El instrumento heroico e inevitable

Fragmento de la portada de Mi Revista, número extraordinario dedicado a conmemorar los sucesos  del 19 de julio de 1936 en Barcelona, 19 de julio de 1937. (Clic en la imagen para verla completa).

 

 

La guerra que nos hacen es una cosa seria, militar, ordenada y peligrosa, y hay que tomarla en serio, de una forma capacitada.

E. Rubio Fernández, Mi Revista, 1 de mayo de 1937

 

 

Pueden encontrarse en los periódicos de 1936 de antes del 18 de julio toda clase de declaraciones insensatas de dirigentes políticos de izquierdas en la dirección de la guerra, pues un virus mental bastante difundido en aquellos días era la inevitabilidad y necesidad de un conflicto violento entre la Revolución y sus enemigos. Los historiadores de derechas han entrado a saco con regocijo en este filón. Los revolucionarios pensaban en unas breves hostilidades, unas pocas horas de ardoroso esfuerzo bélico hasta que la sociedad injusta y cruel se pusiera patas arriba y se pudiera implantar el nuevo mundo de justicia proletaria.

Los sucesos de Barcelona el 19 de julio de 1936 eran el ejemplo perfecto de lo que entendían los revolucionarios como una buena guerra. En los meses y años por venir, a medida que retrocedían una y otra vez ante la máquina militar nacionalista y crecían el hambre y las calamidades, los rojos de Cataluña recordaron aquellos días como cada vez más míticos y gloriosos. Aquella había sido su guerra, y la habían ganado. Los restantes mil días de destrucción no eran más que una larga pesadilla. No era así  como pensaban las derechas, que tenían una idea mucho más realista del significado de la guerra. Un decreto de 1940 llama a la guerra «el instrumento heroico e inevitable» que permitió a España «franquear» (sic., un lapsus del legislador) el camino hacia «un porvenir de potencia y justicia[12]».

La guerra no era una desgracia, como tanta veces lamentaron portavoces del lado republicano, sino «la forja ardiente de un nuevo orden nacional» (id. como arriba). El virus mental que consideraba la guerra como una actividad sumamente necesaria y ventajosa estaba muy difundido en aquella época. La guerra forjaba el carácter de los pueblos, los endurecía y los preparaba para dominar. Se daba por descontado que debía haber una guerra continua e intermitente contra las razas de color, guerra que las naciones europeas debían ganar siempre so pena de retroceder muchos puestos en la escala universal de calidad humana (cosa que le pasó a Italia en 1896, tras la derrota de Adua y a España en 1921, tras el desastre de Annual).

Las guerras entre potencias civilizadas eran otra cosa: se debían plantear cuidadosamente y resolver lo más limpia y rápidamente posible, como hizo Bismarck al guerrear sucesivamente contra Austria-Hungría, Dinamarca y Francia para crear el Segundo Imperio alemán. La Gran Guerra de 1914-1918 había terminado en apariencia con los principales virus mentales de la bondad de la guerra –nadie en su sano juicio podía argumentar que aquella carnicería había tenido algo positivo para nadie– pero solo en apariencia. Las guerras coloniales continuaron como si nada hubiera ocurrido, y una legión de pensadores y líderes de la opinión pública se apresuraron a dejar claro que la guerra no había perdido casi nada de su atractivo, a pesar de la gigantesca y sangrienta anomalía de 1914-1918.

Las guerras civiles eran otra cosa. Si las coloniales eran parte de la rutina, y las llevadas a cabo entre estados civilizados también admisibles, siempre que no se salieran de madre, las guerras civiles eran consideradas como un terrible mal que convenía evitar a toda costa. No servían de nada a la economía ni al prestigio de los estados. A diferencia de las buenas guerras, arruinaban a los países y no se acababan nunca, o bien terminaban desde el punto de vista militar, pero dejaban un rescoldo de odio difícil de apagar, semilla de futuros conflictos. Un tipo especial de guerra civil, no obstante, fue planteado por los teóricos de la Revolución proletaria. Se trataba de un conflicto no basado en fuerzas militares sino en las masas, que realizarían la toma del poder comenzando con una huelga general, paralizando así completamente la economía del país, y apoderándose a continuación de todos los resortes de poder con la fuerza irresistible de su número.

El tipo de guerra civil que planteaban las derechas era muy diferente, y estaba basado en el modelo de las guerras coloniales. Consistía en hacer ver a las masas potencialmente insumisas que nunca se las permitiría llegar demasiado lejos. Desde disolver un simple grupo callejero al grito de «¡Circulen!», a disparar contra una manifestación hasta dispersarla, la idea era actuar antes de que los insurrectos adquiriesen una masa crítica peligrosa, aplicándoles un escarmiento. Esta era la palabra clave. Los trabajadores no podían ser aniquilados, so pena de llevarse con ellos toda la economía del país, por lo que la técnica consistía en aplicar un grado de violencia ejemplarizante, pero no más: una lección que no pudiesen olvidar. Dicho en francés, que queda más fino, que sirviera pour encourager les autres.

La guerra civil de baja intensidad entre los escarmientos del poder y las intentonas revolucionarias se arrastró durante la primera mitad de los años 30 hasta culminar en la sublevación de octubre de 1934 en Asturias, planteada como una verdadera guerra revolucionaria. Los mineros asturianos no tenían ninguna posibilidad. La proporción de víctimas fue colonial, de al menos cinco insurrectos por cada uno de los soldados que acudieron a meterlos en cintura. Que los proletarios se sublevasen entraba casi dentro del orden natural de las cosas, pero ¿qué pasaría si eran los guardianes del orden los que daban el paso de declarar la guerra? Parece ser que entonces el país se enfrentaría a un castigo de proporciones inimaginables. Y al final, desde el punto de vista de las derechas, ese fue el significado de la guerra civil: un escarmiento de tales proporciones que su efecto duró varias generaciones, probablemente hasta comienzos del siglo XXI.

 

[12] Ministerio de la Gobernación, Decreto de 23 de noviembre de 1940 sobre protección del Estado a los huérfanos de la Revolución Nacional y de la Guerra.

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