Nación plutócrata  

posterlosnacionalesLos hijos de Alcalá Zamora contemplan el famoso cartel de propaganda “Los Nacionales”. Mi Revista, 15 de enero de 1937.

 

[La retaguardia] de San Sebastián, que envidian y asombran a los extranjeros.
García Sanchiz, en ABC, 21 de noviembre de 1937

 

Después de la toma de Bilbao, y más todavía luego de la caída del último reducto republicano en Asturias, los ricos se instalaron en San Sebastián. La mayoría conocían bien el terreno, pues no en vano veraneaban en esta ciudad antes de la guerra. Los hoteles y los bares estaban atestados de gente que manejaba bastante dinero, esperando la victoria definitiva de las fuerzas nacionales que les permitiera recuperar sus tierras o sus fábricas. Donostia-San Sebastián (La Bella Easo) era el lugar perfecto, una hermosa y moderna ciudad de vacaciones a un tiro de piedra de la frontera francesa, por si venían las cosas mal dadas. Los cronistas falangistas se indignaban del espectáculo donostiarra y sugerían a la ociosa multitud que ocupaba la ciudad que se fueran a otras capitales nacionales donde su presencia era más necesaria.

San Sebastián era una de las capitales del país de la plutocracia, que no tenía fronteras definidas. Era en realidad un itinerario entre el barrio de Salamanca en Madrid, San Sebastián, Biarritz y París, con paradas en Las Arenas de Bilbao, Pedralbes en Barcelona o algunas fincas de lujo en Sevilla y Córdoba. Hasta abril de 1931, el epicentro de este mundo había sido el Palacio Real de Madrid, donde residía el monarca.
El jefe del Estado español era un perfecto caballero británico. Su padre había estudiado en Sandhurst, su hijo lo haría en la  Academia naval de Dartmouth y su esposa pertenecía a la distinguida familia Battemberg, un nombre de sonido demasiado germánico que no tuvo más remedio que transformarse en Mountbatten durante la Gran Guerra. Alfonso XIII reinó desde 1902, y tenía una idea “proactiva” de su papel en un país mediterráneo: “Desgraciadamente en nuestros reinos no se reina por la tradición, sino por la simpatía y los actos personales del soberano” escribió en 1908 a su homólogo portugués Manuel II, que sería derrocado dos años después y su cargo eliminado por la instauración de la República.

Maura compartía en parte esta opinión, con un enfoque más elaborado del papel real en la labor de civilizar al pueblo español, al que compara con una mujer humilde que necesita una imagen pintada en un altar para representarse a Dios : “…la inmensa mayoría del pueblo español no sabe concebir la nacionalidad, no se explica el vínculo que hace ir juntos al andaluz y al gallego, al aragonés y al castellano sin la persona del Monarca, porque él es viviente la Patria misma”. Maura justificaba así el programa sistemático de visitas a las provincias del soberano, que recorría con regularidad en su papel de símbolo portátil de la Nación. Cuando se proclamó la República, la plutocracia española quedó bastante mermada en sus posibilidades de despliegue jerárquico, pues el nuevo régimen no reconocía los títulos nobiliarios, y las posibilidades de condecoraciones y honores emanadas de la Casa Civil y Militar del Presidente de la República parecían bastante limitadas.

El número dos oficioso de la jerarquía de la nobleza española respondía al nombre de Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó de Portocarrero y Ossorio, Duque de Alba y Berwick. Tanto él como su soberano eran caballeros de tipo longilíneo, buena estatura y prominente nariz. El Duque de Alba era considerado por lo general como el ejemplar tipo de la variedad española del Homo aristócrata (su noble porte y extraordinario pedigree contribuyeron a su éxito como embajador de Franco en Londres durante la guerra civil). El  tipo aristócrata no abundaba: en el juicio que sufrió el dirigente socialista Julián Besteiro en 1940, el fiscal añadió al acta de acusación el hecho de que un caballero con un aspecto tan distinguido hubiera unido su destino al de la chusma republicana. Por desgracia, muchos duques, condes y marqueses eran de tipo rechoncho y tenían tendencia a engordar con los años, lo que  les alejaba mucho del tipo ideal en sus últimos años.

