El gorila que querríamos ser

Una gorila joven en el zoológico de Berlín.

Los gorilas de los zoológicos nunca dejan indiferentes a los visitantes. Una cebra parece un caballo a rayas, y un hipopótamo un cerdo muy grande y chapoteador. Pero un gorila se asemeja a un ser humano encerrado en un corpachón peludo, que nos mira desde el otro lado del cristal protector. Muchos observadores de gorilas enjaulados han detectado gestos de fastidio y complicidad en estos enormes simios, cuando el jaleo que arma algún vocinglero grupo de visitantes amenaza con hacerse insoportable. Entonces, el gorila escoge a uno de los que le observan, el que parece más receptivo, y le dirige una larga mirada cargada de profundos significados. “No se puede luchar contra la estupidez” –o cualquier otra sentencia filosófica de profundidad comparable – dice con toda claridad esa mirada. Después, el animal opta por mostrar una estudiada indiferencia y vuelve la espalda a los espectadores, observándose con profundo interés los pelos de la barriga o mordisqueando una fruta.

De tanto repetir que “contra la opinión general, los gorilas son pacíficos y bondadosos” hemos llegado a creérnoslo. Los gorilas son el simio budista por excelencia, el único que ha alcanzado la iluminación y que por ende vive en un estado perpetuo de nirvana. Un gorila adulto es la persona que todos los humanos querrían ser: noble, poderoso, pacífico y leal. El gorila no te arranca la cabeza de cuajo –cosa que podría hacer perfectamente– porque no quiere. Prefiere observarte a cierta distancia, con la mirada indulgente que le da la conciencia de su propia sabiduría reposada frente a la continua agitación y al temblor que domina a la endeble tropilla de humanos que lo contempla desde el otro lado del claro.

Las visitas a gorilas son una parte de la industria del entretenimiento de rango comparable a la ópera o las superproducciones de Hollywood. Como estas, asegura emociones fuertes, pero tiene el prestigio añadido de requerir cierta cantidad de esfuerzo y dedicación. Uno no va a ver gorilas en su ambiente como va a tomar una cerveza con gambas. No obstante, la industria turística ha conseguido una cierta racionalización de la producción: los gorilas que pueden recibir visitantes son grupos habituados, entrenados por los trabajadores y estudiantes de los centros primatológicos cercanos para soportar con buen talante la presencia de humanos. El impacto emocional de estas visitas es grande entre los profesionales liberales:

“Cuando el guía nos pidió que volviéramos después de haber pasado exactamente una hora con los gorilas, partimos de un humor muy melancólico. Caminamos de regreso sobre el resbaladizo terreno hasta el campamento, primero en silencio, luego susurrando. Después de que la emoción y la tensión se relajaron un poco, intercambiamos fuertes e intensas impresiones. Un broker joven de Nueva York llegó a decir, con lágrimas en los ojos, «esto fue como subir al paraíso» (1).

El gorila no utiliza instrumentos, aunque podría hacerlo si le viniera en gana (2). No se afana persiguiendo animales por ahí y mendigando comida a sus compañeros más afortunados si no ha conseguido éxito en la caza. Come vegetales, que selecciona y mastica con la misma parsimonia que un lord bien alimentado. No es gritón ni pendenciero. Las pocas veces en que considera necesario hacer ruido organiza una representación operística en toda regla, que culmina con el furioso tenor dándose golpes en el pecho entre resonantes rugidos, mientras los humanos yacen a sus pies en abyectas posturas de sumisión, confiando en que la bestia no pase de las amenazas a los hechos. El gorila eligió el camino correcto. Es un animal en paz con el planeta.

Al igual que los niños, los primeros gorilas fueron fotografiados muertos. Los niños eran incapaces de permanecer absolutamente quietos durante los largos minutos de exposición que requerían las poco sensibles emulsiones de la primera mitad del siglo XIX. Los gorilas, muchos años después, debían ser cazados a tiros y transportados acto seguido con gran dispendio de porteadores hasta la aldea más cercana, donde los fotógrafos de la expedición los inmortalizaban. Era preciso sujetar al animal de alguna forma para que al menos el tronco y la cabeza permaneciesen derechos pues, a diferencia de un búfalo o un elefante, un gorila muerto tendido en el suelo es lo más parecido a un cadáver humano, y por ende poco fotogénico. A veces, se ataba al animal a un bastidor de madera, para que aparentase la postura erguida y amenazante que supuestamente había adoptado antes de que los certeros disparos del cazador hubieran acabado con su vida.
A continuación, se le despellejaba y la piel se enviaba, convenientemente envuelta en sal u otro conservante, a los museos europeos. Allí se le naturalizaba nuevamente en la postura más erguida y amenzante posible, con la boca bien abierta y los caninos bien pulidos hasta que brillaban con fulgor asesino.

