La cultura del bombardeo: Alemania, 1940-1945

La silueta de un Lancaster durante el ataque nocturno a Hamburgo del 30 de enero de 1943. Europeana.

Una tarjeta de Navidad del caricaturista Low de 1943, titulada «Explosiones de temporada en Berlín» contiene la imagen de un monigote llevando una gigantesca bomba atada con un lazo de regalo a un avión con la leyenda «Twinkle, twinkle, little buster, /Putting Adolf in a fluster». Adolf es Hitler y el avión es seguramente un Avro Lancaster, la principal arma de destrucción masiva con que contaba el Imperio Británico. Las ciudades alemanas, especialmente Berlín, Hamburgo, Dresde y Colonia, deben parte de su morfología urbana actual al diseño de este aeroplano. El turista que aterriza en Berlín, por ejemplo, no puede creer a sus ojos cuando contempla por vez primera el paisaje de algunos de los enclaves más famosos de la ciudad. Resulta que Alexanderplatz tiene una torre de televisión junto a la acumulación de centros comerciales y hoteles cúbicos que forman la plaza. Postdamer Platz es un orgullo de la nueva arquitectura alemana: edificios de formas atrevidas de acero y cristal. La explicación empieza a vislumbrarse en el Jardín Zoológico, a la entrada de la Kurfursterdam. Allí se ve la ruina de la torre de una iglesia del siglo XVIII, y a su lado una capilla de cemento y cristal de colores que parece –y es– uno de los horrores de la arquitectura eclesiástica de mediados del siglo XX. La torre derruída es prácticamente lo único que verá el turista del viejo Berlín (el Reichstag luce una cúpula de cristal diseñada por Norman Foster). Y se la dejó así deliberadamente como monumento a la esforzada labor de la RAF británica y de la Octava fuerza aérea norteamericana. El Lancaster fue diseñado para llevar a acabo buena parte del trabajo, junto con otros aviones famosos como el Halifax, Stirling, Flying Fortress y Liberator.

Sigue siendo motivo de controversia porqué las grandes democracias occidentales, Estados Unidos y Gran Bretaña, cuyos gobiernos fueron los primeros en horrorizarse de los bombardeos de Guernica y Nanking en los años 30, fueran asimismo las únicas potencias implicadas en la segunda guerra mundial que utilizaron el bombardeo estratégico de manera sistemática, empleando enormes recursos humanos y materiales para llevarlo a cabo. Independientemente de consideraciones históricas que todavía pesaban mucho –los bombardeos alemanes sobre Londres en la primera guerra mundial convirtieron la idea de «bombardear Berlín» en una verdadera obsesión– la explicación parece hallarse más bien en el carácter imperial. Inglaterra se había acostumbrado a pensar en términos mundiales, y disponía de un eficaz instrumento para influir en lejanos territorios, su flota estratégica. Por la misma razón, a los planificadores militares británicos de los años 20 en adelante se les hacía la boca agua ante la idea de una poderosa fuerza de bombardeo de larga distancia.

El Lancaster fue el instrumento de este poder a distancia tan caro a los británicos, mientras que rusos y alemanes seguían planteando sus aviones de guerra siempre como la manera de aplastar al enemigo en el frente de batalla. En los últimos años de los años 30, el Mando de Bombardeo se convirtió en una prioridad, y la industria aeronaútica británica se puso a la tarea con entusiasmo. Un gran avión cuatrimotor de bombardeo era lo más parecido a un navío de linea de cuatro puentes: una máquina de guerra enormemente compleja y cara, resumen y culminación de toda la tecnología disponible en un país. Los aviones de bombardeo de que disponía la RAF en agosto de 1939 eran demasiado pequeños para cargar con la suficiente cantidad de bombas a la suficiente distancia. Todo esto cambió cuando llegó el Avro Lancaster, versión cuatrimotora del Manchester bimotor, y emparejado con el Handley Page Halifax y el Short Stirling como los tres puntales de la fuerza de bombarderos de la moral enemiga.

