Nuestros valientes soldaditos

soldadosenzaragozaSoldados de reemplazo en funciones policiales fotografiados en Zaragoza en julio de 1936.
Les troubles en Espagne : à Saragosse l’état de siège est proclamé et les soldats réguliers fouillent attentivement les passants : [photographie de presse] / Agence Meurisse. Fuente: Gallica.

 

 

Pidiendo nos perdonéis
soldaditos de Valdanzo
os vamos a saludar.
Que el Niño-Dios os proteja,
en esta Santa Cruzada
contra el furor moscovita
que quiso vender a España
con el oro mal robado
por los secuaces de Rusia.

“A los combatientes de Valdanzo”
Labor (Soria), 19 de enero de 1939.

 

 

La guerra civil la ganaron los soldaditos. Esta variedad de militar había peleado todas las guerras de España desde hacía más o menos un siglo. Entraba en el Ejército porque le llamaban a quintas y no tenía ni el dinero ni la influencia social necesaria para librarse del servicio militar. Solía ser enjuto, de corta estatura, muy sufrido, capaz de resistir el hambre, la sed, el frío y el calor con pocas quejas. La mayoría era de origen campesino. Dos tercios aproximadamente sabían leer y escribir, lo que junto con las cuatro reglas y algunas nociones vagas de religión e historia de España constituían toda su instrucción. Pocos habían ido más de dos o tres años a la escuela, y pocos habían ido con regularidad. Era mandado por sus mandos naturales, oficiales de clase media o alta. Si se portaba bien, podían hacerle cabo o incluso sargento.

La distancia entre los oficiales y la clase de tropa estaba marcada con absoluta nitidez, lo que facilitaba la disciplina. Desde el punto de vista de un soldado, cabos y sargentos eran de su clase, si bien detentaban autoridad, sobre todo estos últimos. Los oficiales eran por el contrario de otra especie, separada por una barrera infranqueable, aunque pudiera existir cierta familiaridad con alféreces o tenientes campechanos. A partir de capitán se entraba en las regiones del alto mando: los comandantes, tenientes coroneles y coroneles, de manera creciente a medida que avanzaba el rango, se hacían progresivamente invisibles a los soldados, aunque su influencia sobre sus vidas podía ser determinante. Los generales podían ser vistos fugazmente de lejos y muy de vez en cuando.

No había soldado, por pequeño que fuese, que no tuviera alguna agarradera o esperanza de enchufe en alguna parte. Podía ser un primo segundo de su padre que había llegado a brigada en algún cuartel, o incluso un oficial muy amigo del amo de la finca donde trabajaba el quinto. Casi ninguno de estos enchufes servía para nada, pero mantenía siempre viva la esperanza de mejorar su condición.

El equipo y modo de vida del soldado español, que equivalía más o menos al dinero que invertía en él el Estado, descontando la parte de la corrupción, era básico y raso en casi todos los detalles. El soldado recibía un uniforme, alguna muda, correajes y cartucheras, algo de equipo general como cuchara, plato de lata, manta, etc. Todavía en 1936 no muchos iban calzados con botas de cuero. Llevaban en su lugar borceguíes y zapatos ligeros de varios modelos, que no obstante eran un gran avance sobre las alpargatas que calzaban veinte años atrás.

El término soldadito no era empleado evidentemente por los militares rasos para referirse a sí mismos. Solían usarlo los civiles con orgullo paternalista, más las mujeres que los hombres y más los viejos que los jóvenes: «nuestros valientes soldaditos». El soldadito español era obediente, valiente y sufrido, extraño por completo a la política. Contemplaba con admiración a sus oficiales (sus mandos naturales) y respetaba a los curas y religiosos. Es evidente que un término así tenía poco futuro en el estado republicano en guerra, y así parece confirmarlo un estudio rápido en la hemeroteca digital del diario ABC: durante el tiempo que duró la guerra, la edición de Sevilla usó el término «soldadito» 153 veces, y la de Madrid 9.

Los militares facciosos del 19 de julio no confiaban en los soldados de reemplazo. En la guerra colonial de Marruecos, de donde venía su cultura militar, los quintos eran considerados la tropa de peor calidad, muy por detrás de la Legión, los Regulares, las Mehallas, y las harkas colaboracionistas. Se tendía a evitar su empleo directo en el combate, entre otras razones para evitar bajas difíciles de asumir por la opinión pública peninsular. Los profesionales eran otra cosa. El ideal máximo eran los legionarios, enganchados por cinco años, con buena paga, comida sana y abundante y posibilidades de llegar a comandante. En la Revista de Tropas Coloniales, artículo tras artículo glosaban las virtudes de las tropas profesionales, mientras que las procedentes de recluta forzosa eran ignoradas y sólo citadas con elogio en algún caso concreto de unidad muy fogueada.

Cuando los militares declararon la guerra civil tenían tres tipos de recursos humanos disponibles para la tarea: los soldados de reemplazo, los profesionales y los milicianos, carlistas y falangistas en su mayoría. Con la excepción de los requetés carlistas, fanáticos y compactos, que funcionaron muy bien desde el principio, el resto de los milicianos carecía de valor militar –más o menos como estaba ocurriendo en el lado republicano. Los reclutas forzosos tampoco eran muy de fiar, no solamente por su bajo nivel de entrenamiento, sino por la poca confianza política que inspiraban, al contar con gran cantidad elementos izquierdistas en sus filas.

«… los soldados de reclutamiento forzoso, en las ciudades más importantes, no merecían ninguna confianza. El ambiente y las relaciones familiares y de amistad hacían del soldado un elemento peligroso por sus tendencias revolucionarias, en el caso de tener que utilizarlo en la guerra civil dentro de las zonas urbanas[61].». Incluso los pocos soldados «sanos e inmunes contra el morbo marxista» servían para poco, por su reducido tiempo de servicio y la poca instrucción militar que habían recibido.

Por estas razones, el general Mola dio un gran suspiro de alivio cuando los profesionales comenzaron a llegar en gran número desde el Protectorado de Marruecos al Bajo Guadalquivir. Las fuerzas del norte que él acaudillaba no habían tenido dificultades en copar el valle del Duero entero, Navarra, la Rioja y parte de Aragón, pero habían sido detenidas a partir de ahí por las incoherentes milicias republicanas en el camino hacia Madrid y Barcelona. Los  profesionales hicieron lo que se esperaba de ellos en su implacable progresión desde Sevilla hasta Madrid, pero fueron detenidos allí a comienzos de noviembre de 1936.

Con reluctancia, Franco y sus generales comprendieron a partir de ese momento que necesitaban un gran ejército de soldados de reemplazo. Ya se habían dado las órdenes de reclutamiento de diversas quintas desde el mes de agosto, pero con muchas excepciones, y no fue hasta finales de año que las multitudes de futuros soldados comenzaron a afluir a las filas nacionalistas. La mayoría eran hijos de labradores y de campesinos. Se les adoctrinó muy levemente, con apenas algunas ideas básicas sobre la salvación de la patria frente a los demonios extranjeros del comunismo. Los mandos militares comprobaron complacidos que esta tropa, organizada sobre el esqueleto del Ejército preexistente, funcionaba muy bien. El soldadito español, sufrido, valeroso y respetuoso de su mandos naturales, había regresado a primera línea de la historia. El nuevo ejército nacionalista terminó por ser enorme. A comienzos de 1939 tenía 1,2 millones de efectivos.

 

[61] «La acción militar inicial» Coronel de Artillería José Fernández Ferrer, Ejército, nº 16

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