Disponer de animales muertos, empero, no satisfacía toda la necesidad de emociones fuertes que la sociedad occidental demandaba en las postrimerías del siglo XIX. Pero conseguir un gorila vivo para un zoológico era mucho más fácil de decir que de hacer. Desde luego, la tecnología de la época era incapaz de atrapar con vida a un ejemplar adulto y transportarlo desde su remoto hogar en la selva hasta un puerto donde pudiera ser embarcado hasta la casa de fieras más próxima. Fué preciso limitarse a las crías. Una vez capturadas, se las intentaba mantener con vida el mayor tiempo posible, aun en la más absoluta ignorancia acerca de su dieta alimenticia, necesidades sociales y hábitos cotidianos. Algunas consiguieron llegar hasta los zoos de Londres y Berlín, pero ninguna echó raíces. Entre 1887 y 1906, seis gorilas de corta edad fueron llevados al zoológico de Londres, en Regent’s Park, pero todos murieron en el plazo comprendido entre unas pocas semanas y cinco meses, y no por falta de atenciones. Un alto empleado del Zoo señaló a propósito del último fracaso, una joven hembra tan débil que nunca fué exhibida en público, que había recibido «más cuidados que la hija de un millonario».

Una secuencia histórica de imágenes de gorilas muestra mejor que cualquier argumentación hasta que punto ha cambiado nuestra percepción de estos simpáticos animales, humanoides honorarios. La primera etapa fue la de los cráneos puestos de perfil, esqueletos y pieles. Más adelante, los grabados representan como el gran simio, bien erguido sobre sus patas traseras, ruge pavorosamente y agarra el cañón de la escopeta del cazador con las manos, con intención de morderlo, que es el momento indicado para disparar. Más adelante proliferaron las fotos de gorilas recién cazados amarrados a bastidores para mantenerlos erguidos, luego imágenes de gorilas en zoos cuando se consiguió mantenerlos con vida el tiempo suficiente, y por fin el torrente de imágenes actuales, muchas de ellas de gorilas de montaña, de estos grandes simios haciendo vida de familia entre una espesa floresta de color verde intenso.

¿Cómo se pasó de las leyendas de horrenda ferocidad a tan pacíficas escenas? Hay una historia de la nación gorila como las hay de muchas otras, paralela en cierta forma a la historia de África misma. Todo empezó en Boston, Massachusetts.

La sesión del 18 de agosto de 1847 de la Sociedad de Historia Natural de Boston se abrió con la lectura de una comunicación del Dr. Thomas S. Savage, «describiendo los caracteres externos y los hábitos de vida de una nueva especie de Troglodytes (T. gorilla, Savage), recientemente descubierto por el Dr. S. en Empongwe, cerca del río Gabón, África». Como anticlímax, a continuación, Mr. Desor mostró al público numerosos ejemplares de moluscos fósiles hallados en sedimentos en Brooklyn, Nueva York. Esa fue la entrada oficial del gorila en la ciencia occidental. En un viaje desde Liberia, donde ejercía su ministerio, Savage pernoctó en casa del reverendo Wilson (Misionero senior de las Misiones Extranjeras en el África Occidental), en el actual Senegal. Wilson le mostró un cráneo y luego consiguió más piezas, así como mucho material narrado por los naturales del lugar sobre las costumbres del animal.

Resulta extraño que un simio de semejante tamaño fuera desconocido para la ciencia europea hasta mediados del siglo XIX. Chimpancés vivos habían sido enviados a Inglaterra en los años finales del siglo XVII, y el orangután era conocido probablemente desde los tiempos de Vasco de Gama. El gorila llegó tarde pero ya nunca abandonó el podio de los animales extraordinarios, gracias a una larga dinastía de propagandistas. El primero fue el norteamericano Paul du Chaillu, que apareció en Londres en 1861 con un libro bajo el brazo –Exploraciones y aventuras en África tropical– repleto de vibrantes imágenes, entre ellas algunas descripciones muy logradas de la bestia demoníaca, el gorila, sus feroces ataques y cómo detenerlos con certeros disparos.

Empero muy pronto llegaron los aguafiestas, empeñados en echar por tierra la imagen infernal del gran mono. El primero fue el escritor y viajero Winwood Reade, predecesor de Akeley y Schaller, que si bien apenas pudo atisbar directamente gorilas en libertad, sí recogió tal cantidad de testimonios fiables que terminó la era mitológica del feroz gorila y comenzó la etapa de la observación y casi admiración del enorme animal tan parecido al ser humano.

