El extraño ejército del pueblo

ciprianomeraCrónica, 2 de mayo de 1937.

 

Ciudadanos:
La traición del Ejército pretoriano ha creado una nueva Patria.
Hay, pues, que crear un nuevo Ejército para defenderla.
¡INSCRIBÍOS EN ÉL!

El Día de Alicante, 3 de septiembre de 1936

… aunque […]  somos antimilitaristas,
somos más militares que los militares sublevados.

“Ejército de ayer y de hoy”. Mundo Gráfico, 7 de abril de 1937

 

«Por eso están ustedes aquí» –dice el viejo médico republicano en el comedor de la pensión de Múnich, tras intentar sin éxito explicar la derrota de Brunete a un público de emigrantes españoles (que le miran con desconcierto). Es una escena de Vente a Alemania, Pepe, estrenada en 1971. Cinco años antes, ¿Arde París? había mostrado en la pantalla a los primeros camiones blindados que llegaron a la Plaza de la Concordia con letreros pintados en sus flancos: «Teruel», «Madrid», «Belchite» y «Brunete» iban con ellos.

La ofensiva republicana de julio de 1937 que luego se convirtió en la batalla de Brunete fue otro de los cuentos de la lechera estratégicos del Estado Mayor del Ejército Popular. Se trataba de un movimiento como el de cierre de unas tenazas. La pinza norte y la sur se unirían en Alcorcón, dejando dentro al ejército faccioso que amenazaba la capital de España. Algo parecido hizo el ejército soviético en Stalingrado cinco años después, sólo que a escala gigantesca, y consiguió copar por primera vez a un Ejército alemán entero, cambiando así el rumbo de la guerra. El Gobierno republicano tenía en mente también un vuelco en la suerte de la guerra. Teniendo en cuenta que hasta entonces no habían hecho más que perder terreno, parece extraño que todavía conservaran tanta confianza. La respuesta está en que creían que ahora ya tenían un ejército.

En Brunete no participaron ya columnas o agrupaciones milicianas de fortuna. Lo hicieron varios cuerpos de ejército formados por decenas de divisiones, cada una de ellas con sus correspondientes brigadas, regimientos, batallones, compañías, secciones, pelotones y hasta soldados rasos, todo ello acompañado por unidades de sanidad, intendencia, artillería, carros de combate, aviones de caza, bombarderos, caballería y un completo organigrama de comisarios políticos. Menos capellanes, parecía que no le faltaba de nada al flamante Ejército Popular de la República.

Por el norte, esta pesada masa militar sólo pudo avanzar unos kilómetros hacia el sur antes de ser detenida por la las fuerzas facciosas. Por el sur, el Ejército Popular ni siquiera consiguió penetrar en terreno enemigo. Entonces se puso en marcha la máquina de picar carne humana, la guerra industrial. En esta guerra, la República se llevó la peor parte. El infalible método franquista de hacer la guerra consistía en bombardear al enemigo hasta el punto de saturación (en términos técnicos, «ablandar») empleando primero aviones y después cañones, dejando luego la ocupación de las posiciones enemigas a la infantería. Eso se hizo en los siguientes veinte días de batalla. Cuando terminó, habían muerto o resultado heridos unos 35.000 soldados en total, más por el lado republicano, como era habitual.

El llamado Ejército Popular de la República llegó a encuadrar a más de un millón de hombres, lo que equivalía a la movilización total de todos los varones útiles de su zona (algo más de un 10% de la población), en una compleja estructura piramidal de Grupos de Ejércitos, Ejércitos, Cuerpos de Ejército, Divisiones y Brigadas. Una gran distancia separaba esta pesada masa militar de sus lejanas semillas, en el verano de 1936.

Un cartel de los primeros meses de la guerra mostraba un velador de café con sendos vasos de vermú y dos fusiles cruzados, a la manera de un cuadro heráldico. La leyenda imploraba: «¡Todos los fusiles para el frente!». El que tuviera que imprimirse un cartel así muestra a las claras los difíciles comienzos de un ejército formado, literalmente, por el pueblo en armas.

Amenazada la República española por el propio Ejército español, a su Gobierno no le quedó más remedio que disolverlo, cosa evidentemente imposible en la creciente zona sublevada, pero muy factible en la propia. En consecuencia, la República se quedó sin ejército de ninguna clase durante los primeros días de la guerra civil. No tener ejército organizado no significaba carecer de hombres –y mujeres– en armas. Como por generación espontánea, todos los grupos políticos que apoyaban a la República crearon en cuestión de días unidades de milicianos, por lo general del tamaño de un batallón (unos 600 efectivos).

