Anarcosindicalistas detenidos en Casas Viejas, según un reportaje publicado por Nuevo Mundo el 20 de enerp de 1933. (Clic en la imagen para verlo completo)
Casas Viejas es un nombre más para esa nueva geografía de los pueblos españoles que antes vivían una vida silenciosa, desconocida y en penumbra, y que ahora son primer plano sangriento de la emoción de España: Castilblanco, Arnedo, la Puebla de Don Fadrique, Bugarra.
Nuevo Mundo, 20 de enero de 1933
El pueblo de Casas Viejas, pedanía de Medina Sidonia, fue ocupado por los facciosos pocos días después de Cádiz, pero muchos de los vecinos habían huído a los montes, temerosos por la historia de lo que había ocurrido allí pocos años antes. Casas Viejas (actual Benalup de Sidonia) era una de las muchas aldeas perdidas que había en España, lugares donde la miseria era la norma, permanente quebradero de cabeza de los sucesivos Gobiernos.
“PARO FORZOSO 400 – AGOTADOS TODOS RECURSOS AYUNTAMIENTO, HAMBRIENTOS CALLE PIDEN LIMOSNA – SITUACIÓN INSOSTENIBLE – SOLUCIÓN URGENTÍSIMO ENVÍO DE FONDOS.”Así rezaba un telegrama del alcalde de Casariche (Sevilla) al ministro de la Gobernación, en 1931, poco después de la proclamación de la República. Casariche tenía entonces 4.500 habitantes y 1.150 hogares. El Ministro leía entre líneas que Casariche estaba al borde de la sublevación y tomaba las medidas correspondientes: enviar socorros o enviar a la fuerza pública.
Telegramas de este tipo, escritos con un estilo que anticipa los modernos wasaps, llovían entre los eslabones de la cadena de mando en toda España, desde el ministro del orden público a los propietarios de tierras, pasando por alcaldes y gobernadores civiles. Pocos meses después, el atareado ministro de la Gobernación enviaba un escrito oficial al gobernador civil de Badajoz, aprobando la petición de un propietario de Monesterio de “concentrar pareja Guardia Civil por recolección bellota en finca “Llano del Corcho…facilitando alojamiento y abonando pluses de devengue [a los guardias]”. Se entiende que la Benemérita era una parte más del utillaje agrícola de la recolección, junto con carros, herramientas y jornaleros. Los guardias debían vigilar a estos últimos para impedir cualquier alteración del orden social y la propiedad privada.
En este y muchos casos más, la respuesta era la Guardia Civil, que estiró sus efectivos al límite. Este instituto armado tenía casi un siglo de experiencia y un prestigio enorme entre los indígenas, a quienes contenía utilizando una mezcla de intimidación verbal y certeros disparos de fusil Máuser modelo 1893. El Ejército se reservaba para los casos realmente graves. La Guardia Civil era en teoría omnipresente, gracias a un sistema de reparto de efectivos desde las Comandancias hasta los Puestos que aseguraba una densidad casi real de una pareja de civiles por cada 20 km2. También debía ser omminiscente, por su estrecho contacto con el pueblo a quien debía controlar, para lo que usaban la técnica del policía de barrio, que nota en seguida cualquier alteración en un recorrido habitual y bien conocido. Por desgracia para el ministro de la Gobernación, no era omnipotente, aunque tenía una gran habilidad profesional para mantener el orden público en cualquier circunstancia.
El último día de 1931, en Castilblanco, un pueblo de la Siberia Extremeña a casi 200 km de Badajoz, el sistema de control falló por completo y cuatro Guardias fueron masacrados “con piedras, palos y cuchillos” por la multitud [17]. El entonces director general del Cuerpo, general José Sanjurjo, sentenció públicamente que las “mutilaciones horribles” de los cadáveres sólo se podían comparar “con las crueldades que los rifeños cometieron con nuestros soldados en Monte Arruit[18]”. Menos de una semana después, la Guardia Civil se enfrentó de nuevo a una manifestación en la plaza de la República de Arnedo (La Rioja). Eran obreros de una fábrica de calzado en huelga, acompañados de mujeres y niños, que llevarían la peor parte poco después. El teniente al mando de la fuerza tenía las instrucciones habituales de obrar con prudencia, pero también “que obrara con energía y no se dejara sorprender[19]”. El caso es que mandó abrir fuego sin advertencia previa. Cuando cesaron los disparos, menos de un minuto después, había 11 personas muertas y 30 heridas en la plaza, con un Guardia Civil herido leve de bala .