Estos pacíficos animales, tan parecidos a la imagen del Buda, ignoraban que parte de su destino se decidiría en el Congreso de Berlín, 1884-1885, cuando el Complejo Occidental, la futura Fortaleza del Norte, se consideró preparada, desde el punto de vista logístico y tecnológico, para hincar el diente al continente africano. A partir de entonces los choques entre humanos y gorilas serían cada vez más frecuentes. En 1907 (según Wendt) se llevó a cabo la primera cacería en gran escala de gorilas. Los envíos a los zoológicos llegaban con regularidad. El gorila de montaña (en latín, Gorilla gorilla beringei) entró en los anaqueles de la ciencia occidental en 1902.

No es casualidad que el gorila de montaña lleve el nombre de Von Beringe, teniendo en cuenta la fecha. En aquellos días el Imperio Alemán buscaba un lugar bajo el sol de Africa con todo el entusiasmo de que era capaz. Las sociedades coloniales proliferaban en Berlín. Esforzados exploradores azotaban Africa en todos los sentidos. El capitán Oscar von Beringe describe así en el Deutsches Kolonialblatt su primera visión de los gorilas de montaña: “Vimos desde nuestro campamento un grupo de grandes monos negros que trataban de escalar el pico más alto del volcán. Logramos matar dos.” Von Beringe se encontraba en ese momento a unos 3.000 metros de altura, en la ladera del monte Sabinio. Había salido días atrás de Usumbura [Bujumbura], al norte del entonces lago Tanganika, para dejar ver el poder imperial alemán indistintamente a los guardias de fronteras belgas y a los jefes locales autóctonos. Una frontera entre Bélgica y Alemania en los más profundo de la cadena de los volcanes Virunga resultaba completamente absurda, pero era una clara señal de que el mundo estaba ya cerrado, provisto de cancelas y líneas trazadas sobre el mapa hasta el último rincón. El siguiente paso era evidentemente la guerra. Doce años después el ejército alemán invadió precisamente Bélgica para iniciar el conflicto en que el Segundo Imperio Alemán perdió el monte Sabinio y sus gorilas, junto con tres o cuatro millones de kilómetros cuadrados de territorios africanos.

Siguieron tiempos duros para los gorilas de montaña. En 1921, un personaje que respondía al estrambótico nombre de príncipe Guillermo de Suecia capitaneó una expedición a las montañas que mató nada menos que catorce ejemplares. Ese mismo año –que sin duda está calificado de sangriento en los anales gorilas– Carl Akeley mató cinco para el Museo Americano de Historia Natural, Nueva York, a orillas de Central Park. Pero Akeley cayó del caballo, como un San Pablo del conservacionismo, abandonó el exterminio de animales y presionó al gobierno belga –cuyo modelo de colonización era cualquier cosa menos interesado por el bienestar y el futuro de El Congo– para crear un Parque Nacional en los volcanes Virunga. El P.N. Alberto –nombre del vigente rey de Bélgica– se estableció en 1925. Por esas mismas fechas, más o menos, dejó de estar bien visto disparar sobre estos grandes simios. Ahora la consigna era estudiarlos. Así comenzó la larga y casi desesperada historia de los gorilas de montaña como especie símbolo de la conservación de la naturaleza, mucho más dramático que el panda gigante, logotipo del WWF.

Carl Akeley representó el momento dulce (desde el punto de vista europeo) de la colonización africana, que tuvo otros destacados representantes, como Hemingway o Alan Moorehead, autor de No hay sitio en el arca (véase la dedicatoria a Sir Francis de Gignand, Freddy). Era un África todavía “salvaje”, firmemente sujeta por las redes de las colonias europeas, con verandahs, lounges, sirvientes indígenas solícitos, nobles guerreros, pigmeos y gorilas. En los años 20 y 30, Martin y Osa Johnson recogieron todo este exotismo en una serie de películas que alcanzaron gran éxito de público, una de las cuales se tituló precisamente Congorilla. Años después, John Houston filmó Mogambo con el pretexto argumental de un científico deseoso de grabar y filmar a gorilas. El cartel anunciador del film prometía al público The battle of sexes! y The battle of Gorillas!

