El origen del carnet de identidad

salvoconductosmadridLa Sección de Salvoconductos de la Delegación de Evacuación [de Madrid], con su jefe, don Rogelio Alfaro –a la derecha–, a una de las horas de mayor aglomeración de público. (Foto Videa) Mundo Gráfico, 22 de septiembre de 1937 (Biblioteca Nacional de España – Hemeroteca Digital).

 

Durante la última semana han sido impuestas por mi Autoridad las siguientes multas, a otros tantos individuos por viajar sin el correspondiente salvoconducto:
De 50 pesetas, 28.
De 25 pesetas, 2.
de 10 pesetas, 2.

Nueva España (Benavente) 3 de marzo de 1938

 

El 10 de abril de 1938, con Cataluña aparentemente a punto de caer en sus manos y las centrales hidroléctricas que abastecían Barcelona en su poder, el Gobierno nacional lanzó el plan de Documento Nacional de Identidad, que es otra más de las consecuencias directas de la guerra, basado en un viejo proyecto frustrado de la dictadura (1930). Tal como lo estableció el decreto correspondiente del Ministerio de Interior, el proyecto era muy ambicioso, sin duda muy por encima de las capacidades de recogida y procesado de información de la época, basadas principalmente en ficheros de cartulinas. Se trataba de dar a cada español mayor de 16 años “un documento acreditativo de su personalidad”, que sustituyera o respaldara a los muchos carnets que proliferaban por entonces y a las cédulas personales, que eran más bien documentos fiscales. La cantidad de información que debía figurar en el futuro DNI era extraordinaria, del orden de dos o tres megabites. Además de una buena fotografía de medio busto, toda clase de datos sobre estado civil, filiación, domicilio, características fisicas, situación militar, aptitud para conducir vehículos e incluso, lo que ya parecía demasiado, “el historial de los obreros y empleados en relación con sus empleos sucesivos”.

Ciertos datos (no se decía cuáles) “que convenga expresar de esa forma” se pondrían en forma de clave, encriptados para el portador del documento. Ese es el origen de las leyendas urbanas acerca del significado de ciertas letras y números del DNI. El DNI imaginado en plena orgía totalitaria en abril de 1938, obligatorio y universal,  debía ser por lo tanto una mezcla de ficha policial completa, carnet de conducir, cartilla militar, curriculum vitae y cédula fiscal. Permitiría a la Autoridad saberlo todo sobre el desdichado a quien se le ordenara  exhibirlo. Salvo algunas disposiciones más aclaratorias, la cosa quedó así hasta 1944, en que comenzó en serio la titánica tarea de proporcionar a cada español un DNI. En 1938 el Estado nacional no tenía ni de lejos los recursos necesarios, y además tenía suficiente trabajo con el control exhaustivo de los movimientos de civiles y militares en su territorio. Y al Estado republicano le pasaba más o menos lo mismo. Paradójicamente teniendo en cuenta las periódicas oleadas de refugiados, la guerra provocó la congelación instantánea de la fluidez de movimientos de la población.

En julio de 1936 no existía todavía un sistema universal de identificación personal en España. Algunas personas, los contribuyentes, tenían una cédula personal, los conductores carnet de conducir y muchos profesionales, desde ingenieros a militares, su carnet colegial correspondiente. Después del 18 de julio cobraron un valor incalculable los carnets y credenciales de militantes de organizaciones sindicales y partidos políticos, que identificaban al portador y su afinidad ideológica, y el que no tenía el suyo se apresuró a conseguirlo lo más rápidamente posible. Algunas personas con mucha sangre fría podían moverse con bastante libertad exhibiendo en cada circunstancia el carnet adecuado, como se cuenta que hicieron algunos en Barcelona en los sucesos de mayo de 1937 con un carnet de la CNT en un bolsillo y otro del PCE en otro. Naturalmente, el documento equivocado podía suponer la aniquilación de su portador, como que le pillasen a uno con un carnet de la Falange en Madrid. Los carnets políticos podían funcionar hasta cierto punto, y así lo hicieron en las primeras semanas de la guerra, pero pronto se vió necesario establecer un sistema más formal de control de movimientos, y así comenzó la era del salvoconducto.

Salvoconducto era cualquier documento, impreso o manuscrito, en el que una Autoridad declaraba que una persona (el portador) podía moverse en un cierto radio de acción durante un tiempo determinado. En el grado inferior de la escala, podía ser un papel garrapateado por un comandante miliciano o de la Guardia Civil autorizando a Fulano a ir al pueblo de al lado ese mismo día. En el grado superior estaban los salvoconductos emitidos por el Cuartel General del Generalísimo, que permitían libertad de movimiento irrestricta por todo el territorio nacional, durante varios meses. En medio había toda clase de variantes, según el rango de la autoridad emisora y la descripción de la envolvente de libertad espacio-temporal que se concedía al portador. Este es un ejemplo clásico, en que los datos necesarios se indican con cierta gracia:

“Novio mecánico Aviación. Por el presente se certifica salvoconducto al soldado de Aviación Militar Fulano de Tal , que marcha a Madrid para contraer matrimonio, con cuatro días de permiso. Expedido por el Jefe de las Fuerzas Aéreas, etc[178].”

Las autoridades nacionalistas advertían una y otra vez de la obligación de llevar salvoconducto, emitido por cualquier autoridad militar, desde los Gobiernos Militares a los Puestos de la Guardia Civil. Los alcaldes eran responsables de no dejar salir a nadie del pueblo sin el documento y, si no había ninguna autoridad militar a mano, de expedirlo ellos mismos.

