El mundo paranormal de las autopistas

 

La autopista Vasco-Aragonesa o del Ebro (Bilbao – Zaragoza) fue comenzada en 1974, inaugurada en 1980 y vio sus anchos carriles, construidos sobre más de 500 puentes y otras obras de fábrica, llenarse cada año con más coches, hasta el fatídico año de 2007. Desde entonces, la autopista ha perdido un 40% de tráfico. Todavía se usa mucho para ir desde Bilbao a Barcelona y viceversa. Es parte, y no la peor, de la triste historia de la autopistas españolas.

Todo empezó en la década de 1960, con algunos tramos de varios carriles a la salida de las grandes ciudades. Por ejemplo, la conexión entre Madrid y el Aeropuerto de Barajas, que se llama nudo Eisenhower para conmemorar la visita del presidente de Estados Unidos en 1959. Esta autopista es un caso único de híbrido de carretera y monumento franquista, todavía se conservan algunos tramos que dan idea de su esplendor original. La autopista de Villalba a Adanero (1967-1977) fue un tramo histórico, una de las pocas veces en que la carretera ha ido muy por delante del tráfico. El tráfico estaba compuesto principalmente por Seat 600, con una velocidad punta de apenas 95 kilómetros por hora, muy poco para una fulgurante vía rápida.

El concepto de la autopista de peaje es muy antiguo. Desde tiempos remotos, alguien construía un puente, conseguía la concesión sobornando al poder local, se instalaba en medio y vivía de cobrar a los viajeros melindrosos que no querían mojarse los pies cruzando el vado del río un poco más abajo. Las autopistas evitan a los conductores apocados enfrentarse a carreteras estrechas, ricas en curvas, cambios de rasante y otras molestias. Las autopistas son, como los coches, una predilección del fascismo, y parece ser que la primera se inauguró en Italia en 1923, siendo las Autobahnen alemanas la obra más lucida del nacional-socialismo.

Una carretera que prohíbe el paso a peatones, animales y bicicletas no puede ser cosa buena, y la sospecha de su carácter diabólico se confirma cuando se sabe que las autopistas no tienen pasos, ni cruces, ni accesos a las poblaciones que atraviesan. Tampoco se adaptan a la forma del terreno como los caminos y carreteras de toda la vida, sino que siguen imperturbables la línea recta o bien curvas con radios de giro de muchos kilómetros, lo que obliga a hacer gran gasto de viaductos, túneles y desmontes de terraplenes.

Una autopista mediana tiene 50 o 60 metros de ancho, lo que la convierte en una barrera imposible de cruzar para muchos animales, que mueren atropellados por millones sobre el asfalto. Los humanos también pagan su tributo de muertos por atropello. Desdichado aquel que se encuentre por alguna circunstancia inerme en medio de una autopista, sin un coche alrededor de su cuerpo.

Las autopistas son todas ellas concesiones del Estado y propiedad del Estado en último término, pues como caminos que son son parte (junto con las vías de ferrocarril, las costas y las riberas) del llamado dominio público. Pero son, en primer término, propiedad de empresas privadas, es decir de sus inversores, que reclaman beneficios con furia.

Las primeras autopistas colmaban la imaginación de los conductores. Era moderno pagar en el peaje y conducir luego todo seguido, sin preocuparte de esquivar los coches ni de adelantar a los camiones. Hasta 2007 todo fue bien. El Estado adjudicaba concesiones con largueza, los constructores se enriquecían, los inversores ganaban dinero, los conductores se maravillaban de ganar siete minutos en el trayecto entre Madrid y Guadalajara en comparación con el tiempo de viaje en la carretera nacional y pagaban 20 euros gustosos por esos siete minutos, el tiempo era bueno y la brisa cálida.

Toda esta beatitud se derrumbó en 2007, el último año de los Años de la Mamandurria (cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades). De la noche a la mañana, las autopistas se revelaron como lo que realmente eran: un lujo absurdo y muy caro.

Se descubrió incluso que había una autopista fantasma. Se llama así al tramo de la Autopista del Mediterráneo que va de Cartagena a Vera, en Almería, tan poco transitado que, en verano, el aire recalentado sobre el asfalto forma extrañas siluetas y espejismos, que deberían interesar a los investigadores del mundo paranormal.

Otra autopista insólita es la MP-203, que conecta el sur de la ciudad de Madrid con el sur de Alcalá de Henares. Su intención era aliviar el atasco en un trozo de la autopista de Barcelona (A-2). Alguien olvidó que tenían que construir un paso bajo la línea del tren de alta velocidad y un acceso a la carretera R-3. Ambas cosas no se hicieron, se enfrió el entusiasmo inicial, llegó el fatídico año 2007 y se paró la obra, hasta hoy. Usando el método del marciano inocente que baja a la Tierra, ¿cuál es el objeto de una cinta de asfalto y hormigón de 50 metros de anchura y 13 kilómetros de largo que termina y acaba en un descampado? Tal vez sea una versión madrileña de los dibujos de Nazca, dibujados por extraterrestres como señales para guiar a los invasores de otros planetas.

Había más problemas. Las autovías que se construyeron (y se construyen todavía) a buen ritmo son cuasiautopistas, pero gratis. La limitación de velocidad a 110 o 120 kilómetros por hora eliminó la ventaja de la hipervelocidad autopistera. Además y principalmente, la gente empezó a usar el coche con más cautela, y pagar dinero en un peaje pasó de refrescante sensación de vivir como en América (del norte) a lujo asiático al alcance de pocos. Las cifras de uso de las autopistas se derrumbaron aproximadamente un 50% como media. Las más recientes lo pasaron peor, las más antiguas, como la del Ebro, resistieron como pudieron. Todas ellas en conjunto han presentado una factura astronómica al gobierno para que compense su pérdida de beneficios. El gobierno dice que no tiene dinero, y la agrupación de autopistas está porfiando para que se imponga un peaje a las autovías, y con el dinerillo que se saque pagarles a ellas los beneficios que no han tenido desde 2007, que es un dineral.

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