Los tres aviones llevaban nombres vernáculos de la patria británica, tenían unos 30 metros de envergadura, volaban a más de 400 km/h y podían llevar más de cinco toneladas de bombas a distancias de más de 2.000 km. Se suponía que no había defensa posible contra esa clase de máquinas, capaces de arrasar ciudades enteras y en teoría capaces de decidir la suerte de la guerra por sí mismas. Sucesivas versiones fueron provistas de la capacidad de llevar bombas cada vez más potentes. El resultado final fue el modelo de Lancaster especialmente diseñado para llevar una gigantesca bomba de 10 toneladas, la «rompemanzanas», el arma de más poder destructor antes de la entrada en servicio de la bomba atómica (aunque la mayor parte del trabajo lo hacían las bombas incendiarias de cinco libras). Se suponía que debía ser como un mazo descomunal golpeando en el centro de las ciudades alemanas.

Entre 1941 y los primeros meses de 1945, noche tras noche, centenares de bombarderos despegaron de sus bases en Inglaterra para iniciar un viaje de horas con destino a algún lugar de Alemania. Los blancos se fijaban unos días antes en una habitación de techo bajo del mando de bombardeo, “a cinco millas de High Wycombe, en el Buckinghamshire”, un lugar tranquilo densamente poblado de bosques (las únicas bombas que cayeron en las proximidades lo fueron por error, pues iban destinadas a Londres) donde el Mariscal del Aire Arthur Harris, rodeado de mapas y de asesores, dirigía el curso de las operaciones. El objetivo era mantener el mayor número posible de aviones de manera simultánea sobre una ciudad alemana, y que todos dejaran caer sus bombas aproximadamente al mismo tiempo en un radio razonablemente reducido. Pronto se abandonó la doctrina del bombardeo de precisión de industrias militares, tras los primeros informes que mostraron que la mayoría de las bombas caían sin orden ni concierto no a cientos de metros del blanco, sino a kilómetros o incluso decenas de kilómetros de distancia. Fue sustituido por el concepto de carpet bombing (“bombardeo en alfombra” o de zona) sobre áreas urbanas.

El ideal era el bombardeo continuo «round o´clok», que no dejara descansar ni un minuto a los fatigados habitantes de la ciudad sometida a castigo. El resultado final fueron 500.000 muertos en Alemania y 70.000 entre las tripulaciones. Los resultados se reflejaban en informes detallados y de manera más vistosa en el “libro azul”. Harris lo describe así: “Mi idea era que todo el mundo pudiera ver por sí mismo lo que la ofensiva de bombardeo estaba haciendo en Alemania, y a tal fin hice lo increíble para que los hechos quedaran fielmente reflejados en fotografías, mapas, etc. Tenía preparado un voluminoso libro, al que llamé “libro azul”, y en el que, tras de cada ataque contra una ciudad alemana, se marcaba progresivamente, con tinta azul, la zona de devastación de la ciudad, utilizando como fondo una fotografía aérea o, mejor dicho, un mosaico de fotografías de toda la ciudad. Este libro llegó a incrementarse en dos o tres volúmenes (1)”. Posteriormente, Harris diseñó por sí mismo una versión del visor estereoscópico, tan popular en los hogares victorianos, destinado a mostrar en relieve “destrozos especialmente claros y significativos”. Ante la sorpresa del mariscal del aire, sus invitados mostraban por lo general poco entusiasmo ante las imágenes, y sus exhibiciones técnicas solían ser recibidas con frialdad por otros altos oficiales o líderes políticos.