Estas unidades milicianas improvisadas tuvieron bastante éxito en contener el avance de los facciosos procedentes del valle del Duero hacia Madrid y en impedir su avance por Aragón. Solían ostentar nombres impresionantes, como la Columna de Hierro (procedente de la siderurgia de Sagunto en Valencia), Los Aguiluchos, Los Linces de la República, Tierra y Libertad, etc. Las Milicias Mariana Pineda se alistaban en la plaza del Dos de Mayo, nº 2, y estaban organizadas por el Sindicato de Autores y Compositores de España. Hasta que el Ejército Popular de la República se consolidó un tanto meses después, fueron las únicas fuerzas con las que se podía disponer.

Los primeros milicianos se podían clasificar en varias categorías. Estaban los que recorrían en actitud vocinglera Madrid, Barcelona o Valencia a bordo de camiones requisados y adornados con profusión de consignas y banderas. Al fin terminaban por llegar a la línea del frente, donde hacían algún alarde valeroso y se retiraban acto seguido a los cafés y tabernas de la ciudad, fusil en ristre, para contar detalladas narraciones de sus hazañas (a ellos iba dirigido la consigna «todos los fusiles para el frente»). También estaban los que iban al encuentro del enemigo en silencio, y aguantaban en su puesto mucho tiempo, sin comer ni beber ni relevo a la vista[116], el arquetipo de español cumplidor y leal que representó el pastor Anselmo en Por quién doblan las campanas.

Los observadores de la época adjudicaron a estas fuerzas milicianas en conjunto un comportamiento instintivo e impredecible, como los enjambres de avispas o, según el prejuicio racista en vigor, las hordas de nativos salvajes. En realidad, la propaganda facciosa las llamó muchas veces las hordas rojas o las turbas marxistas, para acentuar su carácter semi-animal y su completo alejamiento del carácter militar.  Estas características las hacía fácilmente fusilables una vez que caían en sus manos, especialmente en los primeros tiempos de la guerra.

Los milicianos carecían en general de cualquier tipo de instrucción militar, y tampoco tenían apenas sargentos  experimentados que les indicasen el grado de peligro objetivo de una situación concreta de guerra. No sabían que en caso de ataque aéreo no hay que echar a correr, sino tumbarse en la primera hondonada a mano con las manos sobre la nuca. Ignoraban la manera de avanzar dispersos y ofreciendo el menor blanco posible. Para ellos todo era nuevo en la guerra, contraviniendo de plano así una de las máximas de Clausewitz: “Es de la máxima importancia que el soldado no encuentre en la guerra cosas que, por ser la primera vez que salen a su encuentro, le suman en el terror o la perplejidad[117].”

El ejército profesional pasó a través de estas incoherentes fuerzas como el cuchillo a través de la mantequilla, en el camino desde Sevilla a Madrid. Una y otra vez los milicianos intentaron detener a las fuerzas del ejército de África, y una y otra vez fueron derrotadas y puestas en fuga. La retirada republicana no se detuvo hasta comienzos de noviembre, aproximadamente en la entrada del Paseo del Pintor Rosales (Madrid).  El cuchillo que cortó las líneas republicanas era un conjunto de unidades profesionales de apenas 25.000 hombres. Conquistar un país de 24 millones de habitantes con una fuerza tan exigua parecía una aberración. Los republicanos tenían como un mito principal la batalla de Valmy, cuando el ejército de la Convención (es decir, el pueblo en armas) derrotó al ejército prusiano invasor y aseguró así el futuro de la Revolución. El Ejército Rojo creado en Rusia durante la guerra civil de 1919-1921, que derrotó a la coalición de generales blancos y fuerzas de los Aliados, también era otro buen ejemplo.

Estos gloriosos antecedentes no parecían funcionar en España. Una y otra vez, las líneas milicianas eran fijadas, flanqueadas y aniquiladas. Los republicanos descubrieron entonces que carecían de lo principal para ganar una guerra: una estructura militar organizada y coherente. Las organizaciones de este tipo tenían como mínimo 5.000 años de existencia. Sus miembros eran partes de una red jerárquica nítidamente definida, que les proporcionaba continuamente información sobre su entorno y sobre lo que podían esperar de él. Por ejemplo, los soldados en una red semejante disponen de información sobre si lo que están viviendo en el campo de batalla es simplemente aterrador –y pueden continuar estando tranquilos– o si se trata de una amenaza real a la que deban reaccionar de manera profesional. La información la proporciona la propia jerarquía de mando, especialmente su columna vertebral, los sargentos. Más arriba, los estados mayores trabajaban reuniendo información ambiental a gran escala para guiar las actuaciones del ejército.