El honrado pueblo español, que había hecho la pacíficamente la revolución, se convirtió pronto, a los ojos de las derechas, en la bestia sanguinaria y cerril que siempre había sido, y esta vez dejada en libertad por la República. La luna de miel entre todas las clases sociales, altas y bajas, que había comenzado el 14 de abril de 1931 duró apenas cuatro semanas, hasta que las turbas atacaron a la iglesia católica en Madrid y prendieron fuego a seis de los 170 conventos que existían en la ciudad. La oleada de huelgas no ayudó a mejorar la imagen del pueblo trabajador entre las clases propietarias. Y sucesos como el de Castilblanco se vieron como la demostración definitiva de que la vigilancia y la mano dura con las clases desposeídas, especialmente al sur de Despeñaperros, no se podía descuidar ni un momento. Poco más de un año después, los sucesos de Casas Viejas (Cádiz) confirmaron esta convicción.
Casas Viejas contribuyó decisivamente a la caída del gobierno republicano–socialista y al triunfo electoral de las derechas. Fue el principal episodio (hasta la revolución de octubre en Asturias) de la leyenda negra de la República, el “régimen convulso”, que hizo que las gentes que vivían a la intemperie descubrieran que tenían derechos, incluyendo uno bastante novedoso en España, el de un puesto de trabajo estable, pero pocas posibilidades de ponerlos en práctica. Esto se aplicaba a millones de personas que vivían al día, trabajando a jornal en el campo, en la construcción o simplemente descargando carros y camiones. Resultaba lógico para estas personas que la solución consistía simplemente en dar a cada uno de ellos un trozo de los recursos del país, y así se hablaba incesantemente del reparto: el reparto del trabajo y el reparto de la tierra, que venían a ser lo mismo para la mitad de las personas en edad de trabajar de España.
La manera de poner en práctica esta idea variaba según las comarcas y sus circunstancias ecológicas y sociales. En Extremadura, la acción más sencilla consistía en entrar en masa en las dehesas para sacar de ellas toda las bellotas, haces de leña y piezas de caza que se pudiera cargar. También se podían hacer ocupaciones más formales de latifundios, con reparto de tierras que algunos optimistas se apresuraban a labrar. Estas ocupaciones de fincas se pretendían hacer de manera más permanente, con vistas a roturar la tierra y vivir de ella, aunque en todos los casos la Guardia Civil acababa con la experiencia en uno o dos días. Un escalón más consistía en ocupar un pueblo entero, neutralizando si era posible a las fuerzas de orden público, haciendo ondear la bandera roja y negra en el balcón de ayuntamiento, quemando en una hoguera en la plaza hasta el último documento guardado en el Registro de la Propiedad y en algunos casos aboliendo el dinero y repartiendo a la población vales canjeables por artículos de primera necesidad. Todo esto ocurrió varias veces, en espera de la llegada de la Revolución, que efectuaría el reparto a escala nacional.
Ninguna de estas iniciativas tuvo éxito. El sistema de control formado por el Ministro de la Gobernación, Gobernadores Civiles, Alcaldes, Puestos, líneas y destacamentos de la Guardia Civil y Unidades de la Guardia de Asalto funcionaba sobre el territorio de manera dinámica, concentrando la fuerza de orden público o dispersándola según las necesidades del momento. Un propietario, por ejemplo, podía solicitar al Ministro una sola pareja de la Guardia Civil para atender a las necesidades de orden público durante la recoleccción en su finca, y unos propietarios de Olite (en el sur de Navarra) una fuerza mucho más considerable para reaccionar ante “colonos y vecinos que se han apoderado tierras”. El gobernador civil tuvo que explicar al ministro de la Gobernación que no había ocurrido tal cosa; todo había sido una anticipación o proyección mental de los propietarios, que reaccionaban así en su pueblo por lo que habían oído decir que había ocurrido en otras localidades [20].
Hubo infinidad de hechos violentos en esta guerra sorda de baja intensidad, por lo general de grado 1[21], pero sólo unos pocos pasaron a la historia. Casas Viejas (grado 2) fue uno de ellos. Según el periódico de la CNT, los sucesos de Casas Viejas fueron “una razzia de mercenarios de la Legión en un aduar rifeño». Después de los hechos de Castilblanco, el insuperable comparador de atrocidades de la guerra de Marruecos volvía a aparecer, ahora con los rifeños/aldeanos españoles llevando la peor parte.
Casas Viejas era una pedanía de Medina Sidonia a 16 km de la capital del municipio, enclavada en terreno agreste. Aunque tenía casi 3.000 habitantes, el pueblo carecía de agua corriente, alcantarillado, basurero, matadero (“La matanza se realiza aquí en plena calle, en igual forma que cualquier tribu marroquí, a pesar de que se sacrifican más de cien cerdos diariamente”), mercado y farmacia. Contaba con un médico y dos pequeñas escuelas.
