A mediados del siglo XVIII, la palabra “Nación”, tenía un significado administrativo y vulgar, “La colección de los habitadores en alguna provincia, país o reino”, dice el Diccionario de Autoridades en 1734, que añade que el término “nación” se solía usar para definir (significar) a los extranjeros. También se usaba para sustituir a la palabra “nacimiento” en el habla del vulgo (por ejemplo, “ciego de nación”), o identificar al conjunto de descendientes de un ancestro. A mediados del siglo XVII se usaba para hablar de las “naciones indias” con las que habían tropezado los primeros colonos ingleses en Norteamérica, la nación mandan, la iroquesa, la hurona, etc., en un reflejo de la costumbre romana de hablar de las naciones bárbaras del N. de Europa como contrapuestas a los civilizados habitantes del Imperio. La facultad de Artes de París reconocía cuatro naciones u orígenes de sus miembros: Picardía, Francia, Normandía y Alemania. Resultaba práctico subdividir a los alumnos en grupos de tamaño parecido.
El concepto político de la nación también existía. Montesquieu lo define así hacia 1750: en los Estados Generales, el parlamento francés, se reune “la nation, c’est-à-dire les seigneurs et les evèques” (la nación, es decir, la nobleza y el clero). La nación inglesa era la gran colección de oligarcas y terratenientes reunidos en Westminster, y la alemana la reunión de la nobleza, la iglesia y las ciudades imperiales en la Dieta Imperial (1).
Un siglo después la precisa definición administrativa había sido sustituida por otra inmaterial, una nación se definía vagamente como “un conjunto de personas que viven en comunidad de costumbres”. Paulatinamente, el concepto se hizo cada vez más etéreo y al mismo tiempo cada vez más letal, añadiendo atributos difíciles o imposibles de comprobar como “mismo origen étnico”, “tradición común”, etc. Un paso más fue espolvorear sobre el concepto de nación polvos metafísicos de voluntad colectiva y aspiraciones populares, ¡la nación en marcha, aplastándolo todo a su paso! y ya estuvo casi listo el mayor artefacto violento de la historia, la nación moderna.
En el medio siglo que transcurrió entre 1775 y 1825 tuvo lugar el agitado proceso de creación y consolidación de las naciones modernas. Esta impresionante revolución quería, paradójicamente, restaurar el viejo y buen orden natural de las cosas, comunidades de hombres libres asentados sobre un territorio fértil que decidían gobernarse en república de iguales, como en la antigua edad de oro “en que no había un tuyo ni un mío” como dijo Don Quijote. La nación era compacta, moderna, progresista y democrática, bien lejos de la heterogénea y muchas veces disjunta colección de territorios bajo la apolillada autoridad real, nobiliaria o eclesiástica que había caracterizado hasta entonces a los estados y a los imperios.
Claro que eso no era tan aparente al principio. Como se nos ha enseñado, la nación tuvo dos hermosos orígenes, en Estados Unidos y en Francia, a finales del siglo XVIII. La Revolución hizo que el antiguo concepto de la nación francesa, la aristocracia descendiente de los francos (les seigneurs et les evèques), se extendiera hasta abarcar a todo el populacho, al parecer descendiente de los galos. La revolución francesa creó la nación francesa, una e indivisible, que creó a su vez por contacto violento la nación alemana, la española y unas cuantas más.
Además de palabras y conceptos, tan poderosos, había una gran fuerza detrás de todo este proceso de construcción de naciones. La población europea sencillamente se duplicó entre 1750 y 1850, pasando de 130 a 266 millones (1). Nunca se había visto nada igual. El paisaje se hizo cada vez más de grano grueso: aparecieron distritos industriales y mineros y comarcas dedicadas a la agricultura y la ganadería en campos cada vez más extensos y especializados en algún tipo de cultivo o de animal. El ritmo de vida se aceleró literalmente: ya no se permitían los largos períodos de descanso de la tierra en barbecho, sino que ahora era forzada a producir a base de rotar los cultivos y aplicar fertilizantes. Pero había cada vez más bocas que alimentar y la producción de comida seguía el ritmo con dificultad, a veces quedándose atrás. Aparecían nuevas variedades humanas, como el obrero industrial sin ninguna propiedad, en la ciudad o en el campo. Y nuevos problemas, como el pauperismo, que se diferenciaba nítidamente de la antigua miseria campesina en que afectaba a millones de personas que vivían de un jornal, haciendo un trabajo agotador que les permitía una subsistencia al límite, brutalizados por la miseria y el alcohol. También surgían extraordinarias posibilidades de progreso, de fabricación en masa, de comercio y de enriquecimiento. La nación moderna podía dar respuesta a todo este cúmulo de nuevos problemas y oportunidades mucho mejor que los antiguos reinos e imperios.
