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Doscientas son aproximadamente las unidades políticas soberanas en que se divide el mundo (la ONU tenía 193 países miembro en 2017). Los partidarios de la teoría de la conspiración sostienen que se trata en su mayoría de gobiernos títeres, manejados a su antojo por las grandes corporaciones económicas. Caben pocas dudas de que es así en los asuntos relativos al dinero, los beneficios y secundariamente la tecnología y los puestos de trabajo. Pero no es menos cierto que los estados y sus grandes unidades políticas significativas (ciudades y regiones, en un número de tal vez 5000 en todo el mundo) adquieren cada vez más importancia en su nuevo papel de marcas comerciales. Este aserto es literal: las tres agencias que vigilan el mundo (Standard and Poor’s, Moody’s y Fitch) publican periódicamente la calificación en los mercados del Reino de España o la Comunidad de Madrid. Esta calificación es tajante y definitoria, y va desde Muy Bien con Perspectiva Positiva a Muy Mal con Perspectiva Negativa. Determina el destino de la gente de manera muy importante, pero es un término técnico que hay que explicar, a diferencia de la renta por habitante.
Los 7.500.000.000 de seres humanos se encentran así repartidos en las 200 unidades estatales y las tal vez 5000 grandes unidades económicas subestatales. Cada unidad estatal toca por lo tanto a unos 35 millones de seres humanos. En la práctica, las poblaciones de los estados oscilan entre los 1250 millones y las 12.500 personas, en un factor de cinco órdenes de magnitud. Así como las empresas están jerarquizadas por múltiples atributos –tamaño, cash flow, beneficios, facturación, empleados, productividad, etc– así también los estados se jerarquizan también de muchos modos. Es interesante anotar que la jerarquía universal basada en criterios comunes es algo relativamente nuevo.
A comienzos del siglo XX, los países competían principalmente en la producción de acero –absoluta– y en la población –igualmente absoluta– en un mundo en que existían 30 o 40 unidades estatales bien definidas, muchas de tipo imperial, flotando en un magma de variados cuasiestados, cuasicolonias y territorios vírgenes. A partir de los años 60 del siglo XX, el mundo se solidificó en los más o menos países soberanos actuales, de manera que ya cada estado era fronterizo de otros, y nada ni nadie escapa del encuadramiento. Coincide este hecho con la edad de oro de los indicadores, que comenzó hacia la década de 1970. Los indicadores se caracterizan por recoger gran cantidad de información en un tamaño lingüístico o numérico muy reducido. Sustituyen así con ventaja a los antiguos prejuicios, con los que tiene bastantes puntos en común.
La combinación del triunfo de los indicadores y de la inclusión completa del mundo en los 200 estados soberanos se reveló mortífera. Proliferan las listas, que incluyen desde el primero hasta el último de los países, donde son clasificados de acuerdo con su renta per cápìta, su esperanza de vida, el porcentaje de mujeres en el ejército y otros muchos aspectos, centenares. Un país es así escrutado en función de índices tan abstrusos como su índice de exportaciones. Si utilizamos el indicador que distingue hoy a el equivalente de los países civilizados y las naciones salvajes, es decir, la renta per cápita, llegamos a la lista central, tal vez la más conocida, la tablilla sobre la están colgados los compartimentos de la humanidad en una especie de gigantesco termómetro donde una cifra por debajo de cierta cantidad en dólares significa “dejad toda esperanza los que en este país moráis”. Esta nueva manera de considerar no las individualidades, sino los tipos, es fructífera y se puede denominar penebismo. Como el racismo de antaño, acude a profusas estadísticas.
