Crónica, 8 de noviembre de 1936
INFALIBLE
CALLICIDA OBRERO
Una peseta frasco
Pídase en farmacias
La Libertad, 6 de diciembre de 1936
La conmemoración del sexto aniversario de la proclamación de la República llegó en un momento de relativo optimismo para el régimen. El 14 de abril de 1937 estaba fresca la derrota italiana en Guadalajara pocas semanas atrás. Se había demostrado que los facciosos podían ser detenidos, el Norte republicano todavía conservaba las fronteras del verano anterior, y la situación podía mejorar. No hubo desfiles ni conmemoraciones públicas, por decisión del Gobierno, aunque sí una granizada de telegramas, artículos, discursos y firmas en pliegos de adhesión al régimen del 14 de abril.
Más de tres cuartos de de siglo después, es difícil comprender la increíble esperanza que despertó en casi todo el mundo la proclamación de la II República Española. “Con el corazón en alto os digo que el Gobierno de la República no puede dar a todos la felicidad, porque eso no está en sus manos” dijo Niceto Alcalá Zamora en su discurso radiado del 14 de abril de 1931, pero nadie le creyó. Era un vuelco completo de la situación, y se había conseguido sin derramar una gota de sangre, lo que hizo crecer muchos puntos la autoestima nacional. Escenas hoy sólo posibles cuando la selección nacional gana el Mundial de Fútbol se pudieron ver en las Ramblas de Barcelona, en la Puerta del Sol de Madrid y a escala menor en todas las ciudades y pueblos de España que era, por primera vez desde 1808, un ejemplo para el mundo.
Era también oficialmente, una república de trabajadores, en buena parte mal pagados, alojados y alimentados hacia 1931. De entre toda la gente con problemas, el gobierno provisional eligió a los trabajadores del campo para mostrar por donde había que comenzar. Su primer decreto declaraba que era sensible al «abandono absoluto» en que ha vivido la «inmensa masa campesina» española. Hay que tener en cuenta que la República no sólo debía resolver problemas políticos y financieros: debía resolver, en primer lugar, las malas condiciones higiénicas y sanitarias que reinaban en gran parte del país.
En realidad su tarea principal debía ser mejorar la raza española, haciéndola dar un gran salto adelante. Por ejemplo, Marcelino Domingo justificaba la ley de reforma agraria, encaminada a resolver el problema del paro crónico en el campo, como una herramienta para luchar contra la “depauperación de la raza, decadencia, vida miserable e inquietud social que llega a la guerra social”. Nunca un régimen había expuesto un programa tan ambicioso.
La Segunda República elevó exponencialmente las expectativas del populacho justo en el peor momento, cuando la economía mundial se hundía en la recesión. El puerto de Barcelona, tan pletórico de vida en los días felices de la Exposición Universal, era una sucesión de tinglados vacíos en 1935. Los obreros de los muelles caminaban arriba y abajo, la mayoría sin recursos para mantener a sus familias. Las primeras palabras de la Constitución aprobada en diciembre de 1931 sonaban como una amarga ironía para estos hombres y muchos más con vidas en precario: “España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo”. Compárese tan rotunda definición con la mucho más cautelosa de la Constitución de 1978 (“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.”) para caer en la cuenta de que la República sembraba ideas impresionantes con pocas posibilidades de convertirse en realidades.
Pero el puerto de Barcelona o los talleres de Baracaldo no eran más que conspicuos puntos de conexión internacional con la economía mundial basada en el carbón, la electricidad y el petróleo. Eran mucho más extensas las zonas donde se quemaba mucha más leña que carbón. En la inmensa extensión de la España rural, el trabajo se hacía generalmente bajo los más estrictos parámetros de la agricultura ecológica. Pero ni siquiera los rincones más apartados del campo escaparon al vendaval memético de la República, que convirtió las aldeas pintorescas de la Restauración en cuadros de espantosa miseria campesina. Las rutas de ataque a tal situación fueron muchas.
Misiones pedagógicas llevaron a los pueblos más incomunicados de la montaña destellos del mundo exterior en forma de películas cinematográficas (con el proyector alimentado por el generador del camión, pues estos pueblos carecían de electricidad) y obras de teatro. El Ministerio de Obras Públicas apostó fuerte por la política hidráulica, al menos sobre el papel, señalando zonas a redimir mediante su urgente puesta en riego. La mayoría se marcaron en Andalucía.
