Desde Gobineau a Hitler, todos los grandes racistas de la historia estarían encantados con la prima de riesgo, la cifra que pone a todo el mundo en su sitio, la indiscutible escala universal de calidad humana. Es sabido que los racistas tradicionales pasaron muchos apuros en su búsqueda de una escala universal de calidad, y nunca lo consiguieron del todo. La anchura del cráneo recibió mucha atención, pero una prometedora escala que colocaba arriba a los braquicéfalos (cabezas anchas como sandías) y debajo, cerca del mono, a los dolicocéfalos (cabezas estrechas como melones de Villaconejos) tuvo que ser abandonado cuando se descubrió una engorrosa población de nórdicos rubios y de ojos claros con las cabezas como pepinos. Muchos otros indicadores se probaron después, como la estatura (inviable, colocaba a los massais por delante de los británicos), la anchura de las narices, el ensortijamiento del cabello, el color de la piel, pero todos tenían inconvenientes y excepciones que reducían mucho su interés como escalas universales de valor.
La prima de riesgo no tiene esos problemas: puede ser universal, inequívoca y refleja exactamente el gradiente de calidad humana de las razas y pueblos del mundo. Una prima inferior a 50 indica un país serio, bien gobernado, con abundancia de genes nórdicos. Por encima de 500 estamos hablando ya de países abundantes en aceite de oliva y ajo, de pobladores morenos y gobiernos corruptos. Si la prima supera los 1.000 puntos, nos encontramos con un caso perdido como el de Grecia. Hay otros muchos indicadores que refuerzan estas jerarquías, como los ratings de las agencias de calificación, las estimaciones de riesgo país, los porcentajes de probabilidad de quiebra, etc.
Lo interesante de la prima de riesgo es que refleja con bastante exactitud el promedio de los prejuicios sobre un país que tiene la comunidad inversora internacional. No es un indicador económico «objetivo», como el porcentaje de deuda, sino el reflejo de un estado de opinión. Como es sabido, la prima española creció sin cesar en el aciago mes de julio de 2012 porque los inversores no se fiaban de España. Daba igual lo que hiciera el gobierno (recortes, declaraciones de solvencia, etc.): los inversores seguían sin fiarse. Y no se fiaban por el llamo efecto «retraso en los trenes». Este efecto se creó en los años 20, cuando era proverbial decir que el fascismo había conseguido que los trenes, en Italia, llegasen a su hora. Luego, se supone que todo retornó a su dejadez habitual.
Ocurre que cuando un tren llega tarde en alguna estación de la Deustche Bahn, los inversores internacionales comentan entre sí «qué raro». Cuando un tren llega tarde a la estación Termini, los mismos se dan de codazos, diciendo, «como era de esperar, el tren llega tarde». Y se apresuran a elevar la prima unos puntos más, henchidos de desconfianza. Cuando un banco quiebra en Reino Unido, o pillan a ejecutivos de la City manipulando los tipos de interés bancario, los inversores mueven la cabeza y dicen «Cómo son estos ingleses, se nota que llevan mucho tiempo en el oficio». Cuando una caja de ahorros quiebra o una Comunidad autónoma española pide auxilio, los inversores se escandalizan: «¿Ves? Te lo dije. No se puede confiar en ellos». Y suben unas docenas de puntos la prima.
Naturalmente, la prima refleja un estado de opinión, pero influye directamente en los índices económicos objetivos, degradándolos (es sabido que 25 puntos más equivalen a 50.000 parados más, por ejemplo), lo que a su vez despierta más todavía la suspicacia de los inversores. Un círculo vicioso de este calibre es difícil de romper. Y es una de las sofisticadas formas que adopta el racismo en nuestro tiempo.