El campo vence a la ciudad

«¿Cómo está Madrid? Como todas las ciudades liberadas en el momento de ser liberadas. Sucia, muy sucia. Las calles llenas de inmundicias; las fachadas de las casas llenas de pasquines, que la propaganda roja fue superponiendo con letreros de muy mal gusto. Pronto Madrid será otro y no quedará rastro aparente del pasado. La esponja y el jabón terminarán la limpieza.»

«El aspecto de Madrid» El Día de Palencia, 29 de marzo de 1939, 9.

 

lamallorquinaLa famosa pastelería La Mallorquina (Puerta del Sol esquina con Mayor) en diciembre de 1937 Crónica, 26 de diciembre de 1937.

 

El ejército nacional necesitó casi cuatro meses para llegar  a los arrabales de Madrid, donde pasó detenido los dos años y medio siguientes. Tomar la ciudad le llevó una hora y cuarto, desde las 13,15 a las 14,30 del 28 de mayo de 1939. Valencia cayó en sus manos dos días después. Barcelona había sido ocupada algunas semanas atrás. Bilbao llevaba en poder de los nacionales 21 meses. Solamente Sevilla era nacional desde julio de 1936. Era evidente que las grandes ciudades eran bastiones republicanos, lo que le daba la razón a la profusa literatura falangista de alabanza de aldea y desprecio de corte, en la que se insistía una y otra vez en que la ciudad debía devolver al campo todo lo que le robaba o “parasitaba”. Ahora parecía que el campo había vencido a la ciudad por fin. Esta tradicional interpretación de la guerra civil se puede ver también en términos técnicos como una victoria paradójica de la periferia trófica sobre el centro director. Era una idea muy extendida, que saltaba fácilmente las líneas ideológicas habituales. En Cataluña, un manifiesto de la Unión de Rabassaires (la principal organización campesina de Cataluña) se dirigía al poder constituido en Barcelona por las milicias obreras, principalmente de la CNT, en los  conciliadores términos con que un labriego de campo se suele dirigir al opresor representante de la ciudad:

“Los obreros de la ciudad han de comprender que no se ha de impedir el trabajo del campo, porque éste es el proveedor de la ciudad y ésta, en los momentos heroicos que vivimos tiene más necesidad que nunca de contar con la aportación regular de productos agrícolas a los centros de abastecimiento”.

Para insinuar a continuación que les dejaran en paz: “Solamente han de quedar vigilando en cada pueblo, los Comités revolucionarios y los que formen parte de las milicias antifascistas, encargados de mantener el orden revolucionario y asegurar el normal desenvolvimiento de la vida agrícola”. Y terminar con la promesa de más comida para la voraz capital: “Es igualmente indispensable que los campesinos de los alrededores de Barcelona, continúen aportando con más intensidad ahora más que nunca, al Mercado Central del Borne, sus productos, a fin de que en ningún momento, falten en Barcelona los necesarios artículos de alimentación[201]”.

En abril de 1931 las ciudades dieron el triunfo a los republicanos:  ese fue su verdadero defecto de origen, el pecado original de la segunda República española. Las elecciones municipales de abril de 1931, todavía hoy discutidas, habían mostrado, voto a voto y municipio a municipio, un país todavía sólidamente monárquico. Pero todo aquello no servía de nada ante la poderosa voz de Madrid, Barcelona, Valencia y así, que habían decidido ser republicanas y habían arrastrado a todo el país detrás. Como es sabido, los votos urbanos se penalizan para evitar que los rojos ganen las elecciones. Pero eso no fue suficiente a medida que las ciudades, incluyendo las españolas, crecían sin parar.

No hay fenómeno más extraordinario que el crecimiento y la multiplicación de las grandes ciudades a lo largo del siglo XX, porque todas las ideologías sin excepción lo combatieron, desde el franquismo en España al polpotismo en Camboya, este último el caso más extremo de odio a la urbe. Nadie tenía nada en contra de la ciudad pequeña y mediana, centro de servicios de una comarca o región bien definida, punto de apoyo del poder del estado sobre estas demarcaciones. Resultaba agradable ver a la gente ir a la ciudad a hacer sus compras o a divertirse los fines de semana, siempre que después retornasen a sus hogares en el espacio exterior.

Pero la gran ciudad era otra cosa. Resultaba más difícil de controlar por la autoridad del Estado. Tenía una marcada tendencia a tratarlo incluso de tú  a tú, como interlocutores de igual rango, y a mostrar tanto interés por otras grandes urbes de otros países que por los pueblos de sus alrededores. Las grandes ciudades se consideraban elementos tan extraños a la verdadera distribución natural de los hombres, razas y paisajes que era una práctica común de los geógrafos descontarlas para averiguar la “verdadera densidad de población” de un territorio.

Existían sospechas sobre la función de buena parte de los habitantes de la urbe, y proliferaron las acusaciones de parasitismo, pues muchos trabajos urbanos eran difíciles de entender: no se dedicaban a la agricultura ni a la industria, no producían cosas útiles, sino que se intercalaban en una maraña dentro de la confusa red del sector servicios, el único gran ramo de la economía que ninguna ideología ha considerado necesario apoyar ni fomentar ni subvencionar, a diferencia de la Agricultura y la Industria, puntales seculares del estado y siempre en estado de crisis. “Obstáculo de siempre, y nido de parásitos a costa de la tarea diaria de España. Eso fue Madrid, desde hace largos años” –decía un tremendo editorial del periódico falangista Azul, de Córdoba, en noviembre de 1936, cuando la conquista de la capital parecía al alcance de la mano. Y añade un programa como para poner los pelos como escarpias a los habitantes del foro: “Las provincias ahora, salvan a Madrid, le reconquistan, y se aprestan a la tarea magnífica de españolizarle[202]”. Con amenazas como esta, cobra otro sentido la desesperada resistencia de Madrid frente a los facciosos.

La concentración de actividades en poco espacio en la urbe se traducía en una desagradable concentración de elementos indeseables del medio ambiente, como ruido, humos, aguas podridas  y basuras. La gran ciudad era sucia por definición. También se sospechaba de la calidad humana de sus habitantes. El noble campesino, minero o trabajador de la industria era sustituido por abundancia de arribistas, especuladores, toxicómanos, estafadores y delincuentes en general. Se suponía que la escoria de la sociedad buscaba refugio en las grandes ciudades como las ratas se guarecen en las alcantarillas. Queipo de Llano lo explicó así en su charla radiada del 20 de noviembre de 1936: “… en cuanto al bombardeo de Madrid, estamos como los cazadores de zorros: destruyendo las guaridas para sacar a las alimañas que en ellas se refugian[203]”.

La guerra civil se puede ver como una larga carrera para ocupar las ciudades, los puntos claves de dominio del territorio. Si Madrid hubiera caído en noviembre de 1936, es muy probable que la guerra hubiera acabado en ese momento. En su lugar fue necesario ocupar el resto del territorio, lo que llevó mucho tiempo más. Ya instalado en el poder absoluto, el nacional-catolicismo no sabía muy bien qué hacer con las grandes ciudades, que dieron grandes quebraderos de cabeza durante los años del hambre (hasta 1946). Su crecimiento se paralizó en la década de 1940, pero la esperanza de un campo rica y densamente poblado y unas ciudades bajo control se esfumó pronto: a comienzos de 1960 el campo se vaciaba a toda velocidad y las ciudades crecían en la misma proporción. Pero eso es otra historia.

 

[201] La Vanguardia, 24 de julio de 1936
[202] Azul (Córdoba) 23 de noviembre de 1936.
[203] Azul (Córdoba) 21 de noviembre de 1936.

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