Los ricos en general eran más gordos y solían ser más altos que la gente del común, con una masa corporal distintivamente mayor que la de los trabajadores. El arquetipo del plutócrata sin entrañas se forjó a finales del siglo XIX, como un personaje enorme y malencarado, cubierto con ropas lujosas y una chistera, a cuyo lado el obrero resultaba pequeño e indefenso. Lo cierto es que la caricatura tenía una base real: los poderosos en general gustaban de distinguirse inequívocamente de la plebe por sus ropas y accesorios. La necesidad de disimular llegó bastante después, ya en los años 20 y 30. En 1936, se sabe que algunas personas fueron asesinadas a tiros en Madrid y otras ciudades por vestir con relativa elegancia, revelando así su pertenencia a la clase explotadora. Eso provocó un repliegue general del dandismo en la zona republicana, donde las boinas y las zamarras de paño (“las canadienses”) dominaban la moda callejera.

Tradicionalmente, los militares españoles llevaban grandes bigotes de guías empleados como despliegue agresivo frente a otros machos. Tan sólo algunos generales viejos se dejaban barba. Casi todos eran gordos al llegar  a la madurez: algunas fotos del Directorio Militar de Primo de Rivera parecen reuniones del club de los ciento diez kilos. Hacia 1936 y después, el bigote de guías empezó a desparecer, sustituido por un bigotillo fino llamado erróneamente “bigote fascista”.  Los eclesiásticos, por el contrario, jamás llevaban bigote, y muy pocos llevaban  barba. Todos llevaban el traje talar por la calle, siendo desconocido el clergyman. Los curas se conformaban con una sotana negra y un manteo, pero muchos canónigos y dignidades ostentaban colores rabiosos de la gama del morado, el rosa  y el rojo. Compartían la ostentación continua del uniforme profesional con los militares, que pocas veces se quitaban la guerrera y los correajes y que tenían una colección aparentemente ilimitada de uniformes de gala de colores para las ocasiones sociales. También los gobernantes y altos profesionales tenían su uniforme, aunque éstos sólo lo llevaban en las ceremonias solemnes. Los nuevos gobiernos se dejaban fotografiar cubiertos con profusión de entorchados y tocados con sombreros de plumas. Los ingenieros y el cuerpo diplomático tenían uniformes especiales, por lo general provistos de bicornio y espadín de gala.

Las grandes ceremonias parecían por lo tanto reuniones de pavos reales, y proporcionaban  gran cantidad de material para los caricaturistas de la prensa obrera y popular. Los militares eran representados con enormes barrigas precariamente asentadas sobre dos piernas endebles cubiertas con botas y espuelas, y las dignidades eclesiásticas como ballenas cubiertas de brocados, con las manos reventando de anillos.
El prócer era un tipo humano distinto. Su mejor ejemplo era Joaquín Costa, una cabeza poderosa de frente amplia y despejada y cabellos leoninos, complementados con una barba rizada y abundante y una voz tonante. Costa murió en 1912, sin dejar descendientes políticos. Las barbas iracundas también desparecieron poco a poco de la escena de las clases dominantes, sustituídas por bigotes que se achicaron poco a poco hasta desaparecer hacia 1950.  Los primates de los partidos intentaban seguir la pauta del aspecto que se suponía debía tener un prócer (algo bastante distinto de un líder político) con variado éxito. Antonio Maura podía exhibir una noble cabeza como modelo de los conservadores, emulada y superada por la de Francesc Cambó, mientras que el Conde de Romanones o Alejandro Lerroux caían más bien del lado del político fullero. Entre esos dos extremos se podían colocar los variados ejemplares del bestiario político, pero en general la clase política profesional estaba muy lejos de inspirar respeto alguno entre la plebe, así como tampoco lo hacían los militares, los eclesiásticos y en general la gente de orden y de dinero.

