El gran río

ebroBombardeo de la Venta de Camposines – (Foto de la Aviación Militar, facilitada por el autor) – Comandante de Caballería Santiago Mateo Marcos – del servicio de E. M.: De la batalla del Ebro – Ejército, revista ilustrada de las armas y servicios, julio de 1940.

 

Ebro impetuoso cuyas aguas besan la ribera donde se hinca el Pilar Santo de Zaragoza […]

De la ofrenda al Apóstol Santiago de Ramón Serrano Súner, ministro del Interior[185], el 25 de julio de 1938

 

El 25 de julio de 1938 los republicanos cruzaron el río Ebro. El río, que discurre casi en línea recta desde su nacimiento hasta su desembocadura en las marismas del Delta, tiene una gran verruga orientada al norte en el tramo final de su curso, donde las aguas no pudieron seguir cortando fácilmente la llanura sedimentaria y se encontraron con un macizo de roca dura que las obligó a dar un rodeo. Este macizo rocoso albergaba una mezcla de sierras de poca altura, matorrales de espliego y romero, pinares, avellanos, olivos, almendros, viñedos y hasta huertas en las vaguadas, único lugar donde se podía contar con algo de humedad todo el año.

Encontrar agua en las sierras, donde solían estar las posiciones de los soldados, era difícil, y la falta de agua se hizo sentir cruelmente durante toda la batalla. Este hermoso paisaje mediterráneo formaba un área de unos 800 km2 en el recodo del río. Esa fue la zona ocupada con bastante rapidez por el ejército republicano, que resistió durante casi cuatro meses los contraataques facciosos hasta que el 16 de noviembre volvió a cruzar el río y se dio por terminada la batalla. Participaron en ella 200.000 personas armadas, de las que murieron casi 17.000, y 65.000 resultaron heridas, con una proporción ligeramente desfavorable al ejército popular. Fue sin duda la acción militar más densa de toda la guerra, con unas 500 víctimas por cada kilómetro de frente, una proporción que se acerca a las del frente occidental durante la primera guerra mundial.

El río era la pieza clave de toda la batalla. El poderoso cauce del Ebro fue una de las razones por la que los generales franquistas no dieron mucho crédito a las señales premonitorias del ataque. Incluso en pleno estiaje, el río era difícil de cruzar, y el Ejército Popular tuvo que dedicar grandes esfuerzos a construir toda clase de puentes sobre el río, incluso algunos simulados. La cadena de transporte para la batalla comenzaba en la frontera francesa de Cataluña, que se había abierto el mayo. El gobierno francés había pulsado el interruptor de apertura, de igual modo en que pulsó el de cierre pocos meses después. El material de guerra, de origen soviético en gran parte, pudo entrar en cierta cantidad. Desde allí fue llevado al sur de Cataluña y entonces quedaba lo más difícil, que era el paso de la corriente. Los aviones franquistas, que superaban en proporción de 3 a 1 a los republicanos, atacaban los pasos del río una y otra vez, y los pontoneros republicanos los reconstruían durante la noche. Esta penosa actividad se repitió durante toda la batalla. Los facciosos poseían al menos diez veces más capacidad de bombardeo que los republicanos, que solo contaban con 25 Tupolev SB Katiuska para este cometido, y tenían incluso aviones especializados en el ataque a tierra, como el Breda 65 o el Junkers Stuka.

Todo el esfuerzo pontonero republicano estuvo a punto de irse al traste cuando un ingeniero tuvo una idea. Los facciosos habían ocupado en abril el curso alto del Noguera Pallaresa, un río tributario del Segre, el principal afluente del Ebro al recoger agua de todo macizo central pirenaico. Allí estaba el embalse de Talarn, una obra gigantesca inaugurada en 1916 con capacidad para 1/5 de kilómetro cúbico de agua. La presa requirió aproximadamente un millón de metros cúbicos de material. Varios ingenieros especialistas en hidroelectricidad visitaban las centrales recientemente tomadas al enemigo para determinar su estado de funcionamiento. Talarn era importante porque era la pieza clave del sistema de abastecimiento eléctrico de Barcelona y su área industrial, como Bolarque lo era para Madrid.

