«Son aviones que para Malasia no dejan nada que desear»

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Un Brewster Buffalo de la Fuerza Aérea Australiana en Singapur, a finales de 1941.

 

El mariscal del aire Sir Robert Brooke-Popham, comandante en jefe británico para Extremo Oriente, expresó en diciembre de 1941 su ilimitada confianza en el potencial de los aviones Brewster Buffalo para dominar el medio ambiente colonial del sudeste asiático[i]: “Son aviones que para Malasia no dejan nada que desear”. El gobernador había respondido al general Percival unos días antes antes, cuando éste le informaba del desembarco del ejército japonés en Kota Bahru, “Bien, supongo que ustedes se encargarán de echar de ahí a esos hombrecillos”. El staff británico de Información Militar creía firmemente que los aviadores japoneses eran incapaces de volar sin visibilidad, y que los aviones japoneses “no eran precisamente del último modelo”.

En realidad los japoneses disfrutaron durante un breve momento de una delantera tecnológica estirada al límite, cuando se cruzaron los caminos del último y refinado producto de la factoría Mitsubishi y del primer y casi único avión diseñado y fabricado por la casa Brewster de Johnsonville, Pennsylvania. Era el mundo al revés: se suponía que los pueblos no-blancos eran extraños a la tecnología. El choque Zeros-Buffalos fue muy desigual. Los aviones japoneses podían casi volar en círculos alrededor del pesado avión de fabricación norteamericana. Los pilotos del imperio británico y holandés eran enviados a la destrucción desde el momento en que despegaban del suelo.

Varios factores contribuyeron a la significativa derrota aérea de Europa en Extremo Oriente: el Buffalo era el primer monoplano encargado y adquirido por la Marina de los Estados Unidos, lo que ayudaba a pasar por alto sus defectos (queda como incógnita como un fabricante sin ninguna experiencia obtuvo el contrato con un diseño tan flojo), y los gobiernos británico y holandés de 1940 compraban cualquier avión que saliera al mercado.

Además, de la misma forma en que el poder aéreo alemán tendía ser sobreestimado, el equivalente japonés era infraestimado por un simple complejo mental racista. Que se trataba de unas espesas anteojeras quedaba patente porque, a la fecha, el servicio de información militar británico poseía informes del rendimiento del Zero en China e incluso del análisis de un ejemplar derribado. Naturalmente, China era otro país no-blanco y la Unión Soviética –otro país contra cuyas fuerzas aéreas había peleado el ejército japonés– un país blanco sólo en apariencia, como señalaban claramente los ojillos asiáticos que los dibujantes de la prensa de Londres no se olvidaban de pintar en las caricaturas de Lenin y Stalin.

[i] Barber, La caída de Singapur (1976)

 
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