El bautismo del aire de Neville Chamberlain

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Un Lockheed 14 Super Electra de British Airways en septiembre de 1938. Fue desde la portezuela de este avión que Chamberlain agitó el papel que prometía «la paz para nuestro tiempo» a su llegada a Heston el 30 de septiembre de 1938.

 

El 15 de septiembre de 1938 Neville Chamberlain tomó el avión en el aeródromo de Heston a las 8,30 de la mañana. Era la primera vez que el primer ministro británico volaba. El mismo confesó una cierta aprensión “cuando me encontré volando sobre Londres y contemplando los edificios a miles de pies allá abajo”. Pero pronto se rindió a los placeres del viaje aéreo, disfrutando “el maravilloso espectáculo de los bancos de resplandecientes cúmulos extendiéndose por todo el horizonte bajo mi vista[i].”

A las 12.35 el avión del primer ministro aterrizaba en Munich. Un tren especial le dejó en Berchtesgaden hacia las 4 de la tarde. Tras un leve refrigerio en el hotel, Chamberlain fue conducido hasta el chalet de montaña de Hitler, Obersalzberg. Hitler comenzó planteando la cuestión en términos de ultimátum: la mítica máquina de guerra alemana, incluyendo la temible Luftwaffe, tenía ya una fecha fijada para atacar Checoslovaquia, tanto si le gustaba a su ilustre huésped como si no. Al día siguiente el primer ministro también se levantó temprano, pues despegó del aeródromo de Munich a las 12.48. Tras una breve parada en Colonia, aterrizó en Heston a las 17.30.

Fue la primera experiencia de lo que después se llamaría “diplomacia de lanzadera”, cuyo más ilustre representante, Henry Kissinger, saltaba con tanta soltura de avión en avión a lo largo y ancho del mundo que se llegó a sugerir que había varios Kissingers repartiéndose el trabajo del Departamento de Estado norteamericano.

Chamberlain ya no era un hombre joven –tenía 69 años–, y él mismo aludió a esta circunstancia a su regreso cuando expresó su confianza de que en la próxima entrevista Hitler recorrería «la mitad del camino». La argucia de Hitler de recibir al primer ministro británico en su casa de vacaciones, el lugar que más podía considerarse su guarida, en lugar de en un lugar más formal en Berlín, o más neutral a medio camino, muestra bien a las claras como en terminos de primate territorial el canciller alemán dominaba completamente la situación, y mantuvo su dominio todo el tiempo que hizo falta hasta la firma del acuerdo de Munich, el 30 de septiembre.

El 22 de septiembre Chamberlain volvió a tomar el avión rumbo a Colonia, para mantener otra cumbre con Hitler en la estación termal de Godesberg, otro de los lugares favoritos del Guía. Durante 15 días febriles de septiembre de 1938, los responsables políticos europeos tomaron el avión muchas veces para participar en innumerables reuniones en Londres, París, Alemania, y Praga, pero al final los negociadores alemanes se salieron con la suya. El factor humano de la entrevista personal, facilitado por la rapidez de transporte proporcionada por los aviones, no sirvió de nada ante el martillo pilón mental del nacionalismo germánico.

Muchos pensaban –Chamberlain el primero– que no sería así, y que las «conversaciones personales» entre los líderes políticos podrían evitar la guerra como tal vez, en otro estado de la tecnología aérea, habrían evitado la parte del desencadenamiento de la primera guerra mundial que se debió al cúmulo de malentendidos diplomáticos que tuvieron lugar en julio de 1914. ¿Habría empezado la guerra si hubiera sido posible una entrevista personal de última hora entre, por ejemplo, el káiser Guillermo y Jorge V?. La respuesta probable es que no habría servido de nada, pero siempre queda un resquicio a la esperanza y al sentido común.

[i] Kershaw, Hitler, II

 

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