Algunos comentaristas insisten en que en Nepal, «la gente debe arreglárselas con menos de un dólar diario» –una perspectiva para poner los pelos de punta a cualquier habitante de la fortaleza del norte. La renta per cápita tiene la curiosa propiedad de hacer suponer muchas cosas inexistentes. Por ejemplo, que expresa un estado general de la población (es bien sabido que una minoría arrambla con buena parte de la renta, y una gran masa de gente debe contentarse con una parte muy pequeña) y por otro lado que una renta baja o muy baja supone automáticamente una completa inexistencia de todo lo que entendemos por estado de derecho o estado a secas. Así, entre comentarios sobre los «desvencijados» taxis y las «destartaladas» oficinas del gobierno o el ayuntamiento, el turista ve lo que quiere ver y olvida la gran cantidad de cosas que hacen que las cosas funcionen y que existen en todos los países, incluso en aquellos en que la gente debe vivir con menos de un dólar al día. Otra reacción corriente es quitar importancia al asunto de la renta per capita expresada en dólares. Esta visión franciscana de la vida se encuentra en las páginas de revistas como The Ecologist (la edición española) dentro de su adoración al concepto de indígena pobre pero propietario de sabidurías que los ricos y decadentes occidentales no podrán nunca comprender –habitante además de la verdadera democracia.
La causa de la pobreza y la riqueza de las naciones se desveló por fin en 1998. David Landes, en su gran libro del mismo título, dedicó centenares de páginas a destilar una idea central en el oído del lector: la verdadera vara de medir que separa los pueblos dominadores de los dominados no es otra que el espíritu de empresa. Los japoneses y los norteamericanos lo tienen, pero los “árabes” no, y los africanos en general tampoco. Con una idea fija en la cabeza –que el “espíritu de empresa” constituye la piedra de toque que separa a los niños de los hombres, o en este caso a las naciones pobres de las ricas– Landes se embarca en un erudito viaje de más de 500 páginas de letra pequeña, al principio pausadamente inscrito en la línea de “el Milagro de Occidente, 1400-1600”- y más adelante, llegando a los siglos XIX y XX, mostrando con alegre crueldad las abismales distancias que separan a sociedades limpias, justas y regidas por el riesgo empresarial, esto es, las anglosajonas y las sometidas a su influjo –entre las que incluye Japón– , de los cenagosos hormigueros de personas regidas por el despotismo y la crueldad que suponen aproximadamente el resto del mundo, entre quienes el autor reserva sus dardos más envenenados para los árabes, de los que dice que, en ausencia del enemigo israelí, “inventarían otro” para seguir peleando.
The Economist aclaró poco después por fin la verdadera causa de la pobreza en tantos países: sus gobiernos son corruptos e ineptos (1) (Suenan lejanos ecos ¡son imposibles de civilizar!) y acuñó un término, HIPC (Heavily Indebted Poor Countries, Países Pobres Pesadamente Endeudados) que se parece al antiguo concepto de “Naciones Salvajes” como una gota de agua a otra. Así pues, tras la craneometría y la inteligencia, el Producto Interior Bruto per capita se constituye en la verdadera vara de medir la jerarquía universal de calidad humana de nuestro tiempo. El valor de cada estado (que sigue estando etiquetado, mal que nos pese, con los virus mentales de pueblo/raza/etnia/nación) se mide por el valor de su moneda. Incontables películas han incluido la escena jocosa en que un ciudadano de país de alto PNB descubre con asombro que el fajo inmenso de billetes de país de bajo PNB que tiene en el bolsillo equivale al cambio a unos pocos centavos de dólar, mientras que el sagrado billete de 100 dólares tiene un poder de compra aparentemente ilimitado en cualquiera de estos HIPC. La majestad de la libra esterlina era causa y circunstancia de la dominación británica del mundo, y pocos ciudadanos españoles -y el que menos, probablemente, el ministro de economía- pensaron en consideración financiera alguna cuando, el 1 de enero de 1999, la peseta fue sustituida por el euro. Todo el mundo pensó, simplemente, en la asombrosa circunstancia de que la castiza perra gorda se sentara en la misma mesa y usara los mismos cubiertos que el poderoso marco alemán.
(1) “…because their governments are corrupt and inept” The Economist, dec. 31 1999
Asuntos: Economía, Finanzas, Países
Tochos: La escala humana