La gran hora del gorila de montaña llegó a mediados de los años 50, cuando se estaban echando los cimientos del Parque Pleistoceno Africano. En esos años de gran popularidad de los relatos sobre nuestros antepasados homínidos, la posibilidad de ver a Nuestros Más Cercanos Parientes en un clima fresco y entre bellos paisajes alpinos se convirtió en irresistible. La industria hotelera llegó antes que la ciencia, gracias a uno de los hoteles más exclusivos del mundo, construído por Walter Baumgartel al pie de los Virunga. Baumgartel ofreció los tesoros naturales de su entorno a diversos científicos, incluyendo a Raymond Dart y a Louis Leakey. Este último no visitó jamás el paraje, pero comenzó a enviar a mujeres para estudiar los gorilas. La primera señorita de la dinastía, Rosalie Osborn, “ex secretaria” trabajó en la zona unos pocos meses en 1956. La sucedió Jill Donisthorpe el año siguiente. Ninguna de las dos consiguieron gran cosa: “una vislumbre, una sombra móvil, una rama que crujía al huir el animal”. Ahora era el turno de Schaller, bajo el patrocinio principal de la NSF y la dirección general del doctor John T. Emlen, profesor de zoología en la Universidad de Wisconsin.

A finales de los años 50, la visita de Alan Moorehead resume bien el nuevo punto de vista sobre los gorilas: ya no se les considera bestias feroces y peligrosas, pero todavía no se ha planteado el acercamiento. Por aquella época, África era todavía ese continente embriagador y primigenio donde uno podía contemplar por la mañana una ceremonia increíblemente exótica en la aldea de una tribu extraordinariamente aislada, y por la tarde compartir un cóctel en algún lounge rodeado de césped, junto al Residente local y su esposa. Kabale era uno de estos lugares sólo para blancos: prados, jardines, un bien cuidado campo de golf, campos de tenis, badminton y croquet. Por las tardes, “se bebe vino francés con la comida, se leen revistas en el salón, se juega al bridge y se escucha la radio”. No satisfecho con este sueño burgués en el corazón de África, Moorehead recuerda que no lejos de allí viven gorilas y decide intentarlo. Tras una agotadora excursión por los montes Muhavura y Mgahinga, Alan Moorehead consigue entablar contacto visual con un macho “enorme y reluciente”, que le examina desde un escarpe de la ladera opuesta, con “la dignidad y majestad de los profetas”. Tras la visión, baja la montaña a la velocidad de un joven antílope, “sin pensar siquiera en mis dolidos pies, después de una jornada tan dichosa”. Era el efecto gorila en acción.

Toda esta estampa idílica sufrió un duro golpe con la rebelión Mau Mau en Kenya. Con todo, los inicios del parque pleistoceno africano estaban conformándose. Situado principalmente en Kenia, Uganda y Tanzania, secundariamente en Etiopía, era un enorme territorio dedicado al parecer en exclusiva a mostrar toda la historia remota de la humanidad, a través de fósiles, parientes simios y alguna que otra tribu primitiva.

George Schaller llegó a los Virunga en 1960. Poca era la experiencia disponible sobre el arte de observar grandes simios en libertad, todavía considerados como potenciales enemigos del género humano. Su rutina llegó a ser apacible. Su libro (El año del gorila) podría ser una versión moderna de El perfecto pescador de caña. Schaller y los gorilas se observaron con cortés y distante interés durante algo menos de un año. Los gorilas hacían su vida sin interferencias, y Schaller desarrollaba una vida razonablemente confortable junto a su esposa, en su cabaña de Kabara. La imagen de un hombre que vive aislado en una cabaña, en un claro del bosque, en estrecho contacto con la naturaleza, recordaba irresistiblemente el Walden de Thoureau. Se levantaba por las mañanas y acumulaba horas de observación. En algunos momentos, llegó incluso a sentirse aburrido.

Schaller puso a punto las técnicas básicas que luego Diane Fossey refinaría: acercamiento sigiloso, movimientos lentos, dejarse ver para evitar asustar a los animales. La técnica se parece mucho a un «contacto» con una forma de vida extraterrestre. Un gran avance se produjo cuando se comprendió el pavoroso despliegue intimidatorio de los grandes machos, que Schaller analizó y dividió en secuencias. También se puso de relieve la importancia de no acercarse nunca furtivamente, sino de acercarse de manera visible pero dejando claro –para la mentalidad gorila– que no se supone una amenaza. El caso recuerda, además del contacto con una civilización extraterrestre, los contactos que hubo con tribus todavía extrañas a la civilización tal y como lo describen viajeros del siglo XIX y anteriores. En todos estos casos, se da por supuesto que es preciso respetar unos códigos de acercamiento.