En sus memorias, Harris expresa su pensamiento estratégico bastante someramente. En primer lugar, la mortandad de civiles, mujeres y niños, causada por los bombardeos no era en su opinión mayor de la que podía causar y causó un bloqueo naval de alimentos como el que la Marina británica aplicó a Alemania en 1914-1918. Además, siendo casi imposible el bombardeo de precisión y fáciles de reparar las destrucciones en las fábricas, la mejor forma de atacar la capacidad productiva del enemigo era simplemente destruyendo las ciudades donde vivía la fuerza laboral que las servía. Podía tratarse de matar el mayor número posible de trabajadores de fábricas o bien de dejarles sin hogar, pero el impacto sobre la actividad económica sería igualmente efectivo y duradero. A lo largo de todo su mando, el jefe del Bomber Command rechazó de plano toda actividad aérea que no consistiera en la destrucción sistemática de los núcleos urbanos alemanes. Objeto especial de su mofa eran los llamados “bombardeos panacea”, de los considerados como eslabones débiles de la cadena económica alemana, como fábricas de cojinetes o de petróleo sintético, y costó lo indecible convencerle para que cediera parte de su fuerza para apoyar los desembarcos aliados en Francia en 1944. Este hombre singular fue apartado rápidamente de la escena pública tras la victoria.

Los primeros bombardeos de la RAF sobre el Rhur en 1940-1941 se vieron con cierto espíritu de deportividad entre los habitantes de la gran área industrial alemana. Los ingleses habían recibido lo suyo el otoño pasado, y resultaba bastante lógico que quisieran devolver el golpe. Al principio las incursiones eran limitadas y parecían buscar áreas industriales, aunque sin ninguna precisión. Los aviones de la RAF debían ocultarse en las sombras de la noche porque durante el día eran presa fácil de los cazas de la Luftwaffe. Al igual que los londinenses, los habitantes de ciudades como Essen, Dortmund o Bochum fueron aleccionados de que ahora sus casas formaban parte del frente de batalla. Meses después, tuvieron un cierto alivio al esfuerzo que tenían que soportar cuando les tocó por fin a “los bocazas de Berlín”, donde estaban todos los ministerios y se hacía toda la alta política alemana.

Todo el mundo estaba encuadrado en unidades de defensa pasiva contra los bombardeos. Se creó una densa red de refugios antiaéreos, muchos con gruesas paredes de hormigón, aunque buena parte de la población debía conformarse con sótanos reforzados. Se establecieron dispositivos contra incendios en cada ciudad, barrio, calle y casa, desde bombas móviles de agua a presión hasta cubos llenos de arena colocados tras la puerta de entrada de las viviendas. Esta guerra se libraba principalmente con mujeres, ancianos y niños, que eran también las principales víctimas. Con frecuencia, soldados que regresaban a casa para disfrutar de un permiso lejos del frente se encontraban con que la guerra rugía con tanta fuerza en su ciudad natal como en las trincheras, y la población civil tenía que indicarles sus deberes al respecto.

Poco a poco, la deportividad fue dando paso a la fatiga y el temor, al tiempo que los raids limitados se transformaban en ataques aéreos capaces de aplastar un ciudad, como efectivamente sucedió en Colonia primero y unos meses después en Hamburgo. A medida que las incursiones aéreas se hacían más devastadoras y más frecuentes, la vida de los habitantes de las ciudades cambió y se adaptó a las nuevas circunstancias. Una manera de reaccionar era la dispersión en el campo, lejos de los mortíferos distritos centrales de las ciudades. Pero esto estaba limitado a la parte de la población no necesaria para el esfuerzo de guerra, además de provocar infinidad de quejas de los campesinos a quienes se forzaba a compartir sus granjas con “señoritos de la ciudad”. La solución más aceptable era el enterramiento, la construcción de búnkeres para alojar a la población durante las alarmas aéreas. Poco sofisticados al principio, terminaron convirtiéndose en algunas ciudades muy castigadas, como Berlín, en verdaderas ciudades subterráneas. Innumerables tesoros artísticos debieron ser puestos a salvo en minas abandonadas u otros lugares considerados seguros. Incluso la propia industria trabajaba cada vez más en talleres subterráneos, especialmente y paradójicamente la industria aeronáutica.

