La máquina voladora de Maxim, tal como apareció en una revista de aviación en 1894. Le brevet de l’aeroplane de M. Hiram Maxim. L’Aéronaute : moniteur de la Société générale d’aérostation et d’automotion aériennes. Nº 11, noviembre de 1894 (Gallica).
En el verano de 1893, Cecil Rhodes decidió incorporar Matabelelandia al Imperio Británico. Era el país ndbele, en lo que hoy es Zimbabwe. Una reducida unidad de la policía sudafricana provista de varias ametralladoras Maxim fue decisiva para el éxito de la operación. En cuestión de horas, los impis (regimientos) matabeles fueron diezmados por las nuevas armas, dejando miles de muertos en el campo contra unas pérdidas insignificantes por parte de los atacantes. No obstante, aunque las ametralladoras funcionaban muy bien en campo abierto, perdían efectividad cuando los guerreros se refugiaban en el terreno escabroso que tanto abunda en la región. Resultaba evidente que una máquina voladora provista de armas de tiro rápido podría haber hecho mejor el trabajo, pero tal artefacto no existía por el momento en el inventario de ningún ejército. ¿Quién podría construirlo? En 1893 había varios inventores trabajando para resolver el problema de la locomoción aérea, pero daba la casualidad que el propio Hiram Maxim era uno de los que estaban más cerca.
Tal como él lo contó tiempo después, varios ricos gentlemen le preguntaron en 1887 si era posible construir una máquina voladora, cuanto costaría y cuanto tiempo necesitaría. “Sin vacilar un momento, contesté que requeriría mi completa atención durante cinco años y que costaría 100.000 libras (1)”. Tras años de trabajar por su cuenta en Baldwin’s Park, su posesión inglesa en Kent, en 1894 la máquina ya estaba lista. Tenía más de 30 metros de envergadura y pesaba casi cuatro toneladas, con una tripulación de tres personas y dos máquinas de vapor de 180 hp cada una asegurando la impulsión. Este canto del cisne de la Era de Vapor estaba diseñado para flotar en el aire entre dos carriles circulares de sujección, como una especie de tren de juguete gigantesco. Los motores daban tanta potencia, sin embargo, que la máquina rompió el carril superior, se elevó en el aire unos momentos y cayó a plomo unos metros más allá. Maxim perdió el interés por nuevos experimentos, aunque utilizó exhibiciones públicas de la máquina –junto con demostraciones de fuego de sus “mundialmente reconocidas ametralladoras automáticas” para recaudar fondos de caridad. Poco después del experimento aéreo, en agosto de 1894, escribió acerca de la máquina voladora en unión con explosivos mejorados y armas de tiro rápido: “No dudo en decir que la nación europea que tome ventaja en la posesión de este nuevo ingenio de destrucción será capaz de modificar el mapa de Europa de acuerdo con sus propios intereses”(2). Muchos pensaban como él en ese tiempo. Pero si el interés militar parecía evidente, la demanda comercial de máquinas voladoras era escasa: el mundo parecía funcionar perfectamente sin ellas.
En los primeros años del siglo XX, que resultaron ser los últimos de Planilandia, casi todo el planeta pertenecía a los europeos o a sus descendientes. Una serie de imperios dinásticos –británico, alemán, ruso, austrohúngaro, italiano, holandés– y dos repúblicas imperiales –los Estados Unidos de América y Francia– reducían a poco más de media docena el número de entidades políticas que contaban de verdad. Algunas antiguas potencias eran vistas como presas de la decadencia: España había perdido los restos de su imperio en 1898, y Turquía era visto como un estado “en descomposición”. Por el contrario, tres estados parecían especialmente pujantes: los Estados Unidos se encargaban de controlar el continente americano en su conjunto, el Imperio Británico poseía casi la tercera parte de las tierras emergidas del globo, y la capacidad de crecimiento de Alemania parecía ilimitada. El resto del mundo aguantaba como podía el embate imperialista. África era un gran pastel recién repartido entre las potencias europeas, salvo la recalcitrante Abisinia, que había derrotado en 1896 a un ejército italiano desprovisto de las ventajas de la aviación, y el enclave liberiano. En Asia, tan sólo Persia, Afganistán, Siam y China mantenían una apariencia de política independiente. Era el triunfo completo de la civilización europea, que – en opinión de los antropólogos más eminentes– era más o menos equivalente a la parte mejor de la raza blanca, en concreto su rama “nórdica” o “anglogermánica”. Las herramientas cotidianas de su poder eran exclusivamente terrestres y marítimas, barcos y ferrocarriles alimentados con carbón, pero también mulas y caballos, telégrafos y cables submarinos, así como fusiles de tiro rápido y ametralladoras. Pero eran más importantes las ideas.