En todo el Sur, tanto la CNT como la UGT lanzaban a los sedientos campesinos torrentes de memes que se condensaban en ideas revolucionarias, de fin violento del injusto orden social existente y construcción de uno nuevo basado en la libertad, la justicia y la fraternidad. Esto no solo funcionaba con los obreros agrícolas; funcionaba con cualquiera que no tuviese una propiedad, e incluso también con ellos, si su propiedad era demasiado pequeña para permitirles vivir con dignidad.
Las empleadas del servicio doméstico, muy numerosas en las ciudades, comenzaron a agruparse en sindicatos. (Tal vez esta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de las Derechas; ya avanzada la guerra, un periódico reveló un plan revolucionario marxista que debía comenzar con el asesinato masivo de la gente de orden por sus sirvientes). El caso es que, a medida que el pastel de la economía se reducía, las expectativas de la clase más numerosa y con menor participación en los buenos salarios y buenas condiciones de vida crecían. Era preciso comenzar el Reparto en serio (el reparto de las tierras, y del trabajo y la riqueza en general). Y si no podía ser por medios pacíficos, sería mediante una revolución violenta.
Pero la revolución no consistía solo en la violencia. Había toda una civilización detrás, que concedía gran importancia a la educación, la higiene y las virtudes cívicas, bastante puritana, antimilitarista, amante del esperanto y de la naturaleza. Nunca se pudo definir con tanta exactitud como la cultura anarquista o la socialista, y tenía elementos de ambas y de la difusa cultura republicana tal y como era entendida en tiempos de la monarquía, basada en el anticlericalismo, el rechazo de los privilegios de la cuna e incluso el federalismo. Todo el conjunto se puede llamar en conjunto civilización republicana, y consiguió sobrevivir y adaptarse incluso en las atroces circunstancias de la guerra.
La guerra le añadió una gran campaña general de “higienización de las costumbres”, que tocó muchos temas, desde la prostitución a la limpieza y buen aseo. La lucha contra el alcohol era uno de sus elementos principales. El argumento estaba claro, como se dice en un panfleto publicado durante la guerra:
«Camaradas: UN BUEN OBRERO NO DEBE DE EMBRIAGARSE, durante su embriaguez está ausente de la lucha y no se puede utilizar para nada, pues esto es un método que nuestro enemigo empleaba para embrutecernos» (UGT, Sociedad de Obreros del Vestir, Albacete).
La campaña antialcohol venía de lejos, aunque antes se usaban argumentos menos bélicos y más sentimentales. Se hicieron películas, como el cortometraje La última (1936), de Pedro Puche, o Como fieras (1937), de C. Catalán, “una viva y acerada crítica contra el alcoholismo” ambas fruto de la notable producción cinematográfica anarquista durante la guerra[95].
Otros mensajes insistían en la necesidad de guardar para el mañana: «Camarada: ingresa tu dinero en los bancos y cajas de ahorros”. (Sindicato de Trabajadores de Banca de la UGT). La populosa cartelería republicana dedicaba una buena parte de su producción a fomentar el civismo y las buenas costumbres (la mucho más escasa cartelería nacional no tocaba esos temas), acuñando lemas como estos: “Un vago es un faccioso”, “Un borracho es un parásito: ¡eliminémosle!”, “Obrero: trabaja y venceremos”, “El analfabetismo ciega el espíritu: soldado, instrúyete”, “Evita las enfermedades venéreas – tan peligrosas como las balas enemigas”, “¡Soldado! Sé limpio – la higiene conserva la salud”.
Y otros resumían todo el sentido del asunto, naciones cultas, limpias, trabajadoras y responsables porque sus ciudadanos los son: “Ciudadano: la viruela, la limosna y el tracoma son propias de pueblos incultos. Una nación supera su nivel cultural cuando intensifica el trabajo, la higiene y el sentido de responsabilidad social”. (Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, Comité Obrero de Control UGT-CNT). Se trataba de crear una sociedad virtuosa, trabajadora y cívica, contrapuesta a la de sus enemigos: un ejemplo es la fotografía de ambiente industrial publicada por Mi Revista, órgano de la CNT: «Obreras catalanas empleadas en una fábrica de municiones, mientras las mujeres fascistas rezan y se pintan[96]».
[95] Espectáculo nº 3, 15 agosto de 1937. Citado en Pau Martínez Muñoz: LA CINEMATOGRAFÍA ANARQUISTA EN BARCELONA DURANTE LA GUERRA CIVIL (1936-1939) TESIS DOCTORAL – Barcelona 2008.
[96] Mi revista, 15 de octubre de 1937.
Asuntos: Cultura, Higiene, Revolución, Salud pública
Tochos: La guerra total en España