A partir de la primavera de 1938, Cataluña se quedó prácticamente a oscuras, al verse privada de su gran sistema de energía renovable. Cuando se abrieron las compuertas del embalse de Talarn, y las del de Camarasa, con una elegante presa de hormigón de más de 100 metros de altura, aunque sólo la mitad de capacidad de almacenamiento de agua, una avenida artificial avanzó hacia el sur por el curso del Segre hasta que encontró el cauce del Ebro en Mequinenza. Desde allí, la onda de choque giró hacia el este y se llevó por delante toda la pontonería republicana. Si hubiera sido una crecida espontánea, como las que ocurren con bastante frecuencia en el Ebro –la de 1907 fue catastrófica– se habría explicado como una intercesión milagrosa a favor de los nacionales (este argumento se usó más de una vez, por ejemplo en el bombardeo fallido del templo de El Pilar de Zaragoza, en agosto de 1936). Pero en esta ocasión la arrollada era simplemente la expresión del alto grado de control de las aguas que se había alcanzado en la cuenca del gran río, gracias a muchos años de grandes trabajos de ingeniería.

Doce años atrás, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, se había creado la Confederación Hidrográfica del Ebro, la primera de todas y la más importante con mucho. La cuenca del Ebro fue el campo de pruebas de la política de dominio de las aguas como factor fundamental de la prosperidad de la nación. Desde principios del siglo XX, se habían hecho planes cada vez más ambiciosos para construir presas en los afluentes del gran río, y se estaban poniendo en práctica a buen ritmo. Los embalses (llamados pantanos en la época) eran considerados como el punto de ignición del desarrollo económico. La tierra de secano convertida en regadío transformaba como por arte de magia a las masas de jornaleros al borde de la revolución en ordenadas y pacíficas familias de agricultores, sin contar las evidentes ventajas de de disponer de electricidad abundante y barata para el desarrollo industrial y la mejora de la calidad de vida. Más en detalle, la electrificación y el regadío formarían “esa fecunda clase de pequeños propietarios agrícolas, apegados al terruño, laboriosos, inclinados a la estabilización en su hogar y en su pequeña propiedad, poseedores de grandes virtudes familiares y sociales». José Pemartín, propagandista del régimen de Primo de Rivera, consideraba en resumen la cerrada del embalse como «el mejor dique contra el destructor bolchevismo». Este pensamiento tuvo una irónica confirmación con la avenida artificial del Ebro en el verano de 1938, que casi consiguió detener a los rojos. Por entonces, Pemartín era un alto cargo del Ministerio de Educación Nacional franquista.

La creencia de que el embalse era una poderosa panacea no era exclusiva de las derechas. «La revolución no se contiene, se encauza», rezaba un  cartel de la época del Sindicato Único Regional (CNT) de la Industria de Agua, Gas y Electricidad de la Región Centro, sobre la imagen de una presa rota por cuya abertura fluye un chorro impetuoso que va a parar a una turbina Pelton, conectada vagamente a unas fábricas humeantes, y a una acequia. Puede compararse este cartel con la portada del primer número (1929) de El Duero y su Cuenca, revista de la Confederación Hidrográfica del Duero, donde la presa (intacta) domina un paisaje de regadíos geométricos y de postes eléctricos igualmente dirigidos a lejanas fábricas. Los izquierdistas también tenían su propia visión de la electrificación y no solamente no destruían las presas sino que, por cuenta del Sindicato de transportes públicos de Barcelona, una brigada de trabajadores trabajó, en plena guerra, para construir un dique en Flix con vistas de obtener más energía para la ciudad[186].

 

[185] Labor (Soria) 28 de julio de 1938
[186] Gastón Leval: Colectividades libertarias en España. En “Entre la reforma y la revolución 1931-1939”, organizado por Gabriel Jackson, Crítica, 1980.

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