Fragmento de un reportaje sobre los menús la guerra publicado en 1938 (clic para ver la imagen completa)
Estas recetas no tienen más validez que el plazo declarado por el Colegio [de Médicos], o sea el de ocho días.
“La validez de los certificados médicos recetando carne” El Sol, 5 de abril de 1937
He aquí la cena que la Administración del Hospital militar dará esta noche a los heridos:
Entremeses: cabeza de jabalí, chorizo, huevos duros, sardinas y aceitunas; coliflor a la bechamel, sesos de ternera, huevos, besugo al horno, pollo asado, ensalada, compota de pera, fruta dulce seca, turrones de Jijona y Alicante, vinos corriente y Jerez, cognac, café, cajetilla de pitillos y puro.
La Victoria – Semanario católico de Béjar, 24 de diciembre de 1937
Los diez años del hambre comenzaron en noviembre de 1936, cuando se implantó el racionamiento en Madrid. A partir de ese foco, la penuria se fue extendiendo como una epidemia por todo el país. En marzo de 1937 la zona republicana implantó oficialmente el racionamiento en todo su territorio, pero Valencia, por ejemplo, siguió bien abastecida bastante tiempo más. En 1938 toda la zona republicana estaba en apuros, y en 1939 el hambre se extendió ya por toda España. La situación tocó fondo probablemente durante el invierno de 1941-42, y luego se fue recuperando paulatinamente hasta que el abastecimiento se hizo suficiente a partir de la segunda mitad de los 1940s, aunque el racionamiento no se levantó oficialmente hasta comienzos de los 1950s. Los diez años del hambre fueron una consecuencia directa de la guerra, y una de sus peores formas de violencia.
Tripas llevan pies, que no pies tripas; la disponibilidad de alimento es un factor fundamental en la guerra, pues no en vano los soldados marchan sobre sus estómagos, y como ellos la gente de la retaguardia. Ha habido países en guerra insolentemente bien alimentados, como los Estados Unidos durante la segunda mundial, o incluso Alemania hasta 1944. Gran Bretaña pasó una escasez decorosa en esta guerra, mientras que el hambre fue fuerte en el Este la mayor parte del tiempo y puntualmente en Holanda, cuando el sistema de distribución de alimentos colapsó por completo durante 1945.
En la guerra de España la comida jugó su papel fundamental como en todas las guerras: cada parte acusaba a la otra de matar de hambre a la población, los soldados estaban mejor alimentados que los civiles, la distribución de comida se usó para premiar y castigar siguiendo criterios políticos, y la distribución oficial cohabitó con el mercado negro.
Hubo también importantes diferencias: en España la gente no estaba en general tan bien alimentada antes de la guerra como lo estaban los franceses o los alemanes antes de la suya, y después de la guerra la situación no mejoró, sino que el hambre se generalizó de tal manera durante una década larga que la expresión de antes de la guerra sirvió hasta la década de 1980 para definir un período de abundancia ilimitada.
El último año del hambre en España había sido 1905, cuando el clima se volvió loco en el sur de la Península. La primera señal de que se avecinaba un año muy malo fue la intensa helada que asoló el valle del Guadalquivir en enero de 1905. El 22 de febrero nevó en Sevilla, y volvió a nevar el 24 de marzo, una fecha y lugar extraordinarias para este meteoro. A la nieve y el frío sucedió una severa sequía de primavera, que en mayo ya era catastrófica. Las cosechas veraniegas se redujeron a una fracción de su volumen normal. En 1919 se rozó una situación difícil, pero en 1936 parecía que el ciclo del hambre catastrófica en España ya había sido definitivamente vencido.
Eso no quería decir que se hubiera llegado a los niveles de abundancia de alimentos propios de países como Francia o Inglaterra, con sus indicadores de cuarenta kilos de azúcar y sesenta de carne por habitante y año. En España el consumo de azúcar no llegaba a 10 kilos al año, y el de carne rondaba los 20. Las diferencias regionales eran importantes, como en el caso reflejo de la estatura. En el norte se comía en general más fuerte que en el sur, con más abundancia de carne y pescado.
La cultura popular había desarrollado una magna serie de platos vegetarianos, cuya cumbre era tal vez el recao de Binéfar, una exquisita mezcla vegana de patatas, alubias y arroz. La paella valenciana era en su origen un plato de arroz con verduras. El invento cumbre de Andalucía era el gazpacho, originalmente una especie de sopa fría de agua con pan, trozos de verduras crudas, sal, vinagre y aceite a voluntad. Las sopas de pan dominaban las cenas en todo el país, y las migas las comidas. El pan era el alimento universal de la clase trabajadora, y se comía en el tajo, acompañado de tocino o chorizo, o incluso de aceitunas. Cuando el pan se ponía duro, iba a la sartén o a la cazuela, pero seguía siendo pan.
Esta comida básica se podía adornar todo lo necesario. La paella con pollastre ya era plato de ricos, las ensaladas se ilustraban con huevo duro y escabeche de atún, y las migas podían ser huérfanas o llevar torreznos. El tocino era caro, y las grasas animales no eran una pesadilla a apartar del plato, sino una delicatessen.
La casi totalidad de la comida se producía dentro del país, como era lo habitual salvo en países muy industrializados, como Gran Bretaña. Las importaciones importantes eran de trigo en los años en que la cosecha no alcanzaba –que resultaron ser frecuentes en el primer tercio del siglo XX– y de productos de mucho alimento que el país no producía en cantidad suficiente, como el bacalao o los huevos. El bacalao, que a comienzos del siglo XXI era un plato de gusto y ocasión gastronómica, era en el primer tercio del siglo XX tan habitual en la dieta que muchas personas llegaban a aborrecerlo.
