Hasta ahora sabíamos que Euskadi y probablemente Catalunya eran la Comarca de Tolkien, pero parece que ahora el concepto se ha extendido a toda España.
La Comarca es el famoso invento de Tolkien, ese lugar con casitas de ventanas redondas entre prados y bosques donde los hobbits viven felices y beben cerveza en una fiesta campestre eterna. Es decir, la Comarca es la Nación. Todos sabíamos que el País Vasco era la Comarca, y más recientemente Cataluña también ha alcanzado esa categoría, pero lo más sorprendente es que España en general se ha convertido también, sin que nos diéramos cuenta, en una arcadia rural, en una versión expandida de la Comarca.
Tradicionalmente el nacionalismo español era teórico e imperial, basado en el concepto de una gran nación mundial. De fronteras para adentro había alguna tradición de laudes hispaniae, pero todo el mundo reconocía que San Isidoro se había pasado tres pueblos: ni con la mejor voluntad del mundo se podía ignorar que la mayor parte de nuestra patria estaba formada por una colección de ásperas parameras, pobladas por campesinos cejijuntos. A diferencia de la Dulce Francia o la Alegre Inglaterra, España era un país más bien adusto y difícil. Los nacionalismos catalán, vasco y gallego compraron la idea y crearon poderosas imágenes de arcadias rurales bien regadas, con casitas, prados y alegres aldeanos, incrustadas en un áspero y polvoriento país, que las tenía secuestradas fuera de su hogar natural, es decir la Europa húmeda y civilizada.
Los del 98 se hartaron de denostar la horrible geografía del solar español, demostrando científicamente (Los males de la patria, de Lucas Mallada, llega a la conclusión de que el 90% del suelo español carece de valor económico) o retóricamente (Castilla en escombros, de Julio Senador, llena 300 páginas con atroces descripciones de miseria humana sobre una tierra feroz) que este era un país de muy mala calidad, al que había que amar, sí, pero como quien ama a un burro cojitranco.
Ahora es muy diferente. El país está lleno de pueblecitos con encanto y la gente torva y feroz está fuera, asaltando nuestras fronteras. Así que el nacionalismo español está saliendo del armario. Ni complejo de inferioridad ni hostias. España es el mejor país del mundo, amenazado por múltiples enemigos: el feminismo, el ecologismo, el separatismo, el yihadismo, el comunismo, el veganismo, los antitaurinos, la ideología de género, la inmigración, Bruselas, las subvenciones al cine, las comunidades autónomas, los gays, etc., etc.
Los partidos en general, tanto mejor cuanto más a la derecha estén, están descubriendo maravillados que el nacionalismo les da casi todo el trabajo hecho. No hay que elaborar largos programas económicos y fiscales. Se puede decir una cosa y la contraria en la misma frase, por la sencilla razón de que todo es tornadizo menos una cosa indiscutible y firme como una roca, la única referencia absoluta y necesaria de nuestras vidas: España, técnicamente La Nación Española. ¿A quién le importa un programa electoral, si lo principal está claro como el agua?
Tras habernos convertido de repente en un pueblo de bonachones hobbits, el nacionalismo piensa que ha llegado la hora de actuar sin complejos para salvar La Comarca, asediada por tantos y tan diversos enemigos. Las fronteras deben ser vigiladas para facilitar la entrada únicamente de las personas compatibles con la nación española, a ser posible católicas y hablando un español fluido. Todo el complicado follón de la corrección política, que impide ofender a elementos humanos racializados, integrantes de alguna corriente LTGBI, opciones sexuales minoritarias, mujeres conscientes, animales y plantas, pueblos originarios, personas disminuidas verticalmente, etc. etc. será simplificado radicalmente: el que se meta con la nación española sufrirá un duro castigo, por lo demás estará bien visto hablar a voces de negratas, maricones, putos enanos, abuelatas, machu-pichus, etc, etc. Y van a conseguir votos a mogollón, aunque la civilización quede un poco traspuesta: en realidad no somos hobbits, somos más bien cuñados.
Marciano Lafuente