Las ciudades bombardeadas con intensidad y regularidad –el mejor ejemplo era Berlín– proporcionaban una nueva vida a sus habitantes. Los transportes públicos circulaban atestados de personas demacradas, mal afeitadas y sucias, pues las bombas solían ensañarse con el sistema de distribución de agua potable. Lo primero que hacían los explosivos en los edificios era reventar todos los cristales y lanzar una lluvia de agudas astillas sobre la calle, donde destrozaban los zapatos y proporcionaban un rechinante sonido a los pasos que muchas personas recordarían como el sonido de la guerra. Todo el mundo tenía prisa, para evitar perder su puesto en un tranvía sin saber cuando habría otro, o en la cola de distribución de alimentos cada vez más escasos. Las calles bombardeadas terminaban por parecerse mucho unas a otras, a medida que los postes indicadores y las placas desaparecían. Los derrumbamientos y los incendios dejaban un polvo fino en suspensión en el aire, mezclado con hollín, que tardaba días en desaparecer o que –como en el caso de Berlín– nunca desaparecía del todo (2). La vida era modulada por los diferentes mensajes emitidos por las sirenas, de las que una ciudad podía contar con cientos o miles: alarma previa, riesgo inminente de ataque, todo el mundo a los refugios, pasó el peligro. Las grandes flotas aéreas que navegaban sobre Alemania y sus cambios de rumbo contribuían a mantener a un porcentaje muy alto de la población en estado de constante alerta, que era precisamente uno de los objetivos de los organizadores de la campaña de bombardeos.

Todos los estados sometidos a bombardeos, como la España republicana o Inglaterra, habían desarrollado sistemas más o menos complejos para proporcionar refugio a sus ciudadanos ante los bombardeos aéreos, pero la “cultura del refugio” llegó a su límite en Alemania entre 1942 y 1945, posiblemente solo superada por Vietnam entre 1963 y 1973, aunque en circunstancias muy distintas. En teoría cada ciudadano tenía asignado un lugar determinado en un refugio concreto, que podía ser el sótano reforzado de su propia casa o una de las enormes torres fortificadas que se construyeron en Berlín y Hamburgo, con capacidad para más de 10.000 personas. Algunas personas no se apartaban nunca de las cercanías del refugio, mientras que otras podían decidir deliberadamente no entrar en él, aunque ambas cosas estaban oficialmente prohibidas. A medida que la guerra llegaba a su fin, el umbral de miedo de la población tendía a disminuir. En Berlín, mujeres que en los primeros días del conflicto “salían corriendo en dirección del refugio si oían que se había detectado un caza enemigo en algún lugar de Alemania” soportaban estoicamente la cola del pan bajo el fuego directo de los cañones soviéticos, en la primavera de 1945. El empleo de bombas incendiarias dificultaba la identificación de los cadáveres. En los peores casos, las personas eran totalmente irreconocibles, aunque en general alguna prenda de ropa o señal distintiva servía para la identificación. Cuando la mortandad era muy elevada, como fue el caso de Hamburgo en 1943 o de Dresde en 1945, era necesario disponer de grandes masas de cuerpos humanos antes de que comenzaran a descomponerse, en enterramientos masivos o grandes piras funerarias.

Desde el punto de vista de las tripulaciones, este era un trabajo que debía ser hecho, y que les había tocado a ellos. Los hombres se sentaban inermes dentro del fuselaje de los enormes aviones, cada uno sentado en su puesto de piloto, navegante, bombardero o ametrallador, dispuestos a sufrir la tensión más extrema durante las horas en que se encontraban bajo el fuego de las defensas antiaéreas y los aviones de caza alemanes. Ninguna de las maniobras de escape que un primate asustado puede poner en práctica podía ser llevada a cabo por ellos. En realidad, la habilidad personal no tenía prácticamente nada que ver con las posibilidades de supervivencia: regresar o no regresar era simplemente una cuestión de suerte y de probabilidad estadística. Los que habían realizado ya más de una docena de misiones sabían que ser derribados y sufrir una muerte casi cierta solo era cuestión de tiempo. Las tripulaciones entablaron una lucha sorda con el mando de bombardeo para elevar sus expectativas de supervivencia (3).

