El soma de Occidente

Los estragos del alcohol en la política, caricatura de Sancha. La Revista Moderna, 14 de abril de 1899. Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

 

Winston Churchill, al final de una larga vida generosamente regada de licores, declaró con solemnidad: “el alcohol me ha dado más de lo que me ha quitado”. Todavía está por hacer un balance de lo que ha supuesto el alcohol para los humanos en conjunto, pero no cabe duda que la lucha contra sus estragos era uno de los pilares de las políticas preventivas de la degeneración de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Francia dio la voz de alarma al constatar lo que parecía una estrecha correlación entre el crecimiento del consumo de bebidas alcohólicas y la degeneración física de [lo que entonces se llamaba] la raza francesa. Así, en 1832, con un consumo por individuo de siete a ocho litros, el número de inútiles para el servicio militar era de un 18%; en 1892, el consumo era ya de 13,5 litros y el porcentaje de inútiles del 31% (1) .

Todo parece indicar que el consumo de alcohol por habitante, efectivamente, se había más que duplicado a lo largo del siglo XIX, y que el proceso, una vez más, había ido estrechamente unido al desarrollo industrial. Todo contribuyó a forjar la imagen del alcohol como un terrible enemigo de la salud pública, una fuente inagotable de degeneración física y moral y de criminalidad. Esta imagen suponía un cambio radical con respecto a la antigua concepción del vino y la cerveza -no el “alcohol”- como fuente de salud y de fuerza. Vino y cerveza se consideraban elementos esenciales de la dieta. Los campesinos necesitaban beber fuerte para soportar las largas jornadas laborales a la intemperie. Las bebidas alcohólicas eran manta y almohada para aquellos que no podían disponer ni siquiera de niveles mínimos de confort. Adam Smith comienza su argumentación sobre las bondades del mercado autorregulado poniendo como ejemplo los servicios de los tres puntales del abastecimiento alimentario de las familias: el panadero, el carnicero y el cervecero. Benjamín Franklin, un hombre adelantado a su tiempo, observó con horror como sus compañeros aprendices de impresores desayunaban grandes cantidades de cerveza, bebida de la hacían generoso uso durante toda la jornada laboral. Con buen criterio, Ben Franklin hizo propaganda de las virtudes del consumo de cereales como primera comida, aunque parece que nadie le hizo mucho caso. Los soldados eran bien abastecidos de vino y cerveza, elementos esenciales del vigor de un ejército a juicio de Federico (llamado) el Grande, que abominaba de la expansión del consumo de café, té y otras bebidas “debilitantes”.

En 1751 William Hogarth publicó sus famosos grabados Beer Street y Gin Lane. El primero muestra una idílica representación de Londres como una comunidad industriosa y pacífica, donde todo el mundo apura grandes jarras de cerveza. El segundo muestra el mismo paisaje urbano ya bajo la influencia de la ginebra: incendios, borracheras, violencia y el hundimiento de todo el orden social. Hogarth daba cuerpo a la idea de que, en materia de bebida, la vieja y buena cerveza era infinitamente mejor que la nueva y diabólica ginebra. En esto, como en tantas otras drogas compañeras inseparables de los humanos, la elaboración industrial de destilados y derivados químicos hizo estragos. Así ocurre con las hojas de coca y la cocaína o con el opio y la heroína.

Se cree que todo a lo largo de la Edad Media, la graduación alcohólica máxima de las bebidas disponibles no superaba los 12 o 13 grados, y la media era probablemente mucho menor. La unión de bebidas de alta graduación con la clase de los proletarios creó la espantosa figura del alcohólico, una variedad humana desconocida antaño, relacionada estrechamente con el criminal y el delincuente: “los alcohólicos y los sifilíticos llenan los manicomios, los hospitales y las cárceles, y dejan a su descendencia el estigma de la degeneración” (2) . Se pasó por lo tanto a considerar como el peligro principal el círculo vicioso representado por las familias de alcohólicos, con su acompañamiento de raquitismo, epilepsia, sordera, retraso mental… y propensión al alcoholismo.

