La edad de oro de la craneometría

Types of Mankind (Internet Archive)

 

A mediados del siglo XIX, una legión de científicos recorrió el mundo armada de compases, reglas y varas de medir. Eran los antropómetras, buscando traducir a números incontestables la jerarquía racial que se consolidaba al mismo tiempo que Europa se hacía “soberana del mundo”. A veces no hacía falta complicarse mucho. Por ejemplo, se vió como la forma de la nariz reflejaba estupendamente la jerarquía universal de las razas, a saber: narices estrechas y altas: raza blanca; narices medianas: raza amarilla y narices bajas y anchas: raza negra. Se midió todo lo que se podía medir: peso, altura, proporción de los miembros, color de la piel, el cabello y los ojos, ensortijamiento del pelo, robustez, agilidad, resistencia al dolor, agudeza visual, etc., etc.

La lámina 339 de Types of Mankind, de Josiah Nott y George Gliddon, resume los resultados generales de tal investigación mundial. En ella se puede ver, de arriba abajo, la cabeza del Apolo de Belvedere (puede verse la estatua entera en los Museos Vaticanos), el retrato de un Negro de aviesa y al mismo tiempo pasmada actitud y una cabeza de un Joven Chimpancé de inteligente aspecto. Las tres cabezas están acompañadas de sus respectivos cráneos, de un Griego, un Negro Creole y el Joven Chimpancé mismo. Se ve con claridad que la calavera del Negro está tumbada, para exagerar todavía más su simiesco prognatismo. Esta lámina se reprodujo muchas veces, y en otros libros de antropología aparecieron versiones con alguna variación, consistente por lo general en poner en el escalón superior, en lugar de estatuaria clásica, la cabeza de un Francés, de un Vasco o de un Europeo a secas. Types of Mankind se puede consultar en Internet Archive. Tiene casi ochocientas páginas, centenares de ilustraciones y fue una sensación cuando fue publicado, en 1854. Su tesis principal era que las razas eran inmutables y muy diferentes en calidad, y para probar este aserto acopiaba una montaña de datos procedentes de la historia natural, geográfica, filológica y bíblica. En lo que respecta a materiales, las fuentes principales eran antiguos monumentos, pinturas, esculturas y cráneos.

El gran instrumento jerarquizador de la calidad humana era la antropología física, pero dentro de ésta la estrella indiscutible era sin duda la craneometría. La craneometría presentaba grandes ventajas para la ciencia de la segunda mitad del siglo XIX: era en apariencia absolutamente objetiva, y sus resultados reproducibles, y era acrecentable y almacenable en las enormes bases de datos que parecían constituir las colecciones de cráneos, el equivalente de la época de los grandes proyectos científicos de recolección de datos a escala mundial que tanto nos gustan a los humanos –que actualmente trabajan con muestras de DNA más que con cráneos, y se dedican a establecer árboles de relaciones más que jerarquías lineales. Y es que la antropometría en general fue el antecesor directo del estudio del DNA en su pretensión de clasificar la variabilidad humana de manera objetiva, en su manejo de grandes masas de datos numéricos y en su incapacidad para abstraer de ellos información sintética relevante sobre la diversidad humana. La craneometría nunca fue calificada oficialmente de fraude, porque –con algunas excepciones– sus practicantes creían realmente que estaban haciendo una contribución importante al conocimiento.

Hoy, con alguna distancia temporal, podemos ver que se trataba de una misión imposible. En realidad, la craneometría representó un verdadero tour de force de la topología, en su intento de reducir un objeto tridimensional tan complejo como es un cráneo humano a un conjunto de medidas capaces de diferenciar inequívocamente las diferentes razas y variedades humanas. Topinard, en su Antropología, se queja de las pretensiones de los arqueólogos que envían unos cuantos cráneos al laboratorio de cualquier escuela de estudios superiores con esta pregunta: “Decidme si son francos, borgoñones, sarracenos ó romanos”. Hay que tener en cuenta que esta identificación se consideraba posible en todos los casos, e incluso sencilla si se contaba con una buena colección de cráneos cuidadosamente seleccionados por su proximidad al “tipo ideal” de la raza o variedad humana en cuestión.

Pues este es el punto siguiente: la craneometría no se enfrentaba a sus colecciones de calaveras tan sólo con reglas y compases, sino con una detallada clasificación preexistente de la especie humana en variedades, que en muchas ocasiones obligaban a desechar ejemplares por presentar caracteres “mezclados”. Topinard se pregunta: “¿Hasta qué punto llegan las variaciones individuales admisibles en una misma raza que se considera pura, como por ejemplo los andamanes?”. La respuesta de Broca para el índice cefálico era que éstas no podían superar el 10%: si lo superaban, se podía afirmar que los individuos portadores eran resultado de mezclas. Atrapada en un cepo metodológico de semejantes dimensiones, la craneometría continuó tambaleante intentando distinguir inequívocamente entre “francos y borgoñones”. Pero su importancia en la historia de la calidad humana es grande, pues proporcionó las primeras escalas universales numéricas para etiquetar a la especie humana, con una eficacia tal que su influencia es bien patente en todavía en nuestros días.

La craneometría debía indicar la posición de las variedades humanas en la escala universal de calidad, según como se reflejan en ellas una serie de características e índices. En la práctica, el sistema funcionaba como una manera racional de probar la situación entre el hombre y el mono de las variedades humanas tenidas como inferiores. La cantidad de pruebas podía ser abrumadora.

