La forja del connacional

Una tarjeta postal muestra unos niños provistos de dos símbolos nacionales importantes, la bandera y el gorro militar. Impresa en Alsacia en 1919. Gaspard: Vive la France! (1919). Tarjeta postal. M. Tournier Editeur (Mulhouse) – Gallica 

 

Los ferrocarriles fueron importantes. Gracias a una imaginativa aplicación de la máquina de vapor al transporte, para lo que hubo que hacerla más compacta, manejable y capaz de soportar el traqueteo, se pudo contar por primer vez con un canal de transporte terrestre de alta velocidad y muy alta capacidad, en términos de enviar toneladas de mercancías o miles de pasajeros de un lado a otro. Al mismo tiempo que las redes de ferrocarriles cambiaban profundamente los ecosistemas de las regiones que surcaban, un tipo de tecnología paralela creó el estado nación compacto tal y como lo conocemos.

Un elemento fundamental en el proceso fue la consolidación de una serie de artefactos, principalmente el estado, la nación, el pueblo, la raza, el territorio y el idioma, en una sola unidad, que se podía definir con una sola palabra, con una marca inequívoca. Hubo que trabajar muy duro para conseguirlo, pues todo estaba por hacer en la Europa de mediados del siglo XIX. Definir con claridad un estado sobre un territorio perfectamente delimitado era la parte más fácil. Innumerables disputas fronterizas se resolvieron en buena forma, tras mucho trabajo diplomático y topográfico, con una precisa delimitación de la línea imaginaria de la frontera. Sirva de ejemplo el Arreglo de Límites firmado en Bayona el 11 de julio de 1868 entre España y Francia, que culminó más de diez años de trabajo e indicó sin posibilidad de confusión si tal o cual piedra de la divisoria pirenaica debía considerarse legalmente como española y francesa. Esta es una frontera muy resistente, que en realidad no ha cambiado desde finales del siglo XVII, pero las llanuras europeas han conocido fronteras muy fluctuantes, el gran ejemplo aquí es Alemania.

Sobre este territorio tan exactamente delimitado se superpuso la nación y el pueblo, que venían en el mismo paquete. En ocasiones se le añadió otro atributo, la raza. Todo lo anterior se podía hacer mediante declaraciones más o menos altisonantes y firmando documentos debidamente legalizados, pero la cuestión del idioma y las costumbres eran huesos más difíciles de roer. El idioma en particular dio mucho trabajo. Hubo que inventar el idioma estándar del estado nación, que cada país sacó de algún depósito geográfico o histórico de pureza imaginaria, por ejemplo el griego clásico (katarevousa) para la nueva Grecia o el castellano de Valladolid para la nueva España. Italia utilizó el toscano, Francia una de las lenguas de oíl. Pero eso no era todo. Había que definir con bastante detalle las características culturales propias de cada estado nación, es decir, qué debía saber un buen alemán o un buen español para considerarse como tal. Había cosas obvias (el idioma estándar, los símbolos nacionales) y otras menos evidentes, como los deberes con respecto a la Patria. La red de escuelas y el Ejército se pusieron manos a la obra y consiguieron moldear a millones, de manera que a comienzos del siglo XX el proceso ya estaba casi completado. Fue entonces cuando se dió la alarma ante la desaparición de las culturas regionales –que también formaban parte del cuerpo de la nación– y se planteó su conservación como folklore.

El estado nación ya estaba listo: compacto, indestructible, eterno, con un origen lejanísimo y un futuro ilimitado. Hoy en día somos poco conscientes del poder omnímodo de estas categorías mentales, a pesar de que organizan casi más que cualquier otra nuestro pensamiento. Esta categorización se podía hacer de muchas maneras, desde la afirmación altiva “Rule, Britania”, “la France eternelle” o “Dem Deutschen Volke” hasta la definición medio triste medio jocosa de un conocido político de la Restauración “es español aquel que no puede ser otra cosa”. Era el estado nación orgánico, un microcosmos completo capaz de funcionar por sí mismo, de abarcar el mundo entero si fuera necesario. El estado nación asigna a cada uno de sus miembros (en el sentido de “comunión”) un valor no buscado, eterno y garantizado contra toda merma. Por lo tanto, escapa a las fortunas del azar o la habilidad, o a la selección natural, a diferencia de la fortuna personal o al valor de las empresas. Como dijo De Gaulle, puede perder una batalla, pero no puede perder la guerra.

