George Loftus: La Venus Hottentote (1815) (Gallica)
La necesidad de clasificar y ordenar en estanterías los hallazgos de objetos antiguos que hacían los caballeros aficionados a la arqueología llevó más o menos inconscientemente a establecer secuencias evolutivas de lo más tosco a lo más refinado, colocando los materiales más crudos en los estantes inferiores y reservando el lugar de honor para los más elaborados o artísticos (1). Los trabajos de arqueólogos del norte de Europa estaban consolidando además el concepto de las grandes fases por las que había atravesado el desarrollo de la humanidad prehistórica: edad de piedra, edad del bronce y edad del hierro. Parte del origen de esta fundamental clasificación, que se ha consolidado de manera férrea en los manuales oscureciendo tal vez más de lo conveniente otros criterios, se debe a la prosperidad del comercio danés.
El gobierno de Copenhage, disponiendo de dinero extra y ansioso de dotar de identidad cultural a su pequeño país, fundó en 1819 el Museo Real de Antiguedades Nórdicas, y nombró como curador a Christian Jurgensen Thomsen, hijo de un comerciante y naviero, y por ende acostumbrado a organizar y clasificar mercancías diversas. Un grabado de la época muestra al futuro “padre de la prehistoria europea”, tocado con sombrero de copa y con un torque en las manos, enseñando los tesoros del museo a una familia de visita. Uno de sus trucos favoritos para revivir el pasado era colocar el pesado torque de oro en torno al cuello de una niña. De esta manera, el vínculo con los antepasados prehistóricos se hacía explícito para los daneses de mediados del XIX.
C. J. Thomsem, que nunca abandonó los negocios de la familia durante su larga carrera como arqueólogo, se enfrentó al caos de objetos reunidos en excavaciones de túmulos y turberas con criterios de almacenista, y empezó por separarlos por dos criterios fundamentales: las materias primas empleadas -piedra, bronce, cerámica, hierro, etc- y su uso supuesto -cuchillos, adornos, recipientes de cocina, etc. Acto seguido identificó los de piedra como los más antiguos , seguidos de los de bronce y por último por los de hierro, en parte guiado por su criterio personal de clasificador y en parte por la más o menos vaga teoría imperante en la época, que arrancaba a su vez de un poema en que Lucrecio describe un sistema de edades similar para la humanidad. Ciertamente, los utensilios de piedra habían sido identificados como más antiguos que los de metal desde hacía tiempo. Por ejemplo, más de un siglo antes de Frere, William Dugdale atribuyó la manufactura de los instrumentos de piedra a los antiguos britanos, “antes de aprender a trabajar los metales” Además, hasta que se generalizó el empleo del acero barato, la talla de sílex para ciertos usos concretos no se había perdido por completo en el continente, como se puede comprobar examinando un trillo o un fusil de chispa.
De ahí al sistema de las tres Edades: Piedra, Bronce y Hierro, no había más que un paso. Las tres edades funcionan como en el juego piedra-tijeras- papel: hierro gana a bronce, bronce gana a piedra, y sugieren un irresistible camino único hacia el progreso y la civilización, culminado, según se pensaba a comienzos del siglo XIX, por la Edad del Acero y el Vapor. El caso es que hoy nos resulta difícil imaginar otra estructura mental de las etapas de la antiguedad: por ejemplo, Edad de la Madera, Edad de los Anzuelos y Edad de la Reunión. Las Tres Edades (y sus infinitas y posteriores subdivisiones) inauguraron además la era de la escala universal de calidad humana. Todavía hoy se escucha la expresión “un pueblo de la edad de piedra” para definir la distancia (bendita o deplorable, según se quiera) que separa a la Civilización Occidental de cualquier etnia particularmente alejada de los horrores y las ventajas de la civilización. Por el contrario, la expresión “de la edad de piedra a la era atómica” ya no se emplea, por resultar de mal gusto.
Todo ello contribuyó a disipar las viejas ideas que identificaban lo más antiguo con lo más perfecto, los mitos de una edad dorada más o menos identificada con la antiguedad clásica. Los arqueólogos aficionados británicos, por el contrario, no cesaban de encontrar pruebas de la identificación de los más antiguo con lo más tosco y menos “civilizado” Este método reforzaba la novedosa y pronto triunfante idea del progreso como gran hilo conductor de la historia de la humanidad, lo que estimuló tanto a la arqueología como a la industria. Los viajeros románticos visitaban Stonehenge y comparaban su tosquedad con el refinamiento artístico de la cercana catedral de Salisbury. Pero al mismo tiempo también observaban la inmensa distancia que separaba el miserable y sucio poblacho de Shrewton, muy próximo a las ruinas, que “iguala en incomodidad a un poblado de hotentotes” de la civilizada ciudad de Londres (2).