Estas estirpes degeneradas fueron objeto de muchos estudios en la época entre los siglos XIX y XX. Lombroso contribuyó a estrechar el cerco con su caracterización de l’uomo delinquente, que incluía el alcoholismo como un síntoma claro de pertenencia a esta desgraciada variedad de la especie humana. Desde luego los estados no podía hacer gran cosa para frenar el auge del consumo de alcohol, fuera de gravarlo inmisericordemente con impuestos –y financiarse así pinguemente gracias a la toxicomanía de centenares de millares de sus ciudadanos. Los elevados impuestos sobre el alcohol subsisten hoy intactos, y siguen financiando al estado como lo han hecho durante tanto tiempo.

Únicamente en un país –los Estados Unidos– las políticas de prevención de la degeneración alcanzaron tal calibre que se dio la coincidencia temporal de tres fenómenos estrechamente emparentados: la Ley Seca (1919-1933), las leyes de regulación de la inmigración que cortaron en seco la llegada de migrantes de razas consideradas inferiores (1924) y la legislación de segregación racial “Jim Crow” y su correlato, el auge máximo del Ku Klux Klan. La Ley Seca produjo la edad de oro del gansterismo, al hacer ilegal un artículo de primer necesidad como las bebidas alcohólicas. Los contrabandistas y traficantes tenían la dificultad de trabajar con una mercancía muy voluminosa y pesada, comparada con drogas más concentradas como la cocaína, y terminaron creando una red de distribución y fabricación a escala nacional de alcohol ilegal con una enorme flota de camiones, barcos y hasta aviones. La venta de sucedáneos directamente venenosos convertía la ingesta de alcohol ilegal en una actividad de mucho riesgo, pero el consumo no se detuvo y ni siquiera retrocedió significativamente en ningún momento.

Este gran experimento de salud pública fracasó por completo, como lleva medio siglo fracasando la gran guerra contra las drogas. Muchos países antes, durante y después de la Ley Seca estadounidense, han organizado políticas anti-consumo de alcohol muy diversas, desde campañas en los medios sociales contra el consumo de alcohol por los jóvenes a la limitación a 1,5º de contenido alcohólico de la cerveza, en Islandia. La ciencia médica considera el alcohol un cancerígeno de primera clase, y le acusa de provocar un sinnúmero de enfermedades. La OMS cambió recientemente su antigua tolerancia de uno o dos vasitos de vino o cerveza al día y ahora la norma es “Alcohol Cero”. Siguiendo la idea expresada en Beer Street y Gin Lane, en España está prohibida la publicidad de bebidas de más de 20 grados. No obstante, tímidos intentos del Gobierno de cargar con más impuestos o añadir una etiqueta de alerta de sus riesgos para la salud al vino y la cerveza han chocado con una oposición frontal de la industria y seguramente también de la opinión pública: estas dos bebidas son sagradas, son cultura (especialmente el vino, que alardea de un enraizamiento en el paisaje y la sociedad casi místico).

La dificultad de conseguir alcohol tiene un gradiente muy marcado norte sur, y ha dado origen a dos pautas de consumo muy marcadas. El modelo nórdico de limitación del alcohol iba en paralelo a sus políticas de eugenesia negativa, era en realidad una parte de sus políticas de higiene racial. En el norte el alcohol es muy caro y se limita con severidad su acceso a determinados lugares y espacios de tiempo. La tendencia es a beberlo sin tasa cuando se abre la veda, costumbre tristemente ejemplificada en los ferrys que unen Dinamarca y Suecia, espaciotiempos de alcohol libre y barato que provocan tremendas cogorzas en lo que dura la travesía. El modelo del sur es distinto, el alcohol abunda a todas horas y en todo lugar y es relativamente más barato. La costumbre es beber mucho pero espaciadamente, siendo el récord la costumbre vasca del zurito, un vasito de cerveza que parece microscópico cuando se compara con la pinta normativa en el resto de Europa. Las autoridades sanitarias alertan, no obstante, que la en teoría menos insana costumbre de beber en continuidad porciones discretas se está dejando de lado entre la juventud, partidaria de grandes borracheras una o dos veces a la semana al estilo nórdico.

 

1- Citado en el Manual de Higiene Privada y Social, con nociones de Bacteriología y Demografia, por Celso Arévalo (cuarta edición,1934).
2- Celso Arévalo, Nociones de Higiene…

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