Paradójicamente, el sistema de guerra creado para evitar las trincheras y la mortandad de la guerra terrestre se terminó convirtiendo en un matadero tan sistemático como éstas para las tripulaciones de la RAF. Con una media de bajas de un 3% de los aviones en cada salida de bombardeo, y teniendo que cumplir un turno de 25 salidas para empezar, todos sabían que si sobrevivían sería cuestión de mucha suerte, aunque los mandos de la RAF –que consideraban razonable semejante tasa de desgaste, mientras que una superior al 10% se estimaba inaceptable– esgrimían los mismos datos para tratar de demostrar lo contrario. No obstante, la especie humana demostró una vez más su resistencia. Los sucesivos ciclos de tensión extrema sobre Alemania, descompresión posterior y ominosa espera de la siguiente misión destruían el sistema nervioso de un porcentaje sorprendentemente pequeño de las tripulaciones. Las autoridades vigilaban que el crack nervioso no fuera una puerta de salida para alguien que simplemente quisiera eludir sus deberes. Bajo la denominación de lack of moral fiber, esta pseudoacusación de cobardía podía recibir, en el mejor de los casos, simplemente tratamiento médico y la retirada del servicio, y en el peor enfrentarse a los tribunales militares. Un sorprendente factor de resistencia era que a algunos tripulantes les gustaba volar, especialmente sobre los verdes paisajes ingleses.

La compañera de fatigas de la RAF sobre el cielo de Europa fue la octava fuerza aérea de los Estados Unidos, provista de un avión singular: el Boeing B-17, más conocido como la Fortaleza Volante, el arma que mejor representaba la enorme capacidad industrial y tecnológica de los Estados Unidos. La estrategia de uso de la USAAF (United States Army Air Force, Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos) buscó desde el principio diferenciarse de los furtivos métodos de la RAF. La idea consistía en hacer avanzar sobre territorio alemán, en pleno día, densas formaciones cerradas de bombarderos. El método garantizaba en teoría una buena protección contra los ataques de la aviación enemiga, gracias a que la superposición de la gran potencia de fuego de cada avión dotaría a la formación de una coraza impenetrable. Volar de día permitiría una mejor coordinación de los movimientos de la formación y, lo que resultaba mas importante, facilitaría la precisión del bombardeo. Porque los norteamericanos no renunciaron nunca, al menos tan explícitamente como los ingleses, a considerar sus bombardeos como acciones “quirúrgicas” de guerra contra objetivos de interés militar, es decir fábricas de armamento, depósitos de combustible, etc. El instrumento de la victoria era en este caso el visor Norden, un computador analógico que calculaba con exactitud la trayectoria de las bombas de caída libre y permitía en teoría colocar las bombas sobre el terreno a voluntad del aviador. Aunque se gastó gran cantidad de tiempo y dinero en visores Norden cada vez más complejos, nunca funcionaron a plena satisfacción.

La idea general de la guerra económica que llevaba a cabo la USAAF partía de considerar la economía alemana como una red de cadenas unidas tensamente. Rompiendo algunos eslabones centrales bien elegidos, la red entera saltaría por los aires. El mejor ejemplo de la aplicación en la práctica de esta teoría fue el ataque a las fábricas de cojinetes de Schweinfurt. Alguien descubrió que los rodamientos de bolas sobre los que se movía la máquina de guerra alemana se fabricaban en unos pocos sitios. Destruyendo estas fábricas, la máquina se detendría como por arte de magia (es el ejemplo clásico de los bombardeos panacea, tan denostados por el jefe de la fuerza de bombarderos británica). La estrategia partía de la idea errónea de considerar la economía enemiga como un organismo estático, sin capacidad de adaptación a circunstancias adversas. En realidad, el complejo militar-industrial alemán demostró ser un ecosistema muy complejo, capaz de evolucionar bajo la presión implacable de los bombardeos para mantener la producción e incluso aumentarla. Las estrategias adaptativas incluyeron la dispersión de la producción, el enterramiento de la fábricas, la búsqueda de materiales y procedimientos alternativos (como “composites” de madera y resina en vez de aluminio), una gestión economizadora de las reservas de ciertos materiales claves necesarios en poca cantidad (como el cromo necesario para endurecer el acero), y sobre todo una gran capacidad de reparación de los daños. Todo esto, a su vez, derivaba en parte de la disponibilidad de gran cantidad de mano de obra forzada y desechable, millones de trabajadores extranjeros sometidos a diversos grados de esclavitud. No fue sino en los últimos meses cuando el ataque sistemático a los depósitos y fábricas de combustible consiguió de verdad detener a la mítica “máquina de guerra alemana”.