Otra característica es que los soldados, en un ejército eficaz, deben tener más miedo (o respeto) a sus superiores que al enemigo. Toda una batería de medidas de probada eficacia se han utilizado desde hace milenios para mantener una disciplina lo más férrea posible, un sistema en que la obediencia sea automática. Algunos de sus elementos son el saludo militar, el uniforme y el sistema de castigos. El ejército republicano, al principio, no dio por sentada ninguna de estas cosas. Es famoso el comentario ante las medidas de militarización de las milicias: «terminarán por obligarnos a saludar a los tenientes». La cultura anti-militar estaba tan arraigada en las filas del EPR, que éste tuvo que gastar gran cantidad de energía en convencer a sus tropas de la necesidad y conveniencia de cosas tan evidente en un ejército como saludar a los superiores, llevar una uniformidad reglamentaria, obedecer las órdenes sin discutirlas, etc. El ejército nacional tenía en ese punto una gran ventaja, pues sus elementos civiles voluntarios (falangistas, requetés, juventudes de Acción Popular, etc.) tenían tradición cultural militarista. Las innumerables revistas y periódicos del EPR repetían una y otra vez consignas como esta, aparecida en un cartel suplemento de «Ejército Popular»:»¡Capitán! ¡Teniente! ¡Sargento! ¡Cabo! [Sigue una arenga sobre la ejemplaridad en el mando] ¡A cumplir las órdenes a rajatabla, pase lo que pase y sea la que sea la situación!». La insistencia en la disciplina llevó a la paradoja del EPR. Su estructura terminó siendo (desde el punto de vista de su eficacia como maquinaria militar) demasiado rígida. El Ejército Popular carecía de otra característica de las organizaciones militares tradicionales, como es la reacción automática ante contingencias e imprevistos, tanto para evitar un desastre como para explotar un éxito. Las órdenes del Estado Mayor republicano solían enormemente prolijas, pero terminaban por perder el contacto con la realidad al poco de empezar la batalla.

Tan sólo una pequeña parte de los oficiales del EPR habían recibido instrucción profesional en las academias de Ávila, Toledo o Segovia, siendo los otros improvisados a partir de gente con algún grado de instrucción o competencia profesional. Los oficiales de intendencia, por ejemplo, solían ser empleados de banca, peritos mercantiles y profesiones comerciales. Bastantes oficiales republicanos se crearon a partir de líderes sindicales y de partidos que adoptaron el mando de columnas milicianas en el verano de 1936 y cuyo mando fue reconocido después oficialmente y sancionado con un grado militar de oficial o jefe. Más adelante se necesitaron muchos más oficiales, y hubo que crear los llamados «tenientes en campaña», equivalentes republicanos de los alféreces provisionales nacionalistas, pero que funcionaron peor que estos. Estos oficiales no profesionales solían ser los hijos del médico, de algún comerciante de la localidad, del boticario o de algún labrador acomodado. Esto los convertía en los «mandos naturales» de los soldados nacionalistas, en su mayoría hijos de campesinos con poco dinero. Pero la misma circunstancia de su extracción social determinaba recelos entre los soldados del Ejército Popular, que además tenían más gente de la ciudad, y menos del campo, en sus filas.

La intendencia del EPR ha recibido poca atención, pero fue lo que le permitió alentar durante sus casi tres años de existencia. Los soldados recibían 10 pesetas diarias de haber, dos pesetas para alimentación, 25 céntimos para mejora de comida y 30 céntimos para fondo de material. A diferencia de la tradición del ejército español, no se les descontaba nada por desgaste de vestuario. Cada soldado recibía un gorro o un sombrero, una camisa, unos pantalones, alpargatas, toalla, una manta, una cantimplora, un vaso, una cuchara y un tenedor. El equipo de invierno sumaba a todo esto una guerrera, un tabardo, unos borceguíes y otra manta. La carencia de botas de buen cuero y gruesa suela, adminículo proverbial del soldado, asustaba a los observadores internacionales.

Pasada la época de las columnas milicianas, también la República tuvo que organizar su ejército sobre el reclutamiento tradicional de quintas, lo que despertó cierto resquemor entre los milicianos veteranos del 19 de julio hacia los conscriptos:

Y ahora con la llamada a filas a las quintas, que ya todos sabemos cuáles son, han obligado a muchos que vivían en la retaguardia entre los emboscados y que una inmensa mayoría tuvieron que presentarse por no verse detenidos. Y luego llegaron a los cuarteles, y ya ascendieron; unos cabos, otros sargentos y algunos tenientes, y otros aprovechando enchufes como escribientes, y otros por el estilo. Y decimos que es algo bastante cruel para nosotros el que nos pongan bajo las órdenes de quien no ha sentido silbar ni siquiera una triste pildora en toda su vida, nada más que en tiempo normal aprendieron la instrucción de media vuelta y ponte firme[118].