El 8 de enero de 1933, la huelga general revolucionaria fue iniciada en todo el país con la explosión de cuatro bombas en la puerta de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Lejanos dirigentes de la CNT y de la FAI, en el ambiente cosmopolita de Barcelona, habían encendido la chispa de una insurrección sin preocuparse en absoluto de su finalidad o posibilidades de éxito. En la violencia que vino a continuación, siguieron confusas órdenes y contraórdenes de proseguir o abortar la insurgencia a las diferentes federaciones regionales, las cuales, a su vez, hacían lo que podían para mantener el contacto con los pueblos. El día 10 todo había terminado, pero en Casas Viejas no podían saberlo.
Los sublevados esperaron ansiosamente toda la noche a que se apagasen las luces de Medina Sidonia, que era una de las señales para comenzar la revuelta, junto con el encendido de hogueras en puntos prefijados. Ninguna de las señales llegó, pero tampoco ninguna orden para cancelar la revuelta. Casas Viejas carecía de luz eléctrica, no había radios, y sólo había dos teléfonos, en el cuartel de la Guardia Civil y en el Ayuntamiento. Por fin, los revolucionarios decidieron pasar a la acción, cortando los hilos telefónicos y cavando zanjas en las carreteras para impedir el paso de vehículos. A continuación, rodearon el puesto de la Guardia Civil, un pequeño edificio donde un sargento y tres números representaban el Estado ante los indígenas hostiles. Muchos estaban armados con escopetas, pues la caza en la laguna de La Janda y los alcornocales era una ocupación muy común en el pueblo. En realidad, parte de la población vivía directamente de la caza y recolección.
Los Guardias de Asalto enviados por Madrid llegaron al día siguiente. Acostumbrados a ejercer su tarea en una gran ciudad y a desplazarse en camioneta a donde se requerían sus servicios, se sentían fuera de lugar trepando por las empinadas callejas del pueblo, entre tapias arruinadas y cabañas de piedra techadas de piorno. Tomaron posiciones en torno al chozo de Francisco Cruz, un viejo carbonero apodado Seisdedos. Las nueve personas atrincheradas en la casa –cuatro hombres, uno de ellos anciano, tres mujeres y dos niños-– eran el último reducto de la sublevación libertaria de Casas Viejas.
La Guardia Civil no disponía de gas lacrimógeno ni de porras, de manera que su respuesta a la alteración del orden público solía exigir el uso de armas de fuego (los planazos de sable evitaban males mayores en las cargas de caballería en las ciudades). La Guardia de Asalto fue diseñada para responder a las nuevas necesidades del orden público urbano, y se estrenó con éxito disolviendo una sublevación de vendedoras en el mercado de La Cebada (Madrid) sin provocar ninguna víctima mortal. Fue el famoso motín de las verduleras (“verdulera” significaba igualmente “vendedora de verduras” y “mujer desvergonzada y raída”= de malas costumbres). Pero en Casas Viejas los Guardias de Asalto utilizaron todo su arsenal de armas de fuego y causaron muchas muertes, seguramente más de veinte personas.
En el agitado debate parlamentario correspondiente, el presidente del Consejo de Ministros rechazó toda responsabilidad del gobierno y admitió que el control del Estado sobre los indígenas era escaso en muchas zonas agrestes: “¿Es que se puede exigir a un Gobierno que prevea que va a haber un alzamiento anarquista o libertario en Casas Viejas o en la última aldea perdida del rincón de una sierra, donde el Estado no tiene ni siquiera agentes directos de su autoridad o tiene, a lo más, una pareja de la Guardia civil?” […] “…en los grandes núcleos urbanos, en los grandes centros industriales, etc., etc., una política de previsión y un adelantamiento a los sucesos es posible; pero ¿cómo se puede adivinar que en el risco de una sierra, unos pobres hombres hambrientos, maltratados por la desgracia, trabajados por propagandas disolventes e infecciosas se van a producir estos hechos[22]?”.
[17] Nuevo Mundo, 8 de enero de 1932
[18] Nuevo Día (Cáceres) 4 de enero de 1932
[19] Julián Casanova: De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (1931-1939). Crítica (1997)
[20] Julián Casanova, obra citada.
[21] Un sistema de medición de intensidad de conflictos basado en el orden de magnitud de las víctimas, desde grado 1 (una o algunas personas) a grado 10 (miles de millones de personas, la humanidad en conjunto). La guerra civil española alcanzó el grado 6.
[22] El Luchador (Alicante) 3 de febrero de 1933
Asuntos: Anarquismo, Campesinos, Revolución
Tochos: La guerra total en España