George Cayley, que tenía 80 años por entonces, intenta convencer a su reluctante cochero para que se suba a bordo y pilote su máquina voladora, que se puede ver al fondo de la escena. La máquina fue cuidadosamente reproducida para un documental de Anglia Television y acarreada a Brompton Dale, el prado en pendiente de la heredad de Cayley en Yorkshire donde hizo su famoso vuelo en 1852. Según John Sproule, ingeniero aeronáutico y autor de la réplica, el aparato volaba estupendamente y –a diferencia de muchos otros intentos pioneros– podía ser gobernado en el aire con facilidad. Cayley fue el descubridor, en 1799, del principio fundamental de la sustentación que genera una superficie curva orientada a una corriente de aire. «Cayley’s 1853 aeroplane», by John Sproule, Flight, 13 de diciembre de 1973. Flight Global Archive.
La aviación existía ya antes de que un sólo avión volara. Había libros, revistas, empresas por acciones, clubes, asociaciones, e incluso especificaciones técnicas del Ministerio de la Guerra francés (a las que respondió el Avion de Clément Ader) antes del 17 de diciembre de 1903. Los aviones también existían en gran número, aunque solo sobre el papel de momento. El gran George Cayley (1773 – 1857) había marcado el camino hacía más de un siglo, y ningún país dejaba de contar con su pequeña tribu de aficionados al diseño de máquinas aéreas, que muchas veces publicaban revistas y boletines y celebraban convenciones.
El petróleo, la mecánica de precisión, la física de fluídos, los motores ligeros para automóviles, e incluso las bicicletas, fueron algunos de los factores que confluyeron en el invento. Pero no se dió en este caso, como es frecuente en la historia, una respuesta tecnológica gradual a una perentoria necesidad económica. Por ejemplo, la máquina de vapor se empleó para mover carruajes ya desde finales del siglo XVIII, y la propia máquina de vapor se desarrolló principalmente por la necesidad de extraer el agua de unas minas de carbón que debían ser cada vez más grandes por la escasez de leña en unos bosques esquilmados. Esta cadena causal efectiva condujo a la puesta en práctica del ferrocarril, que pronto resultó imprescindible para el transporte de mercancías y de personas a larga distancia. Pero, a diferencia del camino de hierro, no había ninguna necesidad de inventar el avión, al menos desde el punto de vista del transporte comercial. No se le echaba en falta, y no fué en absoluto una respuesta a determinadas presiones ambientales.
No obstante, la invención de la máquina voladora reunió gradualmente tecnologías antiguas y modernas hasta hacer surgir, como de la nada, una nueva dimensión en el espacio cultural y ambiental de la humanidad, que dejó súbitamente de ser Planilandia para adquirir una tercera dimensión de profundidad. Tal vez sólo se la pueda comparar la invención del venablo arrojadizo y de la flecha lanzada por un arco. En estos inventos, seguidos por la artillería, la humanidad satisfacía su viejo sueño del poder a distancia. Al parecer, una diferencia entre los homínidos y sus primos los monos antropoides radica en la capacidad de los primeros para lanzar con precisión objetos a distancias relativamente grandes. En este sentido, la aviación (y después los misiles) constituye la culminación de esta particular habilidad.
Otro factor importante en el desmenuzamiento del “viejo sueño” de volar está en la búsqueda de posiciones elevadas por parte de un primate dotado de una vista especialmente aguda, para quien el dominio visual de una buena extensión de terreno constituye una garantía de supervivencia. No se puede olvidar que el primer uso de la aviación fué el de plataforma de observación, naturalmente al principio con fines militares. Un tercer factor se inserta en el largo proceso de adquisición artificial de las performances especializadas propias de los diversos grupos de animales. Lo que comenzó como capas de grasa y pelo artificiales, en forma de capas de piel, que dotó a los humanos de características del oso, continuó con un pico carroñero similar al de los buitres elaborado con cantos aguzados, siguió con colmillos y garras artificiales de diversos materiales, armaduras metálicas o de cuero, patas veloces simuladas con un invento que la naturaleza no emplea apenas (la rueda), y por fin capacidad de volar gracias a planos de sustentación, hélices y turbinas rotatorias –estas últimas otro invento poco usado en la naturaleza–. Las aves proporcionaban el modelo de las alas, pero la propulsión era otra cosa. Se necesitaba una manera de convertir energía química en energía mecánica lo más eficaz posible: un buen motor, liviano pero potente.
El motor de combustión interna y combustible líquido comenzó a cambiar la manera en que el hombre blanco proyectaba su poder sobre el mundo. Al poder impulsar vehículos mucho más ligeros que una locomotora, ofrecía posibilidades menos limitadas de movimiento a través del paisaje, siempre que no fuera demasiado empinado o embarrado o no contuviera arenas movedizas. La opción más evidente para solucionar estos problemas, el vehículo mecánico con patas, nunca se desarrolló en serio. Parte de la culpa la tuvo la invención de la máquina voladora: George Cayley escribió en 1804 acerca de su modelo de “avión cometa” “Era muy bonito verlo bajar planeando desde la cima de una empinada colina, y le hacía pensar a uno que, si fuera mayor, aquel artefacto sería un vehículo mejor y más seguro para bajar los Alpes que la mula más seguraiv”. Estas y otras ventajas de una locomoción aérea a voluntad eran ampliamente reconocidas por los teóricos, pero la tecnología de punta de la época tenía bastante trabajo con desarrollar motores de explosión eficientes para coches y barcos, abonos químicos mejorados, turbinas para las centrales de producción de electricidad, mejoras en telégrafos y teléfonos, radiotransmisión de voz e imágenes, electrodomésticos, fotografía en colores y películas cinematográficas. El vehículo aéreo más ligero que el aire ya existía desde tiempo antes que el ferrocarril, pero el uso militar del globo era muy limitado y el comercial completamente inexistente. El dirigible, como camino lógico de avance de la tecnología aérea, también conocía progresos, pero resultaba poco manejable y demasiado lento.
Estaba bastante claro que un avión debía tener algunas superficie de sustentación y algún modo de propulsión, pero a partir de ahí las opiniones se dividían. Un sector influyente abogaba por la simplicidad de combinar sustentación y propulsión en la misma estructura, mediante alas batientes. Otro sector numeroso veía el futuro en planos fijos unidos a propulsores de hélice, bien probadas en su empleo para impulsar máquinas acuáticas. Nadie tenía la menor idea de cómo navegar en el seno del medio aéreo, aunque se suponía que bastaría con una combinación de timones y gobernalles parecidos a los que usaban los barcos. La diferente sustentación que podía proporcionar cada perfil y forma de ala era un arcano casi desconocido, a pesar de los trabajos con planeadores de Otto Lilienthal.
Asuntos: Aviación
Tochos: Historia natural de la aviación