El general Franco compra aviones de guerra en Francia

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Dassault Mirage III del Ejército del Aire español a comienzos de la década de 1980.

 

La República Francesa, al contrario de su pareja de la Entente Cordiale, terminó considerando como una cuestión d’honneur que la defensa de su suelo la hicieran aviones franceses, construídos en el Hexágono hasta el último tornillo. Esta idea cobró fuerza tras el ascenso al poder de De Gaulle (que coincidió precisamente con el primer vuelo del Mirage III) en mayo de 1958. El gaullismo encontró en el complejo militar-industrial francés y dentro de él en su avanzada aeronáutica un puntal principal de su exasperante política de grandeur. Desde el fin de la II Guerra Mundial, la columna vertebral de la industria aeronáutica francesa había sido la firma Dassault, nombre de guerra de la Resistencia del conocido industrial aeronáutico Marcel Bloch. A partir de 1945, Dassault produjo aviones en Francia y para Francia de gran calidad, y provistos además de los nombres más sugerentes de que disponía la industria aeronaútica de su tiempo, en la gran serie Mystére, Mirage y Rafale.

El Mirage fue sin duda la estrella de la serie evolutiva. Era un avión muy elegante, resuelto mediante un limpio diseño de ala delta. Su misión, según la especificación oficial de la que era resultado, consistía principalmente en ascender hasta 18 kilómetros de altura en menos de seis minutos para destruir los bombarderos enemigos –no necesariamente soviéticos– que amenazaran suelo francés. El caso es que el producto final terminó haciendo toda clase de tareas, excepto aquella para la que fue diseñado. Se construyó en múltiples versiones, a medida que le colocaban motores cada vez más potentes y radares cada vez más precisos (el más importante de los cuales se llama Cyrano, por el narigudo protagonista de la famosa comedia de Rostand). Las ventas a otros países comenzaron pronto, apoyadas por la industria cultural francesa, que fabricó un héroe aeronáutico, Michel Tanguy, dedicado a promocionar el avión desde las pantallas de televisión y las páginas de la revista de cómic Pilote, con aventuras con títulos como Menace sur Mururoa. El esquema de todas las aventuras era más o menos el mismo: Tanguy y su Sancho Panza, el teniente Laverdure, desfacen entuertos de siniestros gupos paracomunistas, árabes y en general antifranceses, que quieren secuestrar sus aviones, dañarlos o incluso –lo peor de todo– estropear sus ventas.

En junio de 1969 Gregorio López Bravo, el elegante ministro de Industria, miembro del Opus Dei, firmó un acuerdo con el complejo militar-industrial galo que incluía la venta del Mirage III. El avión se vendía muy bien en aquellos años, gracias a la extraordinaria campaña de promoción de ventas que fue la Guerra de los Seis Días o Guerra de Junio dos años atrás, cuando se decía que el Mirage III había destruido él sólo la mitad de la fuerza aérea árabe. Era la primera vez que se compraban aviones de guerra a Francia desde prácticamente 1936. Comprar aviones de guerra a Francia indicaba que mucho habían cambiado las cosas entre los dos países. Salvo durante los tiempos del régimen del mariscal Pétain (1940-1944) en que tanto Francia como España giraban en torno al nuevo orden nacionalsocialista alemán, Francia había sido tradicionalmente un nido de rojos españoles y una sucesión de gobiernos más o menos hostiles al franquismo. Todo eso cambió con la llegada de De Gaulle al poder. El autoritarismo, nacionalismo y rechazo más o menos explícito de la polírica parlamentaria de que hacía gala De Gaulle encantaban a los líderes españoles de su época.

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