Los otros alimentos importados eran los de placer, superfluos por lo tanto, como el café y el chocolate. El café se estaba afirmando como la droga-despertador de los trabajadores, un estimulante socialmente aprobado, aunque el aguardiente mantenía sus posiciones en la barra de las tabernas a las siete de la mañana, cuando los obreros acudían a matar el gusanillo. Gracias a la remolacha, ya no era necesario importar tanta azúcar de caña como antes.
No solamente el país era casi autosuficiente en conjunto –aunque eso resultaba engañoso pues no cuenta los aportes extranjeros de fertilizantes, como el Nitrato de Chile– sino que muchas comarcas tenían impresionantes niveles de autoabastecimiento. Un vistazo a un caldo gallego, guisado al dente como era costumbre, revelaba que todos los ingredientes (patatas, berza, unto, alubias) procedían de un radio de pocos kilómetros en torno a la aldea. Galicia mantuvo un alto grado de autosuficiencia –llamada muchos años después algo pomposamente “soberanía alimentaria– hasta bien entrada la década de 1980.
El problema principal de la zona republicana era que su autosuficiencia alimentaria era más escasa que la de la zona nacional, por la relativa abundancia de ciudades e industrias. El gobierno republicano debió dedicar grandes esfuerzos a importar alimentos del extranjero, llegando a crear para ello una institución derivada de la CAMPSA, CAMPSA Gentibus, que en lugar de comprar gasolina compraba comida. También cumplieron su papel los envíos de la ayuda humanitaria, como el convoy de camiones con medio millón de botes de leche condensada que entró en Barcelona en diciembre de 1937, regalo de los obreros franceses a los niños españoles[51].
Durante los años del hambre la carestía no fue uniforme ni mucho menos. La zona nacional la sintió mucho menos que la republicana hasta finales de 1938. En la zona republicana, la costa levantina tenía una abundancia relativa, comparada con Madrid. Las ciudades lo pasaron peor que el campo. Los soldados solían comer mejor que los civiles.
El problema no era la comida, sino su precio. Pagando lo necesario, se podía encontrar cualquier cosa en cualquier lugar y momento. En Madrid, durante los años del semiasedio, había cuatro grandes modalidades de abastecimiento. Se podían comer en casa los alimentos obtenidos tras increíbles peripecias mediante la tarjeta de racionamiento y lo que se pudiera apañar en el mercado negro. Para los que no tenían tiempo para guisar o nadie que lo hiciera por ellos, se crearon los comedores populares, en los que se podía saciar el hambre por sólo dos pesetas. El que podía gastar cinco o seis pesetas no tenía más que irse a cualquier taberna, donde el menú solía resultar más apetecible. Por encima de las diez pesetas había una oferta bastante extensa de restaurantes con la puerta cerrada al público vulgar, “de diplomáticos” y bien conectados con el mercado negro, donde se podía encontrar lo que se quisiera a precios astronómicos.
La estructura de precios de los alimentos varió durante los años de calamidad alejando determinadas viandas de las cestas de la compra populares (por ejemplo, el café, el primero en desaparecer, siendo reemplazado por imaginativos sucedáneos). Los alimentos que empezaron a ser lejanos recuerdos fueron en principio los de placer (el café-café, o el chocolate de verdad), seguidos de los situados en posiciones elevadas de la pirámide trófica (carne, huevos, leche y pescado fresco), continuando por los alimentos perecederos de temporada, costosos de transportar (frutas y verduras frescas). Lo que quedó al final fue el núcleo duro de la comida, lo imprescindible para mantener a la gente con vida: pan, patatas, harinas diversas, legumbres, aceite y arroz, con algunos avíos de pescado seco o carne en conserva. Salvo las patatas, todos estos alimentos eran imperecederos y fáciles de transportar. Podían viajar mucho tiempo para paliar la hambruna en la comarca que los necesitara, y se podían racionar con facilidad. Tambien eran los componentes fundamentales del rancho, propio de cuarteles, cárceles y establecimientos de beneficencia, cuyo sentido es el de alimentar a la mayor cantidad posible de gente con el menor coste posible.
Una número enorme de personas, durante la guerra y bastantes años después, comió rancho. Eran los soldados y movilizados de todo tipo, los presos y otras categorías de indigentes. En total varios millones de personas, tal vez un 20% de la población total.
Según un reportaje[52] publicado en el verano de 1937 el rancho de los soldados republicanos era espectacular, comparado con la penuria que ya afectaba a las ciudades de la zona roja. Un menú para un día cualquiera incluía 400 gr. de pan, 200 de arroz, 150 de garbanzos, 100 a 125 de carne fresca o en conserva, 100 de verduras, 75 de cebollas, 70 de tomate, 50 de aceite, 50 de frutas frescas o secas, 25 de azúcar, 15 de café, 15 de sal, 8 de ajos y 2 de pimentón. Además, alcohol en forma de un cuarto de litro de vino y de 25 a 50 mililitros de aguardiente o coñac. En la vida real el rancho no era tan bueno, pero siempre mantuvo una calidad bastante aceptable.
La intendencia del Ejército nacional no se quedaba atrás, y su propaganda intentó convencer a los soldados republicanos para que se pasaran con seductoras descripciones del rancho que daban en sus campos de prisioneros. Era un argumento muy poderoso, y lo fue cada vez más a medida que la guerra avanzaba.
[51] Crónica, 19 de diciembre de 1937
[52] Mundo Gráfico, 25 de agosto de 1937: La intendencia del Ejército Popular. La alimentación y vestido de nuestros soldados.
Tochos: La guerra total en España