La tarea ímproba de consolidar esta idea en las mentes de los millones de ciudadanos de los estados se llevó a cabo utilizando todos los recursos de la comunicación: fue preciso crear logotipos, lemas, slóganes, historias deformadas o simplemente inventadas. La escolarización obligatoria cumplió un papel fundamental, pero también las canciones populares, los chistes, la gastronomía y el tabaco. La tarea se llevó a cabo con tanto éxito que aún hoy los supermercados de Hondarribia se diferencian de los de Hendaia en que unos exhiben latas de cocido y los otros de cassoulet, y unos venden Ducados y los otros Gauloises. Es la verdadera esencia de las dos naciones, la española y la francesa, que llega hasta sus respectivas y hoy por hoy inoperativas fronteras, como llega hasta el último rincón de su territorio. En esta perspectiva, la presencia del idioma español o el francés o de la Guardia Civil o la PAF (Police de l’Air et des Fontières) resultan aspectos secundarios.

Los nuevos estados nación ya no podían tener la manga ancha de antaño. Ahora era necesaria una identificación inequívoca de cada connacional para uso interno, una marca de reconocimiento a ser posible con un número correlativo. La tecnología necesaria fue proporcionada por los nuevos sistemas de ficheros y por la fotografía. La fotografía permitía la identificación de manera mucho más completa que el viejo sistema de señas personales. Fue utilizada por primera vez para la identificación de personas en sanatorios psiquiátricos ingleses hacia 1850 (1). No obstante, el sistema anglosajón no adoptó un sistema explícito de documento nacional de identidad, cosa que sí hicieron muchos estados, como el español. El DNI tiene su origen en la necesidad de identificar a las personas por métodos fotográficos en un país atestado de delincuentes potenciales. La identificación fotográfica se utilizó por primera vez en la represión del bandolerismo andaluz, a finales del siglo XIX, y después se extendió a toda la población española, incluyendo huellas dactilares y la exhibición de la oreja derecha, dos herencias del bertillonaje (el método que usaba la policía hacia 1900 para catalogar las señas personales de los delincuentes, antes del empleo de las huellas digitales) y de los métodos de Lombroso, que pretendían identificar al criminal antes de que cometiera un delito analizando los rasgos de su rostro.

El documento nacional de identidad era para consumo interno, y fue necesario hacer una versión especial, más solemne todavía, para que el connacional pudiera identificarse si quería viajar al resto del mundo. El pasaporte moderno es la gran etiqueta de calidad humana. Hay listas semioficiales de calidad de pasaportes, medida en número de países que dejan pasar libremente a su portador sin hacer preguntas (es decir, exigirle visado). El índice de Restricciones de Visa Henley & Partners 2017 establece como los mejores pasaportes del mundo los de Alemania y Singapur (159 países de libre acceso) y como el peor el de Afganistán (sólo 22 países no hacen preguntas cuando un afgano se acerca sus fronteras). Cuando un inmigrante ilegal compra u obtiene por cualquier medio ilegal un pasaporte de calidad, se produce el mismo proceso que cuando oscuras fábricas del tercer mundo producen versiones falsificadas de relojes de Cartier o de zapatillas Adidas. Los pasaportes tradicionales (así en plural) eran muy distintos, eran salvoconductos que se concedían a los caballeros para que se pudieran mover a placer sobre cualquier territorio, y los había de diferentes calidades según si los firmaba el ministro, el gobernador o un simple alcalde.

1- Naomi Rosenblum: Une Histoire Mondiale de la Photographie. Éditions Abbeville. Paris, 1992.

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