La nación ofrecía control y gobierno de un territorio bien delimitado y una manera de encuadrar a las crecientes y levantiscas masas de población en una lealtad única y sencilla. Necesitaba una serie de requisitos que resultaron ser más fáciles de poner en marcha de lo que se hubiera creído: una cultura única, especialmente una lengua unitaria, nacional, que sustituyera al antiguo batiburrillo de dialectos e idiomas que convivían sin solución de continuidad en toda Europa y el mundo. Así los franceses tuvieron que aprender francés, proceso que no se completó hasta después de la primera guerra mundial, y los griegos kazarévusa, un griego clásico-moderno inventado. El cuerpo nacional de funcionarios debía usar la lengua nacional e implantar la nueva cultura nacional en los tribunales, en las escuelas y hasta en la iglesia. Los más resistentes a esta oleada de nacionalización fueron los campesinos que vivían en comunidades lejanas y cuasi autosuficientes, a los que, por ejemplo, costó mucho reclutar para el ejército nacional en los primeros tiempos.
Una nación sin ejército no es nada, la “nación en armas” es por el contrario ultra-poderosa por definición. Si Francia había inventado el concepto de nación en armas, España había creado el de nación desorganizada en armas, la guerrilla, una fuerza tremenda que causó mucha impresión en Alemania en su tiempo, donde se intentó imitar sin mucho éxito. La guerrilla fue el instrumento que usarían a partir de entonces todas las naciones sin ejército organizado para sacudirse el yugo de la opresión.
El concepto de nación en armas fue crucial para crear el peligroso concepto de igualdad y calidad entre los nacidos en un país, por el mero hecho de haberlo hecho ahí y no en otra parte. Esta igualdad era meramente retórica, pero funcionaba. Cualquier francés, o alemán, o inglés, fuera cual fuera su cuna, valía más que cualquiera otro de cualquiera nación de la tierra. Alemania mezcló además con este concepto el de «sangre alemana», con las impresionantes consecuencias que se vieron en el siglo siguiente. Es como un aura luminosa o una lengua de fuego que pende sobre la nación dándole su impronta única, su calidad diferenciada absolutamente singular ya que cualquier nación, por definición, es superior a todas las demás. La demostración de este hecho exigió y exige mucho trabajo, más fácil cuando la nación de referencia demostraba poder mundial, como el Imperio británico o el francés, pero demostrable en otras naciones solo en apariencia más débiles, pero atesoradoras de alguna cualidad inmarchitable, como ser la cuna de la democracia (Grecia) o la antigua sede el primer imperio mundial (España). El popovismo hizo su parte, y así todas las naciones pueden exhibir a un inventor del submarino y a un auténtico parlamento más antiguo que el de todas las demás. Así fue la nación consolidándose y engalanándose.
La creación de la nación hacía mucho más sencillo exigir esfuerzos a todo el mundo, como se demostró en las guerras de las décadas de los 1860 y 1870, muy alejadas de las guerras limitadas y a base de mercenarios del siglo XVIII. Pero también exigía contrapartidas, como el sufragio universal. Incluso, en el colmo de la audacia, se pensó en dotar de derechos humanos (es decir, en reconocer como seres humanos) también a las mujeres, que después de todo eran el alma y la simiente de la nación.
Durante la guerra Peninsular el duque de Wellington dijo y repitió en ocasiones su opinión de que las fuerzas bajo su mando, con las que derrotó a las de Napoleón, eran de muy baja estofa, “the scum of the earth” frase hoy proverbial en inglés. Posteriores investigaciones mostraron que gran parte de los soldados británicos eran parados en busca de un jornal, irlandeses muchos de ellos. El Duque comentó favorablemente el sistema francés de conscripción, que reunía una equilibrada representación de todas las clases en el ejército. Empero el sistema británico de reclutar voluntarios y mercenarios no desapareció hasta 1916, cuando se implantó el servicio militar obligatorio para enviar más remesas de carne de cañón a Flandes. Cuando, el 1 de julio de 1916, 20.000 soldados británicos murieron en tan solo unas horas, fue necesario poner a toda máquina el patriotismo, apelar a la nación y conceder a todos los varones mayores de edad el derecho al sufragio electoral, cosa que sucedió el año siguiente. La escoria de la tierra era ahora un héroe, un puntal de la nación británica, si es que tal cosa existía.
El nacionalismo británico fue siempre muy poco explícito, cosa que no es de extrañar puesto que Gran Bretaña incluye como mínimo cuatro naciones (Inglaterra, Gales, Escocia, Ulster y tal vez Cornualles) además de varias islillas y territorios con estatus jurídico medieval semiindependiente. Es o más bien era algo relacionado con el orgullo imperial. Los nacionalismos galés y escocés dieron mucho que hablar, pero el nacionalismo inglés parecía nonato, o al menos muerto y enterrado, cuando ganó por sorpresa el referéndum para la salida del Reino Unido de la Unión Europea. ¿Volverá Inglaterra a ocupar su puesto entre las naciones?
(1) Hagen Schulze: Estado y nación en Europa. Crítica, 1997.
Asuntos: Nacionalismo
Tochos: La escala humana