Schaller se fué tan silenciosamente como había venido: tal vez el último espejismo de un contacto hombre blanco-África pacífico y apacible, capaz de sobrepasar la violencia colonialista. La violencia, por el contrario, acompañó a Dian Fossey desde el primero hasta el último de los 15 años que pasó con los gorilas. Fossey representa un nuevo tipo del contacto. Ya no se trataba de observación a distancia: Fossey impuso la gestión activa del pueblo gorila y de su habitat, y no dudó en meterse a fondo en sus implicaciones políticas, ambientales e incluso racistas.

La historia de Diane Fossey es indudablemente la que tiene más componentes trágicos. Como en una tragedia griega, incluye coros (de estudiantes), violencia, amor y amistad, viaje iniciático, valor a toda prueba y hasta locura. Prueba de ello es que es la única de las historias de mujeres simias que ha sido llevada a la pantalla. Probablemente los gorilas no lo sabían pero el día en que Fossey entró en su territorio comenzó la etapa más agitada de su historia reciente.

Nuestra heroína trabajaba como fisoterapeuta de niños cuando aparece LSB Leakey, en su papel de demiurgo. Por aquellos años, los 1960s, LSB pasaba buena parte de su tiempo en Estados Unidos, ordeñando fondos de la rica nación y ofreciendo en contrapartida espectaculares reportajes para sus mass media, especialmente Life y National Geographic. Da la sensación que en la familia Leakey eran las mujeres (Mary, Meave) las que hacían el trabajo duro, dejando el relumbrón para los varones de la especie. Eso es muy típico de los cromañones, en que un varón puede alardear durante décadas del único ciervo que cazó en toda su vida, allá por el otoño del 25.200 AC. Parece ser que Leakey pensaba que las mujeres serían mejores para desarrollar el contacto con especies extrañas, como embajadoras de la especie humana. Contratada al fin, Dian Fossey vuela a África y aterriza en un remoto aeropuerto atiborrado de soldados. Con la soltura que da la superioridad política anglosajona, Leakey responde a sus preguntas sobre la situación con la frase “Oh, debe haber una guerra civil en alguna parte”.

Recién llegada, fue expulsada por los soldados del Congo y tuvo que sentar sus reales en Ruanda, un diminuto país con una aplastante presión demográfica. Financiada por la revista National Geographic, Dian Fossey se dedicó en cuerpo y alma a salvar a los gorilas, en el sentido moderno y conservacionista de la palabra. Desarrolló una empatía tan fuerte con los gorilas que se convirtió ella misma en una gorila: era capaz de apreciar la amistad, el mal humor o la gracia en estas bestias. Sentó las bases de la incipiente industria turística basada en la observación de gorilas –al parecer, no existe nada semejante con relación a chimpancés y orangutanes, aunque sí con respecto a leones o elefantes. Curiosamente, su empatía no alcanzó a los nativos, indígenas o en general seres humanos autóctonos que habitaban tierras peligrosamente cerca, a su juicio, de la tierra de los gorilas. Una de sus decisiones más polémicas fue intentar evitar que los gorilas «adiestrados» se acostumbraran a la vista de los africanos de piel oscura. Rwanda no significaba todavía “genocidio”, no tenía todavía las terribles connotaciones que adquiriría a mediados de la década de los 90. Después de haberse enemistado con todo el mundo excepto con los gorilas, Dian Fossey fue asesinada en su cabaña en 1985. Seguirían años malos, más reportajes, poblaciones fluctuantes y al parecer una timída recuperación del gorila de montaña en los últimos años. Lo que sí parece claro es que el gorila es a la humanidad como los cuervos de la Torre de Londres a la monarquía británica: el día en que dejen de alentar sabremos que nuestra especie estará en un apuro muy serio.

1- When the guide called for us to return after we had spent exactly 1 hour with the gorillas, we departed in a very melancholic mood. We walked backthrough the slippery underground to the camp, first silently, then whispering. After the emotion and tension had relaxed somewhat, we exchange dour lively impressions. A young stock broker from New York even said, with tears in his eyes, “this was like a climb into paradise”.“Close Encounter with Gorillas at Bwindi” Gorilla Journal – June 97.
2- Tal es el interés general sobre la inteligencia gorila, que hace unos años fue noticia mundial la filmación de una hembra ayudándose con un palo para cruzar un río.

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Un comentario en «El gorila que querríamos ser»

  1. Artículo poco claro. Se va por las ramas. Se aleja del tema de estudio. Va y viene permanentemente y hace que se pierda el interes por aquéllo que nos acercó a su lectura

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