos enemigos y y ser capaces de “mantener en jaque a una patrulla de ulanos y volver a despegar (12)” si caían tras la línea del frente. Los estados mayores también vieron grandes oportunidades para complementar la picadora de carne humana de las trincheras con algo más aceptable para la opinión pública.
Pocos meses depués de los sucesos de Jonchery-sur-Vesle, la evolución había creado una situación completamente nueva. Bandadas de aviones capaces de moverse a sus anchas por el espacio aéreo se disparaban unos a otros con profusión. La observación y el bombardeo se convirtieron en actividades secundarias. Todo el asunto se convirtió en un amplio y dramático espectáculo aéreo. En la mayor parte de las actividades bélicas terrestres, los choques ciegos y masivos de artillería y soldados hacían que la habilidad personal no tuviera casi nada que ver con las posibilidades de supervivencia. La guerra aérea, por el contrario, era más que nada cuestión de habilidad. Los hábiles mataban a los torpes. Como en los duelos a pistola en el Oeste, los tiradores inexpertos no tenían ninguna posibilidad frente a los tiradores expertos, salvo un golpe de suerte o el proverbial encasquillamiento de las ametralladoras de su enemigo. Los novatos, con mucha suerte, podían sobrevivir a cada vez más encontronazos, convirtiéndose a su vez en expertos o más propiamente en ases.
Pero lo más frecuente era lo contrario. La expectativa de duración del servicio activo –que muchas veces quería decir simplemente expectativa de vida– de un piloto británico de caza en el frente occidental en 1917 era de diez semanas. Las cifras correspondientes para las unidades de observación y bombardeo eran 16 y 14 semanas, respectivamente. Las cifras de mortalidad empeoraban por la obstinada negativa de las autoridades militares a proporcionar paracaídas a los aviadores, basada en el principio de que la tripulación debía permanecer siempre en sus aviones, y ser capaz de aterrizar, defender el aparato contra el enemigo, repararlo si fuera necesario y reemprender el vuelo. No obstante, poco a poco, los iniciales fallos de motor o disparos afortunados que los provocaban, y que dejaban a las tripulaciones alguna posibilidad de bajar a tierra sin daño, fueron sustituídos por explosiones de depósitos de gasolina gracias a un armamento cada vez más mortífero. Muchos tripulantes aéreos se quemaron vivos hasta que el impacto sobre el suelo terminaba con su agonía.
El entrenamiento era lo bastante rápido como para formar pilotos al ritmo de 1.300 mensuales solo en el Cuerpo Aéreo británico. El entrenamiento, que debía incluir dos aterrizajes nocturnos y un vuelo de 60 millas, suponía menos de 18 horas de vuelo (13) . Con esta limitada experiencia, los aviadores eran enviados a las trincheras aéreas del frente, donde su tasa de mortalidad igualaba o superaba a la de los soldados terrestres. El RFC necesitaba toda clase de personal además de tripulaciones aéreas: grandes cantidades de trabajadores especializados para el servicio de mantenimiento en tierra e incluso una regular proporción de mujeres (25.000 en en último año de la guerra), encuadradas finalmente en la WRAF (Women’s Royal Air Force) y que las fotografías muestran aplicadas a tareas consideradas propias de su sexo, principalmente coser los entelados sobre armazones de madera que formaban las alas de los aviones de la época.
A partir de 1916, la guerra aérea se transformó en una repetición sólo un poco menos mugrienta de la carnicería que estaba teniendo lugar en las trincheras. Los estados mayores, perdidos entre los muebles Luis XV y las vajillas de Limoges de los castillos requisados que les servían de cuarteles generales, empezaron a solicitar aviones a centenares y pronto a millares. Uno de los más exitosos de los aviones con que la industria aeronáutica calmaba la sed de sangre de los generales fue el Sopwith Camel (Camello). Casi 6.000 aviones de este tipo fueron construídos. En opinión de uno de sus pilotos, el aparato sólo ofrecía tres alternativas: la Cruz Victoria, la Cruz Roja o –lo más frecuente- una cruz de madera (14). Darwin no podría haber soñado un escenario mejor para un gran experimento acerca de cómo actúa la selección natural de los más aptos. Usando el espacio aéreo como tablero tridimensional y a bordo de máquinas voladoras a veces pintadas de colores brillantes, hombres jóvenes y relativamente bien educados pertenecientes a los ejércitos de todos los países contendientes se enfrentaban diariamente en un juego de “dos entran-uno sale”. Los ganadores y los perdedores eran los pilotos individuales, pero también por extensión sus unidades militares, sus ejércitos y sus países en definitiva.
Los ingredientes que definían su éxito o su fracaso eran muy diversos: la habilidad o el valor personales, la tecnología que podía proporcionar la industria y la ciencia de cada país, la capacidad de organización de las flotas aéreas, incluyendo entrenamiento, suministros y mecánicos habilidosos y las ideas dominantes entre los generales. Por ejemplo, la obsesión del mayor general Hugh Trenchard por “ocupar el espacio aéreo enemigo” por encima de las trincheras produjo una horrenda mortalidad entre los aviadores británicos en 1917. En total, 162 pilotos con 20 o más victorias derribaron 5.000 aviones. La élite dentro de esta élite eran los 31 aviadores con 40 o más éxitos, que alcanzaban la categoría de héroes nacionales. Uno de ellos, Georges Guynemer, calificado por la prensa como la Espada Alada de Francia, ascendió literalmente a los cielos después de su muerte, tras la que no se pudo recuperar su cadáver.
El general P.F. Antoine declaró en su ceremonia fúnebre que era “como si los cielos, celosos de su héroe, no hubieran consentido devolver a tierra lo que parecía pertenecer a ellos por derecho propio (15)”. Gran Bretaña contaba con 14 pilotos en esta categoría, Alemania 12, Francia 4 y Austria-Hungría uno. En el extremo opuesto estaban los millares de pilotos que fueron derribados en su primera salida. El porcentaje de bajas de las unidades aéreas terminó siendo similar al de las fuerzas terrestres, en el que la probabilidad de muerte en conjunto solía ser de un 10%, pero la de los pilotos de caza era mucho mayor. Para los soldados de tierra, la vida podía ser relativamente tranquila hasta que llegaba la gran ofensiva (que podía durar semanas o meses). Pero los aviadores debían arriesgar su vida día tras día, en una tensión continua que se refleja en la fotografías “antes y después” de algunos ases. Además, cada vez había más aviones en el aire, y las cifras de muertes crecieron en proporción. La aviación, gracias a la guerra, había entrado de lleno en la producción industrial masiva.
Tochos: Historia natural de la aviación