Cómo empezaron los diez años del hambre

tarjetadeabastecimientocanillasCrónica, 20 de septiembre de 1936 – Biblioteca Nacional de España – Hemeroteca Digital

 

 

¡Heroicas mujeres de las colas; de los amaneceres en la puerta de las tiendas; de las horas pasadas arrimadas a la pared, porque los pies ya no sostienen, con el capacho al brazo, para llevar algo a casa!

E.F.: La nueva cocina madrileña, impuesta por la guerra.
Crónica, 30 de mayo de 1937

 

Los primeros meses de la guerra fueron pletóricos en Madrid. Las tiendas estaban llenas, la comida abundaba y la gente tenía dinero en el bolsillo. Se había acabado el paro, y el Gobierno daba diez pesetas diarias a cada miliciano, lo que no estaba nada mal. El racionamiento que se implantó oficialmente era espectacular: lejos de ser un reparto de la escasez, era simplemente el ideal alimentario puesto en una cartilla, con cantidades generosas de carne, pescado, lácteos, frutas frescas y verduras. Es decir, lo que las clases proletarias españolas no comían muy a menudo antes de la guerra. Sumando las cantidades establecidas de carne, por ejemplo, se llegaba a más de 50 kilos al año, entre dos y tres veces la media de consumo nacional en aquellos años.

Los problemas empezaron en noviembre, cuando los facciosos chocaron contra la ciudad. Para entonces ya estaban cortadas las carreteras y ferrocarriles del Norte (en Somosierra, a unos 50 km. de la capital), de Galicia y la Meseta norte (la carretera fue cortada en las mismas afueras de la capital en enero de 1937), de Extremadura (prácticamente en la misma estación), de Andalucía (a la altura de Getafe, a una decena de kilómetros al sur) y de Cataluña y Zaragoza (a unos 60 km., poco más arriba de Guadalajara). Sólo quedaba abierta la carretera y ferrocarril de Valencia. Para entonces, las reservas de víveres y de carbón ya estaban acabadas, después de cien días de alegre consumo.

En noviembre de 1936 Madrid quedó reducida a una triste situación desde el punto de vista de los abastecimientos. Una ciudad que antaño recibía alimentos de toda España y parte del extranjero, vía ferrocarril, camiones y también carros, se quedó sin la parte más sustanciosa del suministro. De la noche a la mañana desaparecieron cosas como el pescado y marisco de Cantábrico, la leche y quesos de Galicia, harina y legumbres del valle del Duero, las verduras de Aragón y las patatas de La Rioja, el aceite de Extremadura, los vinos del Bajo Guadalquivir, los corderos de Segovia, las terneras de Ávila y la mantequilla de Soria.

El Gobierno de la República se encontró entonces con un problema imprevisto: abastecer a una ciudad de aproximadamente un millón de habitantes, a unos 400 km. del puerto de mar más próximo, a través de una sola carretera y un solo ferrocarril. Para empeorar las cosas millares de refugiados llegaron a la ciudad huyendo de las tropas facciosas, y se acercaba el invierno, que en Madrid, a 700 metros de altura sobre el lejano mar, suele ser duro.

El gran problema planteado por los intelectuales falangistas –la necesidad de que la ciudad dejara de absorber la energía vital de campo sin compensarlo a cambio– cobró ahora una dimensión nueva. La visión falangista era de míseras aldeas hundidas en el polvo y el barro por culpa de la rica y pujante ciudad, pero ahora era la ciudad la mísera y las aldeas la que podían salvarla. Al principio, la carrera para abastecer a Madrid se pintó con tonos épicos, de acuerdo con el habitual sistema «la propaganda primero, la acción después» tan cara a la República. Los convoyes de camiones cargados de víveres procedentes de Levante eran recibidos en triunfo en la capital, con los flancos de los vehículos abarrotados de lemas y consignas. En ocasiones un pueblo de Cuenca o de Guadalajara, o de más lejos todavía, cargaba a sus expensas un camión con sacos de trigo, patatas, vino, aceite o lo que diera la tierra y lo enviaba a Madrid, la ciudad que estaba empezando sus dos años largos de asedio.

Cataluña también echaba una mano: “Com ajuden els obrers gastronómics als heroics defensors de Madrid”, un cartel de la Federació Obrera de Sindicats de la Indústria Gastronòmica –  Unión General de Trabajadores de España (Barcelona), mostraba  una hilera de camiones que llevan pintada en grandes letras la leyenda «Queviures a Madrid» (Víveres para Madrid). Las hileras de camiones procedentes de Levante llevando comida a la heroica ciudad (y proclamándolo en grandes carteles) serían una escena muy habitual durante la guerra.

Al comenzar 1937, la situación empeoró. Durante el invierno, la ciudad había devorado los recursos de su entorno próximo, reducido a las faldas sur de la sierra del Guadarrama. Se había comido todo el ganado de la Sierra, y se habían talado infinidad de árboles para leña, pues el carbón de Puertollano o de Asturias ya no podían llegar a la ciudad. Durante la batalla del Jarama en febrero de 1937, un empujón del ejército nacional cortó el ferrocarril de Valencia al sureste de la ciudad, y dominó la carretera con sus fuegos. Fue necesario construir a toda prisa (en solo cien días), aprovechando un ramal de un ferrocarril industrial, un by-pass ferroviario que evitara el corte de la vía principal.