El EPR fue una extraordinaria institución con una vida muy corta, apenas dos años y medio, cuando las organizaciones de este tipo –como el Ejército español– suelen alardear de cuatro o cinco siglos de existencia continuada, en los viejos países europeos.

Su historia militar es la de una larga retirada ante el más potente ejército nacional. Desde que se constituyó oficialmente en octubre de 1936, hasta su colapso final en marzo de 1939, el EPR nunca ganó terreno al enemigo, y fue perdiéndolo a una media de 100 km cuadrados diarios, durante los 900 días que duró la guerra de desgaste tras los cien dias iniciales de rápido avance nacionalista. Como un enfermo del estómago, lo poco que tomaba lo devolvía enseguida. Sus grandes victorias fueron las veces en que consiguió detener con claridad al enemigo, como sucedió en noviembre de 1936 en Madrid, en febrero y marzo de 1937 en El Jarama y en Guadalajara y, esta última menos conocida, en julio de 1938 ante Valencia. Un ejército con este historial tiene un gran problema de moral, que se intentó solucionar convirtiendo la resistencia en victoria “Resistir es vencer” fue el slogan acuñado por el gobierno de Negrín.

Al ser su base y matriz una de las sociedades más antimilitaristas de la historia, la civilización republicana española, se dedicaron enormes esfuerzos a convencer a sus componentes de que este no era un ejército como los demás por lo referente a la disciplina. El soldado republicano no debía ser un autómata de obediencia ciega, sino una persona consciente que tomaba la libre decisión de obedecer a sus mandos y mantener una férrea disciplina. El sistema de comisarios políticos y un torrente de memes debían encargarse de mantener esa idea viva.

Lo cierto es que poco a poco el EPR se convirtió en un ejército como los demás, en que los soldados recibían duros castigos si no se comportaban como autómatas de obediencia ciega. Tras el duro trabajo por militarizar a las milicias políticas, el EPR se encontró con el no menos duro de encuadrar en filas a reclutas forzosos, que terminaron formando el 80% de sus efectivos por lo menos. La sofisticación política de los primeros tiempos fue dando paso a un esquema muy sencillo, en el que España debía ser defendida de la invasión extranjera de italianos y alemanes –con los moros como tercera parte foránea– ayudados por españoles traidores. Y la referencia histórica favorita fue la guerra de la Independencia contra Napoleón.

Las insignias de jerarquía fueron diseñadas exprofeso. Se abandonó el sistema tradicional del ejército español de estrellas de seis puntas para los oficiales y de ocho para los jefes por otro basado en barras finas o gruesas, al parecer inspirado en el ejército francés. Encima de todo ello campeaba la estrella roja de cinco puntas, el gran símbolo de la revolución socialista, rodeada por un círculo en el caso de los comisarios políticos. La graduación militar solía ser muy inferior al mando efectivo. Los comandantes (mayores) podían muy bien dirigir un cuerpo de ejército, en cuyo caso se agregaban tres estrellas doradas de tres puntas a la barra gruesa indicadora de la graduación. El resultado final eran combinaciones bastante coloridas.

No había ninguna animación, por el contrario, en el importante asunto de las condecoraciones y recompensas militares. Los ejércitos suelen cuidar mucho este extremo, organizando un conjunto de medallas que van desde el grado máximo otorgado a una reducida super-élite –como la cruz de hierro alemana o el corazón púrpura USA– a infinidad de distintivos y chapitas indicando que se ha servido en determinada campaña, o que se han hecho determinado número de servicios, en general que uno “ha estado allí”. Entre estar allí y cumplir razonablemente su deber y los actos de valor sobrehumano premiados en España con la Cruz Laureada de San Fernando hay todo un mundo simbólico de chatarra que se aplica en proporciones variables y al final personalizadas a cada soldado, reforzando su espíritu de cohesión con su unidad y su ejército. Mientras que el EN cuidó mucho su tradicional protocolo de condecoraciones y medallas, el EPR no hizo el menor caso a este importante asunto, aparte de crear una Placa Laureada de Madrid, equivalente de la de San Fernando de sus enemigos. Uno de los muy pocos condecorados  fue el general Miaja, como era de esperar.

 

[117] Coronel S.L.A. Marshall, Los mandos de pequeñas unidades en combate, Infantry Journal, trad. en Ejército, nº 99, abril de 1948.
[118] Felisindo DÍAZ DÍAZ, 61 Brigada, 2.» Batallón, 4.ª Compañía. Bronchales. Parapetos: «Se deben rectificar los mandos» Libertad, 42 División (Cuenca) nº 4, julio de 1937.

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