Boeing 707 de la Pan Am, de una de la primeras rutas que cruzaron el Atlántico en jet, en 1958.
Durante la década de 1950 el problema de los Estados Unidos no era construir un jet de pasajeros, una tecnología bien conocida, sino poner en operación un jet de pasajeros rentable para las aerolíneas. Un enfoque algo distinto del británico, más centrado en términos de tecnología apoyada por el gobierno, mediante subsidios y destinada a aerolíneas nacionales (e imperiales). Los nortemericanos alardeaban de que su sector aéreo civil estaba completamente puesto a merced de las implacables leyes del libre mercado. El problema era el dinero, no la tecnología. Un DC-7 costaba 1,6 millones de dólares, mientras que un jet de pasajeros costaba cuatro millones. Los costes de desarrollo de los nuevos jets eran enormes comparados con los costes de hacer evolucionar las gráciles líneas de los DC-7 y Super Constellation. Su consumo de combustible era el doble, y sus costes de manteminiento más altos porque los motores a reacción eran más delicados y menos duraderos que los de pistón. Todo esto significaba tarifas más altas, aunque también velocidades más altas.
La mayor velocidad, no obstante, podía reducir los costes por pasajero y milla. Todo se puso en la balanza, junto con la posibilidad de subsidios del gobierno, los acuerdos entre las grandes compañías, el decreciente precio del petróleo, la cantidad y calidad de comida a bordo, el crecimiento económico, el dinero disponible para viajes del americano medio, la disposición a pagar gruesas tarifas por parte de las empresas para que sus ejecutivos no parasen de viajar defendiendo los colores de la empresa, etcétera.
El caso es que el mundo civilizado decidió que 600 millas por hora era la mínima velocidad decente para los viajes aéreos, y ya en 1958 los maravillosos cruceros aéreos de motores de pistón eran tan obsoletos como un coche de caballos, e iniciaban su traslado al Tercer Mundo, donde todavía les aguardaban muchos años de servicio. Que se sepa, la señora Clive Runnells –de Lake Forest, Illinois– fue la primera extravagante jet de la historia. Tomó parte del primer vuelo regular Nueva York-París de la Pan Am a finales de octubre de 1958 con la intención de desayunar en el Ritz y volver inmediatamente a su casa. Lo hizo a bordo del Boeing 707, el segundo mejor diseño de la historia de la aviación comercial tras el Douglas DC-3. El modelo 707 y el DC-8 ya casi han cumplido medio siglo, pero resultan indistinguibles externamente de aviones mucho más recientes.
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