Al final se consiguió mantener un abastecimiento más o menos regular de suministros a Madrid, pero con un racionamiento cada vez más draconiano, y un mercado negro paralelo cada vez más feroz. A pequeña escala, los madrileños aprendieron a organizarse, intercambiando toda clase de artículos, desde radios a las joyas de la familia, por hogazas de pan o huevos en los pueblos, con una relación de intercambio abrumadora a favor del campo: falangismo puro.

La catástrofe se evitó gracias a que el suministro de agua potable y de electricidad, aunque renqueante, nunca se interrumpió. Madrid tenía uno de los mejores sistemas de abastecimiento de agua de Europa, con presas en el río Lozoya, que serpenteaba al pie del gran arco de círculo que formaban las montañas en torno a la ciudad. Los embalses enviaban el agua a Madrid por canales de hasta 70 km de longitud. Esta agua serrana era de gran calidad, mejor que la subterránea que solía abastecer a muchas ciudades en el mundo. Los camareros madrileños la servían con mucha prosapia a los clientes que les pedían un vaso de agua, con la fórmula «A ver un Lozoya, caballero». Pero su gran tamaño hacía vulnerable el sistema de abastecimiento, y costó grandes esfuerzos y bastantes muertos evitar que los franquistas se hicieran con el control del embalse de Puentes Viejas, la clave de todo el sistema, desde donde habrían podido literalmente cortar el agua a la ciudad.

Tres compañías eléctricas suministraban fluido a Madrid en 1936, que contaba con cuatro usuarios principales: el metro, la compañía de tranvías, la industria y los clientes domésticos, que la usaban principalmente para alumbrado. El abastecimiento eléctrico era renovable en un alto porcentaje, pues la luz venía principalmente de varias centrales hidroeléctricas, la más lejana situada en Albacete, y otras en Guadalajara, Valencia y Ávila. El metro y otras empresas grandes tenían centrales propias de carbón en la misma ciudad. La central del Burguillo, en Ávila, cayó pronto en manos facciosas, pero el grueso del suministro continuó sin dificultad, al pasar la conexión con la central de Bolarque, en Guadalajara, justo por el corredor que unía a Madrid con el resto de la zona republicana. Las compañías eléctricas lanzaron pronto una tarifa social económica, pues la electricidad, que se usaba en los hogares para poco más que producir luz, era muy cara en relación a la estructura de precios, mucho más que en la actualidad.

La falta de carbón obligó a Madrid a echarse en brazos de las energías renovables: la madera de bosques y parques se aprovechó y esquilmó intensivamente, y llegó un momento en que la ciudad comenzó a devorarse a sí misma, cuando millares de personas se dedicaron a arrancar y hacer astillas cualquier pedazo de madera que pudieran encontrar en edificios o viviendas abandonadas o bombardeadas. Al cabo, agotados todos los recursos, la gente se volvió a la electricidad para obtener calor. Las estufas y hornillos eléctricos se llevaban vendiendo décadas, pero eran todavía una rareza. Para cocinar y calentar agua había desde las grandes cocinas de carbón, mineral o vegetal, capaces de caldear toda una casa, a hornillos más pequeños que se podían alimentar casi de cualquier cosa. Las grandes casas del barrio de Salamanca tenían calefacción central por caldera de carbón, una curiosidad en el resto de la ciudad, donde se pasaba el invierno a base de braseros y pequeñas estufas. El gas ciudad también alimentaba buen número de hogares, pero necesitaba carbón para ser fabricado.

En pocos meses se vendieron en Madrid decenas de miles de cocinillas eléctricas, que la industria local improvisó a toda velocidad con los cada vez más escasos materiales que pudo encontrar. Hasta un total de 100.000 resistencias sustituyeron al antiguo y ahora inútil parque de cocinas de combustión[115]. Teniendo en cuenta el impresionante aumento de demanda que esto originó, el suministro eléctrico siguió funcionando con bastante eficacia, aún completamente sobrecargado. El voltaje tuvo que ser paulatinamente reducido para repartir el escaso recurso entre una creciente demanda, y hacia el final de la guerra la corriente apenas transportaba la energía suficiente como para poner de color naranja el filamento de una lámpara. La gente ponía los 50 gramos de lentejas del racionamiento en un puchero colocado toda la noche sobre el macilento hornillo, con la esperanza de que al día siguiente el calor hubiera ablandado las lentejas como para poder comerlas. Una fuerte sequía en la segunda mitad de 1938 empeoró todavía más las cosas.

El racionamiento, que había empezado con tanto brío en agosto de 1936, empeoró inexorablemente durante el resto del tiempo que duró la guerra. Madrid debía ser mantenido con vida, y en general a los soldados que lo defendían nunca les faltó de comer, pero la población civil se adentró paulatinamente en los terrenos de la inanición. A mediados de abril de 1937, la Junta de abastos de Madrid envió una resentida carta abierta al diario ABC, quejándose de que el diario republicano de izquierdas había publicado pocos días atrás la foto de un camión de huevos recién llegado a la ciudad. La fotografía había despertado ilusorias esperanzas en la hambrienta población madrileña de poder comer algún huevo fresco, porque lo cierto es que el camión había llegado en enero. Contrito, ABC prometió comprobar con más rigor en adelante la fecha de sus fotografías.

 

[115] El suministro de energía eléctrica en Madrid bajo el dominio rojo. Por Enrique Becerril, ingeniero de caminos. Revista de Obras Públicas, nº 2697 (1940)  (ropdigital.ciccp.es).
[116] Guillermo Cabanellas: La guerra de los mil días.

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