Los resultados de los bombardeos eran muy difíciles de evaluar. Así como una acción terrestre conquista o no una ciudad, sin términos medios, la acción aérea se suponía que debilitaba la economía de Alemania, pero nadie sabía en qué proporción. Un departamento especial, el Bombing Survey, se encargaba de calibrar los daños. Los resultados nunca correspondían a sus esperanzas: las fábricas destruídas se reconstruían en un plazo increíblemente corto, los puentes y las carreteras destruídas se reparaban con prontitud. En febrero de 1945, la Octava Fuerza Aérea cambió de táctica sobre Dresde, participando junto con los aviones del Mando de Bombardeo británico en un demoledor ataque de zona o carpet bombing de más de 24 horas de duración. Dresde coincidió más o menos en el tiempo con el bombardeo incendiario de Tokio, y precedió a Hiroshima en seis meses. Al igual que Guernica, pero con una magnitud cien veces mayor (murieron probablemente más de 50.000 personas), la enormidad de la acción nunca pudo ser asumida sin remordimiento.

La destrucción desde el aire de la capital de Sajonia mostró como, tras cinco años y cinco meses de guerra, el Mando de Bombardeo de la RAF había evolucionado desde sus torpes comienzos hasta convertirse en un afinado instrumento de destrucción masiva. Aplastar Dresde no requirió ya forzar al límite sus disponibilidad de aviones y tripulaciones, como fue el caso de Colonia o de Hamburgo. A estas alturas, el Bomber Command disponía de efectivos suficientes para lanzar varios ataques masivos simultáneos, acompañados de otros destinados a sembrar la confusión. La precisión del bombardeo había mejorado mucho, gracias a sofisticados procedimientos de navegación y marcación. Pero esta precisión, paradójicamente, no se usó para destruir una instalación militar o industrial concreta, sino para garantizar que el bombardeo de zona sería los más destructivo posible. Con este fin, la posición de cada avión se moduló cuidadosamente para conseguir una alfombra de bombas con la extensión y espesor deseados. La mezcla de bombas incendiarias y explosivas también se había mejorado con respecto a las primeras y sencillas recetas, así como la cadencia casi orquestal con que se lanzaban. El caso es que la RAF, en febrero de 1945, podía crear una tormenta de fuego casi a voluntad en la ciudad alemana que deseara… siempre que estuviera lo bastante intacta, pues los escombros arden mucho peor que las manzanas de casas todavía en pie (4).

A diferencia de las nocturnas tareas del Mando de Bombardeo británico, los hechos de la Octava Fuerza Aérea (conocida popularmente como The Mighty Eighty, La Poderosa Octava) tenían lugar en plena día, en medio de vistosas batallas aéreas y objetivos difíciles de alcanzar. Por esta razón, se prestaron mejor a ascender a la categoría de hechos cinematográficos. La idea central de la película Memphis Belle es que el bombardeo sólo se justifica si se realiza con precisión sobre un objetivo militar, aunque para ello sea necesario dar media vuelta, una vez sobrepasado el objetivo, para hacer blanco con la exactitud necesaria. El filme pone de relieve la increíble dosis de valor necesaria para llevar a cabo un gesto así, cuando cualquier ser humano corriente tendría como único pensamiento soltar las bombas cuanto antes y poner pies en polvorosa.