En el Estado nacional, el salvoconducto cumplía varias funciones. Había que pedirlo, si no se quería permanecer inmóvil como una seta. Eso implicaba una cierta investigación de lealtad al régimen, y que algunas personas la avalaran, las cuales se convertían automáticamente en corresponsables de la conducta del peticionario. Costaba una cantidad no despreciable de dinero, y no llevarlo encima en determinadas circunstancias acarreaba multas, que terminaron siendo una fuente de ingresos significativa para el tesoro nacional. Las listas de los multados por no llevar salvoconducto se publicaban todos los días en la prensa local. El salvoconducto era requerido en cualquiera de los controles repartidos finamente por todo el territorio, a cargo de la policía militar, las milicias o la Guardia Civil, o bien exigido para obtener un billete de ferrocarril o de autobús, lo que terminó revelándose como más eficaz que los controles en calles y carreteras.

En el Estado republicano, eran las organizaciones sindicales y partidos políticos los que debían poner su sello en las peticiones de salvoconductos, y existía un documento general pre-salvoconducto –la carta de trabajo– que indicaba que el portador era un trabajador útil y adicto a la causa, que al parecer se falsificaba fácilmente[179]. Madrid, en donde coincidian el frente y una gran ciudad, era un paraíso de los salvoconductos. Los había para salir de la ciudad rumbo a Valencia, y también para entrar en la ciudad (casi más numerosos, a pesar de que las autoridades lo desalentaban oficialmente, siempre bajo la obsesión de evacuar Madrid de todo lo que no fueran soldados). Había salvoconductos especiales para aquellos que habían vivido en la llamada “zona batida” (barrios abandonados tras noviembre de 1936, demasiado cerca del frente), para que fueran a su antiguo domicilio con un carro para intentar salvar algunos muebles. Los delegados de la Junta de Defensa de la capital, hartos de las innumerables patrullas que exigían documentos casi en cada esquina, consiguieron que su carnet sirviera como salvoconducto universal. Todo el mundo pedía salvoconductos o los expedía: la Sección de Evacuación del Ministerio de Sanidad, para los niños y sus madres que debían abandonar la ciudad, los mandos militares para sus soldados, los directores de hospital para los heridos o enfermos, los funcionarios públicos de sus Jefes de sección, sin contar los innumerables sellos y avales de partidos y sindicatos para garantizar la adhesión a la República del solicitante[180].

Cuando cayó finalmente el resto del territorio republicano a finales de marzo de 1939, los nacionales se encontraron con varios millones de personas a las que habría que conceder, o no, salvoconductos, lo que equivalía a concederles, o no, una cierta forma de derechos civiles. Las normas dictadas a comienzos de abril de 1939 en Madrid, un enorme problema con su millón de habitantes, clasificaron a la población, de manera urgente, en cinco categorías: a) Personas que han colaborado con los rojos; (dicho así) No se les dará salvoconducto, bajo ningún concepto, en espera de su depuración en regla. b) Personas que no hubieran colaborado con los rojos: necesitan avalistas para conseguirlo. c) Personas (no colaboradoras con los rojos) en edad militar, eran entregadas a las autoridades militares. d) Colaboradores en zona roja del SIPM (Servicio de Información y Policía Militar, la organización de espionaje nacionalista); decidiría el SIPM. Por último, y de manera sorprendente, d) “Las mujeres no necesitan salvoconducto”. Naturalmente, las gestorías hicieron su agosto, con o sin sobornos de por medio. Gestorum Nacional vendía en junio de 1939 “salvoconductos seis meses” junto con “recuperación automóviles”, dos nuevos productos a añadir a los tradicionales de certificados de penales y últimas voluntades.

El salvoconducto se relajó mucho una vez terminada la guerra, pero no en todas partes. Los gobernadores civiles podían reimplantarlo cuando quisieran legalmente, y eso se hizo con más frecuencia en provincias de la antigua zona roja, como Murcia, pues el estado de guerra no se terminó hasta 1949. Pero para  entonces ya estaba en vigor el carnet de identidad, el DNI. El verano de 1939 se estableció que los portadores de un carnet de militante de FET y de las JONS podían moverse libremente por todo el territorio nacional sin necesidad de salvoconducto. En junio de ese mismo año se vendieron salvoconductos de sol y de sombra. Se celebró una corrida de toros benéfica en Aranjuez, y los aficionados podían adquirir en las taquillas de la Carrera de San Jerónimo la entrada del espectáculo y su correspondiente tarjeta salvoconducto, a tres pesetas si la localidad era de sombra y a 1,50 si era de sol.

Los salvoconductos no servían en la zona de batalla. Incluso los valiosos documentos expedidos por el CGG en Burgos hacían constar “Excepto el Frente”. En el frente regían otras reglas de movimiento, basadas en gente que se movía de un lado a otro cumpliendo órdenes, y que por lo tanto estaba haciendo un servicio, lo que se reflejaba en la fórmula “…que no pongan impedimento alguno en su marcha y le presten cuantos  auxilios necesite en bien del servicio”.

 

[178] Mundo Gráfico, 10 de febrero de 1937
[179] “Cartas de trabajo con datos falsos” Solidaridad Obrera, 3 de agosto de 1937.
[180] Solidaridad Obrera, 12 de junio de 1937

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