Zero: símbolo del poder imperial japonés

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Un Mitsubishi A6M Reisen (Zero) de la Marina Imperial japonesa

 
Pocas veces una idea nacional ha estado más ligada a una tecnología concreta que en el caso del caza Zero. A mediados de los años 30 el imperialismo japonés, embarcado en un proceso de expansión en su patio trasero, China, sabía que su tecnología militar era equiparable a la de las grandes potencias en materia de barcos y utillaje terrestre, pero que todavía le faltaba camino por recorrer en el crucial sector de los aviones de guerra, la tecnología más sofisticada y por ende más importante a la hora de convertir a Japón en lo que había estado buscando en los últimos 50 años: llegar a ser una gran potencia internacional de pleno derecho.

Junto con la negativa a permitir inmigración japonesa a Australia o Estados Unidos, el bloqueo de una resolución de la Sociedad de Naciones condenando toda forma de discriminación racial hirió profundamente a Japón. El racismo japonés, por su parte,  comenzó a emplearse a fondo en Corea y China, que cumplían más o menos el papel de lo que significaban Polonia y Rusia para el Tercer Reich. En China, el ejército japonés llevaba a cabo en gran escala el método de invasión basado en bombardeos de ciudades. La oposición aérea china era débil pero notoria, y el ejército imperial japonés necesitaba aviones de caza para contrarrestarla.

La publicación de las especificaciones de un nuevo caza en 1937 significaba que el ejército japonés, y por ende la nación, abandonaba definitivamente toda dependencia tecnológica del extranjero, solicitando a la industria local un avión explícitamente superior a todo lo que se estuviera fabricando a la fecha en el mundo. La especificación dejaba claro que el avión debía ser un intrumento ofensivo. Se citaba de pasada la capacidad para derribar bombarderos enemigos, pero a la fecha nadie pensaba ni por lo más remoto que Japón pudiera sufrir ataques de esta naturaleza.

Era mucho más importante un largo radio de acción, necesario para preceder a los triunfantes ejércitos del Sol Naciente en sus cada vez más largas rutas a través de toda Asia. Se despreció todo lo relativo a la protección del piloto del fuego enemigo, como tanques autosellantes o blindaje en la cabina. Los ingenieros de la firma Mitsubishi se pusieron a la tarea como si les fuera la vida en ello. El desarrollo del prototipo se llevó a cabo según todas las reglas del arte.

La ligereza era fundamental para asegurar la agilidad, así como para garantizar el largo radio de acción necesario. El Zero fue uno de los primeros aviones que llevó tanques suplementarios desechables de fábrica. La industria japonesa respondió como se esperaba, con un buen motor y aleaciones de aluminio extraligeras y muy resistentes. Se eliminaron largueros y juntas de acero pesadas, lo cual permitía agilizar el ritmo de fabricación.

Todo fue muy bien salvo por un detalle significativo: la factoría carecía de campo de pruebas, y el prototipo tuvo que ser arrastrado, al parecer por un carro de bueyes, al campo de aviación más próximo, en lo que constituyó una “ridícula“ experiencia para los orgullosos ingenieros de la Mitsubishi.

La aviación era un buen instrumento para que el nacionalismo japonés anunciara al mundo “Estamos aquí y somos tan buenos como vosotros”. En diciembre de 1942 un periódico pudo por fin anunciar “A lo largo de decenas de miles kilómetros, desde el Ártico hasta los Trópicos, […] la tierra ha retumbado al paso de las legiones japonesas y los cielos han tronado al rugido de los caballeros alados nipones del aire[i]”. Pero por entonces la némesis de la fuerza aérea japonesa ya estaba siendo construída a buen ritmo, en la orilla opuesta del océano Pacífico.

El bloque militar japonés conocía el abrumador potencial industrial norteamericano, con respecto al cual no se hacían ilusiones de poder mantener el paso. El Zero fue por lo tanto una ventana de oportunidad: habiendo conseguido de un plumazo superioridad tecnológica en un sector tan sensible como el de la guerra aérea, Japón se sintió confiado para hacer lo que pagaría tan caro: atacar a los Estados Unidos. La estrategia japonesa no era completamante demente. La idea era aprovechar la ventana de oportunidad para asestar un golpe tan devastador al enemigo que el coste de ulteriores ataques contra Japón superara sus beneficios. El ataque a Pearl Harbor y las Filipinas pareció confirmar esta idea. Pero pronto quedó claro que apenas habían mermado en un minúsculo porcentaje el poder militar de los Estados Unidos, y las fábricas estadounidenses iban a demostrar que en materia de tecnología aérea llevaban la delantera, como mostró el B-29.  Pero todo eso estaba lejano en los días de éxitos de 1941. El avión era tan bueno como se podía esperar. Sobre China, los aviones más avanzados que podía usar el enemigo, como el I-16, eran peores máquinas de matar. Incluso los P-40 de los Tigres Volantes (una unidad de voluntarios norteamericanos) pasaron apuros.

La ventana de oportunidad tecnológica se cerró muy pronto. Tres años después de la derrota del Imperio Británico en Singapur un Zero mucho más pesado y remendado, con protección para el piloto apresuradamente colocada y motores con potencia estirada hasta el límite gracias a mezclas químicas bastante chapuceras se defendía como podía de un número ilimitado y creciente de aviones norteamericanos siempre más rápidos, con potentes motores de 2.000 hp. El avión se había alejado mucho del modelo prácticamente deportivo de 1940. Los primeros Zeros habían tenido unos estándares de calidad de fabricación muy buenos, pero esto se deterioró mucho a medida que avanzaba la guerra y faltaban operarios competentes.

 


[i] SIMS, R.: Japón: los problemas internos [Historia Mundial del Siglo 20, II]. Editorial Vergara ( 1972)

 

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