Catch 22 (Trampa 22), de Joseph Heller, hace un retrato muy distinto de la vida cotidiana de una unidad de bombardeo en el frente italiano. Los aviadores están atrapados por el famoso artículo 22 del código de justicia militar: cualquiera que esté loco será relevado del servicio, pero sólo un loco no querría ser relevado del servicio. Los mejores años de nuestra vida, de William Wyler, comienza cuando la guerra ya ha acabado, en un vuelo pacífico, casi seráfico, a bordo de un B-17 desarmado que nos lleva a otra escena donde se muestra un enorme cementerio de estos aviones, tan inútiles ahora como las personas que los tripularon. La Fortaleza Volante tiene incluso un juego de ordenador: B-17 Flying Fortress: The mighty 8Th, fabricado por Microprose para plataforma Windows en 2000, que permite llevar a cabo misiones de bombardeo sobre la Alemania nazi en misiones completas de vuelo en tiempo real (!) de gran realismo. Los bombardeos nocturnos británicos tienen poco que ofrecer a la industria del entretenimiento. La RAF compitió en las pantallas con las hazañas de la USAAF principalmente gracias a las hazañas de los Dambusters, una unidad muy especializada que realizó peligrosos ataques de precisión sobre presas alemanas en el Rhur.

Aunque eran la especie dominante, los grandes cuatrimotores no podían actuar en solitario. Lancasters y Halifaxes necesitaban la ayuda de emjambres de Mosquitos para marcar los objetivos y realizar ataques de distracción, y la tarea de escoltar a los bombarderos se encomendó a los aviones de caza Republic Thunderbolt (Trueno) y North American Mustang. Ambos eran un producto del limitado desarrollo tecnológico que permitió la guerra, que llevó al límite las performances de los aviones de motor de pistón, con velocidades que superaban los 700 km/h y motores muy potentes, en torno a los 2.000 hp. La industria norteamericana, experimentada y sin problemas de suministro de materias primas, fabricó estas máquinas en gran cantidad. A partir de los primeros meses de 1944 estos aviones acompañaban a los bombarderos en toda la extensión de su ruta sobre Alemania, llevando a cabo una guerra de desgaste que destruía paulatinamente al Ejército del Aire alemán. A medida que pasaban los meses éste reducía continuamente su poder, mientras que la aviación de los Aliados la incrementaba. Al final la tasa de bajas de los bombarderos se redujo hasta aproximarse a cero, a medida que británicos y norteamericanos –pero especialmente estos últimos– mantenían de manera rutinaria millares de aviones y millones de hp sobre el espacio aéreo alemán. El dominio aéreo casi absoluto sólo se interrumpía en caso de muy mal tiempo, especialmente abundante en invierno, que seguía siendo un respiro para las tripulaciones arriba y para los bombardeables abajo.

El ecosistema aéreo que se creó fue el más denso de la historia. La USAAF poseía 64.000 aviones de todas clases en 1945, con 2,2 millones de hombres y mujeres a su servicio, y la RAF algo más de un millón de efectivos para unos 20.000 aviones. Tal cantidad de aparatos requería para su manejo una enorme cantidad de personal, y cientos de miles fueron entrenados como pilotos, radiotelegrafistas, navegantes, bombarderos, artilleros y así. A diferencia de la tarea de entrenar carne de cañón terrestre, relativamente rápida y barata, la formación de personal aéreo, especialmente de pilotos, era lenta y muy costosa. Los hombres (y algunas mujeres) que la experimentaron eran aleccionados acerca del enorme valor del avión y del enorme valor de la inversión formativa hecha en sus personas. No todo el mundo servía, pero los que lo consiguieron eran muy conscientes de su papel como miembros de una élite. Actores célebres alistados en las fuerzas aéreas, como James Stewart y Carl Gable, servían de gancho y de modelo a los aspirantes.

1– Harris, A.: Ofensiva de bombardeo. Fermín Uriarte Editor ( 1968) p.175.
2- Friedrich, J.:, El incendio. Alemania bajo los bombardeos, 1940-1945. Taurus (2002)
3-Hastings. M.: Bomber Command. Pan Books ( 1981)
4-Taylor, F. Dresde. Temas de Hoy (2005)

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