Generales, ministros, obispos y ricos propietarios eran vistos popularmente como las diferentes manifestaciones del odioso cuerpo de la plutocracia, completamente intercambiables entre sí, protegiéndose mutuamente en un continuo baile en que danzaban siempre los mismos. Este “baile de la plutocracia” fue un motivo muy frecuente de las caricaturas y carteles republicanos durante la guerra, como el famoso y artístico cartel “los nacionales”, donde militares, eclesiásticos y ricachones comparten una barca con los recién llegados moros, alemanes e italianos.

Faltaba mucho tiempo para que los ricos fueran llamados emprendedores, admirados y un modelo a seguir, los militares vistos como abnegados profesionales y  hasta algunos sacerdotes católicos considerados como ejemplos de entrega a los marginados. (Los políticos nunca perdieron su consideración negativa, hasta el punto de terminar siendo una expresión despectiva: “tú haces como los políticos”). El prócer terminó definitivamente en 1936. Los viejos políticos habían muerto o estaban huídos, y  Azaña y los nuevos líderes republicanos carecían de empaque, por no decir el Generalísimo y su menguada corte militar y política.

La plutocracia tenía sentido desde el punto de vista racial. En general, parecía claro que en España había una gran masa de mediterráneos con una delgada capa superior de nórdicos, que coincidían claramente con las clases dominantes. Si la capa superior nórdica controlaba a la masa inferior, todo iría bien. Pero algunas personas, incluyendo al pensador más famoso de España, José Ortega y Gasset, pensaban que ahí precisamente estaba el problema. En comparación con las magníficas clases altas británicas , alemanas o incluso francesas, las españolas no resistían la comparación.

En su enormemente influyente libro España invertebrada (1921) enumera los tres ingredientes que conforman Francia, Inglaterra, Italia y por  supuesto España: “la raza relativamente autóctona, el sedimento civilizatorio romano y la inmigración germánica”. Tras apresurarse a dejar claro que los árabes no son un componente esencial del guiso español, comienza una curiosa argumentación para explicar la mala calidad de la receta ibérica. Tras desechar el factor romano, por neutral, y el elemento autóctono, por carecer de sangre en las venas, son pues los germanos (es decir, el H. europaeus) el elemento decisivo. Por lo tanto, “la  diferencia entre Francia y España se deriva, no tanto de la diferencia entre galos e iberos como de la diferente calidad de los pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del franco al visigodo”. De esta  forma, el pastel racial europeo, aligerado de los engorrosos alpinos, se traduce en la Península en una delgada capa de germánicos (la minoría de individuos selectos) gobernando sobre la masa amorfa (H. mediterraneus, en el caso español). Y el problema se reduce a que los visigodos llegaron ya “extenuados, degenerados” por su continuo frotar con la Roma decadente. Nada de feroces  guerreros, como los que forjaron Francia o Inglaterra (no se dice nada de Alemania), sino más bien afeminados  cortesanos… reinando  sobre un pueblo fellah: “cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías…hasta llegar a una pavorosa desvitalización”. La conclusión final es similar a la de Costa, pero mucho más inquietante: “…no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnicos que ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español. (…) No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que produzca el afinamiento de la raza.”

El método  de construcción del pastel racial ibérico se parecía mucho al de otras naciones de Europa: una base ancestral de gente oscura y poco conspicua, una gruesa rebanada superior de inmigrantes de mayor o menor calidad (celtas, iberos, ligures, etc.) y una nata superior de invasores nórdicogermánicos. No es de extrañar que, cuando años después de la toma del poder por el general Franco, se trazó su árbol genealógico, se demostrara sin lugar a dudas que el general pertenecía a la raza nórdica. Esa era la fuente de calidad racial en la España de la época, y era indiscutible que había ganado la guerra.

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