La vergüenza de volar

Fragmento de un anuncio de Imperial Airways de 1937. Clic aquí o en la imagen para verlo completo.

Flygskam es una expresión sueca que quiere decir «vergüenza de volar». Se refiere a los que son conscientes de las toneladas de CO2 que producen los viajes aéreos. Resulta que en términos de kilos de CO2 por km recorrido y pasajero un vuelo regional emite más que un SUV sin pasajeros. Se está planteando en serio prohibir los vuelos cortos de hasta 600 km y reservar el transporte aéreo para los vuelos largos en aviones grandes. Un Airbus 380 con todas las plazas ocupadas emite menos CO2 que un utilitario (por km y pasajero). Es verdad que el avión vuela a 900 km/h y el coche tiene una velocidad media, en ciudad, de poco más de 15 km/h. Pero hay otra flygskam de la que se habla menos: la vergüenza de un transporte aéreo envilecido. Por ejemplo, sacar a patadas a un pasajero de la cabina de un avión porque no quiere abandonar su asiento para cedérselo a otro sigue siendo noticia, pero seguramente por poco tiempo. Dentro de unos meses leeremos que los empleado de tal o cual aerolínea han disparado contra varios pasajeros que no seguían sus instrucciones, matando a algunos e hiriendo al resto.

Hay una razón para esto. hace aproximadamente un siglo que existe el transporte aéreo de pasajeros, y en ese tiempo el pasajero ha pasado de príncipe y nabab a escoria de la peor especie. Hay precedentes antiguos, como los vuelos baratos sin comodidades ni gollerías que llevaron de Puerto Rico a Nueva York a miles de boricuas a finales de la década de 1940 y comienzos de la de 1950. O los vuelos de Wenela ( Witwatersrand Native Labour Association) que llevaron a decenas de miles de obreros a las minas de oro y diamantes de Sudáfrica y los trajeron de vuelta a sus lugares de origen, a veces tan lejanos como Malawi. Wenela usaba DC-3 y DC-4 completamente desprovistos de comodidades, claro antecedente de las low cost actuales. WAAC (West Africa Airways Corporation) que funcionaba en la entonces África Occidental Británica (actuales Nigeria, Gambia y Sierra Leona) fletaba robustos cargueros Bristol Freighter para los vuelos de “nativos”, dejando los aviones más finos para los viajes de los blancos, que eran en su mayoría funcionarios de la Corona, militares de alta graduación y hombres de negocios.

Esa era la clave. Tradicionalmente, los pasajeros aéreos era gente de orden, bien educada y de moderadas costumbres. Eran pocos, los aviones no eran muy grandes y las compañías estaban ampliamente subvencionadas por los gobiernos, de manera directa o indirecta. El viaje en esas condiciones era una excursión civilizada, que mejoró mucho con la introducción del servicio de cabina de pasajeros, atendido por los TCP actualmente y antaño por azafatas, término machista como pocos que inventó D. César Lucía, director de Iberia en los años 50 del pasado siglo, azafatas “como las ayudantes de la reina”, en sus propias palabras.

Muy poco queda de ese dorado mundo, al que se llegó a llamar la jet set, la sociedad aérea, siempre saltando de un avión a una suite en un caro hotel y de nuevo al avión en espera de la siguiente suite, en una burbuja de lujo perfectamente protegida y aparte del mundo real. Actualmente hay vuelos por 9,99 euros de Madrid a París, y cualquiera que lo desee puede coger el avión. Las compañías aéreas ya no son aerolíneas, sino filiales de empresas financieras dedicadas con ferocidad a proporcionar beneficios a sus accionistas. Esto significa empleados apretados como tuercas, con sus salarios siempre a la baja y sus derechos laborales perdiéndose de vista a velocidad jet.

También significa masas enormes de pasajeros, que hay que pastorear, revisar, vigilar y en general controlar con técnicas muy precisas, derivadas de las que se usan para el manejo de ganado. Pueden compararse los accesos al control de equipajes de cualquier aeropuerto con los corrales de ganado vacuno en el matadero de cualquier matadero grande y se verá un parecido asombroso. El pasajero es registrado y humillado de diversas formas y por fin consigue llegar a su plaza y encajarse en su exiguo asiento. Pero da igual que se abroche el cinturón de seguridad: su plaza pende de un hilo.

Esa es la línea roja que se ha cruzado: hasta hoy, se consideraba inimaginable sacar a un pasajero de su asiento, a no ser por causas de delito mayor y con el auxilio de la policía. Pero todo cambia si tienes en la nuca el aliento de un control de tiempos en que cada segundo cuenta, la obligación de llenar el avión como sea, y la complicación de cuadrar un vuelo con el siguiente en medio de cuantiosos overbookings, necesarios por aquello del horror que sienten los accionistas de las aerolíneas a los asientos vacíos en sus aviones. Así que, si hay que sacar a un pasajero a hostias de la cabina por razones que no hay que explicar a nadie, se le saca, y punto. Y esto es solo el comienzo, pronto veremos pasillos de baquetas para los desdichados obligados a abandonar el avión, esperemos que no en vuelo, ¡bendita presurización de la cabina!

Marciano Lafuente

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