Las publicaciones de la época informan de centenares de índices, basados en cálculos sobre medidas entre innumerables puntos del cráneo. Se puede ver un ejemplo cualquiera: la altura basiobregmática es, como cualquiera puede suponer, la distancia del basio (borde anterior del gran agujero por donde pasa la médula espinal) al bregma (el punto de intersección de la sutura frontal y la sagital). Si la dividimos por la altura de la cara medida entre el nasio (punto de encuentro entre la sutura nasofrontal con el plano medio sagital) y el gnatio (punto más bajo en el borde inferior de la mandíbula, detrás de la espina supra meatum), ya tenemos un índice craneométrico. Sucesivos congresos internacionales intentaron poner orden en semejante batiburrillo, pero con poco éxito. Además, los antropólogos alemanes se negaban a asistir a los celebrados en Francia y lo mismo ocurría con los franceses con los organizados en Alemania, fresca todavía la derrota de 1871. Al ser estos dos países las principales potencias antropométricas de la época, tal falta de acuerdo lastró seriamente a la ciencia de la craneometría, que a la vuelta del siglo XX ya estaba desacreditada.

Topinard se queja de la exageración y complicación de las medidas: “todo principiante [de la craneometría] quiere tener las suyas”.
El caso es que el lenguaje científico de gran espesor generado por la craneometría produjo centenares de pruebas irrefutables de la existencia de una jerarquía universal de calidad, basadas siempre en un patrón recurrente: a) fijar la atención en un detalle anatómico cualquiera –desde el índice cefálico al ángulo de torsión de la cabeza del fémur, y con frecuencia en índices compuestos mucho más sofisticados– , b) establecer numéricamente los dos extremos de dicho índice, por lo general “parisienses”, “auverneses”, “franceses” o “europeos” por un lado y simios por otro y c) colocar a los inferiores en su lugar correspondiente en la escala métrica así ideada.

La superioridad europea se demostraba por hechos incontestables como el ángulo del plano de Francfort (línea imaginaria desde el borde inferior de la órbita hasta el conducto auditivo) con el eje de la órbita. En el chimpancé, ambas líneas se cruzan de mala manera. En el fósil de La Chapelle aux Saints, siguen cruzándose, aunque el ángulo es menor. En el australiano, ya no se cruzan, pero muestran un sospechoso ángulo. Por fin, en el hombre blanco, ambas líneas son perfectamente paralelas.

Ocurre lo mismo cuando nos fijamos en un elemento tan importante como el perfil sagital. En este caso la serie ascendente es ésta: Gorila – Pithecantropus – Neandertal – Australiano – Europeo. Un mentón fino y bien pronunciado es también señal inequívoca de humanidad. En este caso, la serie es Mandíbula de Mauer – Id. de Negro – Id. de Europeo actual.

Algunos índices y medidas fueron muy populares: la capacidad del cráneo expresada en centímetros cúbicos, medida mediante procedimientos más o menos normalizados con perdigones del número 8 (2,2 mm ø), semillas de mijo o arena “bien secada” procedente de la playa de Calais; el índice cefálico, que produjo toneladas de literatura indigerible sobre misteriosos pueblos braquicéfalos o dolicocéfalos disputándose la Europa de antes de los romanos; y por supuesto el más apreciado de todos por su poder jerarquizador: cualquiera de la innumerables medidas del proñatismo (hoy se escribe prognatismo), “la única que proporciona el carácter diferencial buscado entre las razas humanas” (2) . Esta medición era muy antigua, se la solía llamar “ángulo de Camper” por su descubridor, Petrus Camper, un pionero de la antropología del siglo XVIII. El prognatismo medía más o menos la verticalidad de la cara, midiendo el ángulo entre una línea horizontal y otra trazada más o menos desde la frente a la barbilla. En una estatua griega resultaba un ángulo recto, en las razas inferiores se convertía en cada vez más agudo.

El procedimiento no siempre funcionaba como se esperaba: en una serie de mediciones de proñatismo verdadero o subnasal, con los guanches en primer término (81,34) y los namaqueses y bosquimanos en último (59,58), lo que parece correcto y en el orden natural de las cosas, los tasmanios obtienen un sorprendente 76,28, casi idéntico al de los merovingios, antepasados de los franceses (76,54). Topinard, horrorizado, escribe: “Los polinesios más puros, y apenas nos atrevemos a decirlo, los tasmanios que hemos medido se asemejan mas por este concepto á las razas blancas que á las amarillas orientales ó á las negras de Africa”.

La confusión de Topinard ante los tasmanios cuasi-blancos era reflejo de una confusión mayor: la de la existencia de un tipo denominado «francés moderno» (europeo moderno, por extensión), caracterizado por su grácil aspecto, frente alta, ausencia de arcos superciliares, mandíbula puntiaguda, etc., es decir, el Apolo de Belvedere. Este tipo no abundaba en París ni en el resto de Francia, con las naturales excepciones. En realidad, no existía más que en la imaginación de los antropólogos.

Hoy nos causa asombro la enorme cantidad de trabajo numérico que se volcó en la craneometría, en ausencia de computadoras. También resulta preocupante (para nuestra ciencia) que los científicos de la época vieran exactamente lo que esperaban ver, y no otra cosa. Se podría pensar que la ciencia era toda así en esa época, pero eso no es en absoluto cierto. Décadas atrás, Prichard rebatía con argumentos sólidos las pretendidas series continuas simio – negro – europeo, basadas en el ángulo de Camper. Pero el buenismo de James Prichard (1786 – 1848), que pensaba en una unidad general de la especie humana, con un origen común y –seguramente– un destino común, no era la corriente principal. La mayoría de los craneómetras, legisladores, militares coloniales, colonizadores en general, comerciantes y la opinión pública en general estaban convencidos de la inecualidad de las razas y de su inherente jerarquía.

 

(1) Datos de la Antropología de Ernesto Frizzi, traducida y anotada por Telesforo de Aranzadi (circa 1920)
(2) Topinard, Antropología, LXXXV

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