Londres ya estaba a comienzos del siglo XIX “sumergida en el pecado y en el carbón mineral” pero tenía un gran puerto, el mayor del mundo, en el que atracaban grandes y complicadas máquinas movidas por energía solar. Los navíos con base en Inglaterra, tanto los cargueros como los militares, azotaban ya por aquellos años todos los mares y cumplían más o menos en el plazo previsto sus misiones empleando exclusivamente energía eólica, con numerosas tripulaciones dedicadas a mover en variadas posiciones las muchas yardas cuadradas de paño que hacían moverse los buques. Estos barcos eran la principal fuente de información de los londinenses sobre las otras variedades humanas que habitaban la Tierra, con la ayuda de capitanes aficionados a la literatura, dibujantes y, de manera incipiente, científicos profesionales a tiempo completo.
El continente americano se tenía por medianamente conocido, salvo sus extremos sur y norte. China y Japón eran reacios a la penetración de los demonios extranjeros, y Japón lo suficientemente poderoso como para impedir visitas no deseadas de barcos europeos. El interior de África estaba todavía por encima de las posibilidades de la tecnología europea de la época, entre otras razones por la ausencia de quinina. Pero el Pacífico estaba abierto a los barcos, y en la segunda mitad del XVIII se llevaron a cabo varias notables expediciones. Los barcos hallaron gentes de todas clases en el gran océano: misteriosos pascuanos, amistosos tahitianos, orgullosos hawaianos, feroces maoríes, pacíficos australianos y tímidos tasmanios. La profusión de adjetivos es necesaria para captar la muy estereotipada manera en que la información sobre estos lejanos grupos humanos llegó a Londres. También era posible ver salvajes de cerca cuando alguno visitaba la ciudad, de grado o a la fuerza.
Una hotentote en persona desembarcó en Londres en 1810. Se llamaba Saartjie (Sarah en lengua afrikaner) pero fue conocida como la Venus Hotentote. Adquirió inmensa fama en Europa, pero lo más importante es que se convirtió en punto de referencia para la sociedad europea occidental de comienzos del siglo XIX, que pretendía alejarse a toda velocidad de todo lo que representaba la venus: atraso, salvajismo, primitivismo. Saartjie tenía una prominente esteatopigia, y fue exhibida como una atracción de feria. “Amor y belleza” se llama una de las muchas caricaturas que le hicieron, que muestra a un cupido a punto de lanzar su flecha sentado sobre el prominente trasero de la Venus. Era vista como una versión monstruosa de las damas inglesas de principios del siglo XIX, con sus marcadas y opulentas formas de mujer. Saartjie conseguía de manera natural lo que sus contemporáneas de Londres conseguían tras un duro trabajo a base de corsés para adelgazar la cintura y miriñaques para realzar el trasero y las caderas. La Venus murió alcoholizada en París pocos años después, mientras trabajaba como prostituta, a los 25 años de edad. Saartje fue examinada con detalle, el mismo Cuvier realizó su autopsia y sus restos terminaron exhibidos en el Museé de l’Homme de París. Así se pudo demostrar de manera científica que pertenecía a una variedad humana claramente distinta e inferior.
Todo encajaba. A diferencia de las donosas “historias del mundo explicadas por el comercio de la pimienta” el asunto de inyectar grandes cantidades de energía fósil en los paisajes británicos supuso, de manera directa y causal, una aparente liberación completa de los ciclos de la naturaleza, y un enorme y rápido aumento de la tasa de innovación. También significaba que, por primera vez, se podía comenzar a pensar en un imperio mundial gobernado casi en tiempo real, gracias al telégrafo y a los buques de turbina de vapor. Un imperio mundial facilitaba un enfoque global bastante simple desde el punto de vista de las clases medias británicas, en el que se colocaban, cada una en su sitio, razas, salvajes, simios y prehistóricos en un mundo destinado a ser gobernado por la variedad humana llamada anglosajona.
