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Una de las primeras películas de la historia mostró un tren avanzando hacia la cámara, y fue un exitazo. La gente salía corriendo de la sala para salvar su vida. Esa sana corriente cinematográfica ha producido desde entonces miles de filmes magistrales, desde Mad Max a Grupo salvaje. Luego llegó el cine hecho por directores perezosos, que descubrieron que bastaba con poner la cámara cerca de algunas personas hablando para rodar kilómetros y kilómetros de película, que, con un poco de montaje y algo de música, se podían vender como si fueran filmes de verdad. Alguien descubrió que a veces ni siquiera hacía falta ni música ni que la gente hablara, pero eso bajó el número de espectadores, y por fin alguien dio con la solución: usar niños en las películas reducía costes y aumentaba la taquilla. Algunas cinematografías nacionales se especializaron en la explotación de ese truco, como por ejemplo y principalmente el cine nacional español.
La afición por los niños que tiene el cine español es un síntoma de un problema más profundo: el cine español abomina de la producción. La producción esforzada propia del cine norteamericano se considera zafia y sin sustancia. Lo cool es sostener toda la película sobre las anchas espaldas de un guión realmente magistral y unos interprétes realmente magistrales. Los niños tienen la ventaja de que salen intensos y expresivos de fábrica, así que son una elección obvia para los cineastas unas vez que tienen el super-guión entre sus manos.
Unos cuantos movimientos de cámara impresionantes tampoco vienen mal (por ejemplo, pasear lentamente el objetivo cinco minutos de reloj sobre un trozo de papel de pared, mientras los niños protas se comunican entre sí en susurros).
Se dice que la falta de producción aguza la imaginación. En el cine español, si una escena de conversación transcurre en un bar, se apaña el escenario con dos cajones superpuestos cubiertos con una tela, una mesita de camping y un camarero que aparece como movido por un resorte en el momento de hacer la comanda. En las películas norteamericanas, una escena parecida suele requerir una semana, cientos de extras, un equipo de guionistas para construir el personaje del camarero y cantidad de decorados y material de iluminación.
Existen excepciones. La serie de Torrente, el expolicía gordo, alcohólico y del Atlético, tiene una producción extraordinaria. En el interior de la casa del protagonista, parece que la mugre se puede tocar. El propio personaje de Torrente, interpretado por Santiago Segura, es un alarde de diseño de producción. Otras películas españolas posteriores a 1953 también han cuidado este aspecto del arte cinematográfico. Pero son más la excepción que la norma.
En realidad, el uso de niños en películas no es intrínsecamente malo para el resultado del film: ahí están los ejemplos de Marcelino, pan y vino, Ladrón de bicicletas, Masacre (Ven y mira), El sexto sentido o La lengua de las mariposas. Pero lo que no se puede hacer es agarrar a un niño bien alimentado español actual, con el pelo cortado como un tazón boca abajo, encasquetarle una boina e intentar que represente él solito toda la parte trágica de lo que pasó en España en los últimos 80 años, por ejemplo.
Marciano Lafuente