Lord Salisbury había resumido la opinión general cuando, en su famoso discurso de mayo de 1898 en el Albert Hall de Londres, dividió las naciones del mundo en “vivas y moribundas”. El barbado primer ministro británico comparó acto seguido “grandes países de enorme poderío que cada año crecen en vigor, en riqueza y en la perfección de su organización” con “numerosas comunidades” retrasadas que deberían caer indefectiblemente bajo el control de las primeras. Pensaba claramente en Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos en el primer caso y en China y Turquía en el segundo. La tabla de jerarquía de calidad entre los países dudaba algo más a la hora de asignar puntos a Francia, siempre una gran potencia pero siempre en apuros y a Rusia, de enorme tamaño pero que sería derrotada por Japón siete años después, que a su vez resultaba desconcertante al ser una clara nación “viva” y pujante sin pertenecer a la raza blanca. Entre todas las naciones, Inglaterra descollaba de manera indiscutible. Cecil Rhodes no tenía ninguna duda al respecto: el Imperio Británico y los países de habla inglesa en general (incluidos los Estados Unidos) tenían la responsabilidad de dominar el mundo y procurar reducir al mínimo los descarríos de razas menos favorecidas por la naturaleza que la anglosajona.
Salisbury, hombre práctico, no dejó de anotar en su discurso la importancia de la tecnología para traducir a términos prácticos la superioridad moral y racial: ”Los ferrocarriles les permiten [a las naciones “vivas”] concentrar en un punto cualquiera toda la fuerza militar de su población y reunir ejércitos de una magnitud y potencia jamás soñadas en las generaciones pasadas”. Esto era lo que contaba: acero moldeado en forma de máquinas pesadas y poderosas, y los campeonatos mundiales de producción de acero animaron todo el siglo XX. En 1903 los Estados Unidos dominaba la competición, seguidos a cierta distancia por Alemania, que ya superaba con claridad a Gran Bretaña.
Los imperios mundiales –únicamente el austrohúngaro no tenía colonias lejanas, ni parecía desearlas– necesitaban ser gobernados a través de líneas de comunicación de miles de millas. Las posibilidades de control directo variaban de acuerdo con la distancia a las respectivas metrópolis. Londres disponía de servicio telefónico, taxis y red de metro, mientras que el oeste de Irlanda o las Highlands requerían jornadas más largas a partir de la estación de ferrocarril más próxima, a partir de la cual era necesario proseguir a caballo. La India disponía de una red de ferrocarriles más laxa. No había trenes en Nigeria, ni tampoco caballos en cantidad suficiente, y en ocasiones el mensaje del imperio (de recompensa o de castigo) debía ser llevado a pie o empleando medios de transporte locales, inlcuyendo camellos, asnos, sillas de manos y rickshaws. De esta forma, el viaje del residente británico en Nyasalandia para adjudicar una K.B.E (3) a un reyezuelo –denominación despectiva de las monarquías no blancas– del remoto interior o la expedición de castigo del ejército a una tribu levantisca del Waziristán podía llevar semanas o meses. Una de las principales ventajas de la aviación sería reducir este tiempo a horas o días, conservando intacto el brillo de la autoridad, haciéndola veloz y omnipresente. Aunque un arma que nunca faltaba en el arsenal del oficial colonial era el uniforme de gala cuidadosamente doblado y guardado en una maleta, que se sacaba cuando era necesario impresionar a los nativos como complemento de los cañones (los nativos pronto dejaron de impresionarse por los fusiles) una larga expedición por el wild side era un gran nivelador de la especie humana.
Existían maneras de dominar la situación sin mancharse tanto las manos. La principal consistía en fondear en aguas levantiscas, a ser posible a tiro de cañón de su ciudad principal, uno o dos barcos de guerra encargados de abrir fuego si la diplomacia dejaba paso a la violencia. Versiones menores de los acorazados podían subir por los ríos y proporcionar un cierto control en los bordes de las masas continentales hostiles. (Esta es una las razones por las que el hombre blanco gastaba una enorme cantidad de energía en transportar barcos más o menos desmontados por el interior de regiones salvajes). En general, no obstante, la conexión económica y militar mundial resultaba bastante satisfactoria. Un hombre con la suficiente cantidad de tiempo y dinero podía dirigirse a una agencia de viajes en Londres, París o Nueva York y comprar un billete para casi cualquier parte del mundo, mediante combinados barco-ferrocarril que aseguraban un confort y una velocidad razonables. Las inglesas incluso podían viajar solas. Londres en particular importaba toda clase de artículos, frescos y en conserva, desde todas las partes del mundo en un flujo ininterrumpido que hacía inútil la rapidez. Este mundo ordenado y bastante próspero no necesitaba máquinas voladoras para funcionar, pero lo cierto es que ya disponía de diseños y proyectos en cantidad de tales artefactos.
1-PUDNEY, J.: The Golden Age of Steam. Hamish Hamilton ( 1967)
2- Ibid.
3- Knigth of British Empire, Caballero del Imperio Británico
Asuntos: Colonialismo, Imperio
Tochos: Historia natural de la aviación