La bullente clase media imitaba en lo posible la manera de vivir de los superiores, y a veces conseguía ascender. Pero nunca le abandonaba el pánico a la posibilidad más plausible -descender y confundirse con la clase “realmente baja”. Como todo grupo humano mal definido por circunstancias fuertes -como la miseria o la riqueza- buscó su identificación, deseosa de distinguirse del extenso, oscuro y vasto piso inferior de la humanidad y terminó por encontrarla en la nación y la raza.
El linaje de las clases “realmente bajas”, por lo tanto, se empezó a correlacionar con otros. Uno de ellos era el compuesto por las naciones salvajes, los indígenas de color oscuro de tierras lejanas y casi desconocidas. Era muy poco lo que se sabía de ellos. Poco a poco, se les empezó a considerar como algo intermedio entre el animal y el hombre.
Otro era el de los simios, animales inquietantes precisamente porque no estaba claro que no fueran alguna extraña forma de humanidad (después de todo, Linneo catalogó a chimpancés y orangutanes bajo el género Homo) El primer orangután vivo –una hembra joven que murió al poco de pulmonía– llegó a Europa en 1776, en concreto al jardín zoológico holandés de Het Loo, y tras su muerte fue disecada por el famoso Peter Camper, que utilizó su cráneo como línea de base de una de las primeras series de ángulos cefálicos “de lo más feamente bestial a lo más perfectamente humano” que tan populares serían en décadas posteriores. Más adelante, varios orangutanes fueron huéspedes habituales del Jardin des Plantes en París, donde suscitaron profundas reflexiones en Cuvier y Lamarck. Poco se sabía del chimpancé tras la disección de Tyson en 1699, aparte de innumerables relatos confusos de viajeros y comerciantes, y el gorila y el bonobo eran completamente desconocidos salvo por leyendas y relatos muy deformados.
El tercer continente estaba apenas trazado. Densas brumas lo envolvían. Se trataba de la humanidad antes de la humanidad, de aquellos seres inimaginables cuyos restos había hallado John Frere en la excavación de Hoxne. A estas alturas de la modernidad, con incipientes ferrocarriles y barcos de vapor, la explicación mítica , es decir, bíblica, de los orígenes de la humanidad, no satisfacía ya a casi nadie, y menos que nadie a los propios sacerdotes. La fijación de la creación del mundo unos miles de años atrás, con su fecha y hora exacta, por el rabino Hillel o el arzobispo de Armagh, sonaba cada vez más como un chiste.
El relato bíblico proporcionaba la explicación estándar del origen del hombre y la mujer, pero ya por aquellas fechas comenzaba a resultar completamente insuficiente para la nueva clase media que, carente de un linaje tan explícito como la nobleza de toda la vida, demandaban la creación de un linaje propio, tal vez más difuso, pero linaje al fin y al cabo. Irónicamente, fue un hombre de iglesia, el reverendo Buckland, uno de los primeros en poder presentar un esqueleto humano de incontestable antiguedad y probable coexistencia con las armas de piedra de Frere, que inauguró el prolongado mito del “primer britano”, que tendría su incómodo sucesor en “el primer inglés” de Piltdown y que actualmente sólo puede exhibir un fragmento de tibia hallado en Boxgrove para construir a su alrededor al primer habitante humano de las islas británicas.
La nueva clase comenzaba a demandar una explicación global de su situación en el mundo, de su verdadera posición en la jerarquía de lo viviente y de los derechos a que ello daba lugar. El siguiente paso consistía en apoyarse en el conocimiento de las sociedades primitivas y de las sociedades de simios para interpretar la búsqueda activa de los antepasados y dar de paso una explicación coherente y una justificación a la estructuración de la sociedad en poseedores y desposeídos, en hábiles e inhábiles, o más modernamente en creadores de riqueza y saqueadores de la seguridad social.
1- Chippindale, Stonehenge, 137
2- El término “hotentote” se utilizó a todo lo largo del siglo XIX como sinónimo de tosco y bestial. La referencia a los hotentotes proviene de las colonias que los británicos mantenían en El Cabo, en la actual Sudáfrica, que les permitieron tomar contacto con los diversos pueblos autóctonos que allí vivían. Los británicos distinguían perfectamente entre los reinos zulúes y matabeles y los “atrasados” hotentotes y bosquimanos. Más adelante la palabra hotentote se convirtió en sinónimo de “raza especialmente primitiva, abocada a una pronta extinción”.
Asuntos: Antropología, Racismo
Tochos: La escala humana