La conexión británica

davidrobertsLa Alhambra y el Albaicín, por David Roberts (detalle)

 

Podemos empezar por una rica filmografía: Una habitación con vistas, Té con Mussolini, Mamma Mia!, Zorba el griego, etc, etc. O por el momento peor, la declaración de guerra entregada por el mismo conde Ciano al embajador británico, el 10 de junio de 1940. Ambas partes, el ministro de asuntos exteriores del Supremo Líder (el Duce italiano) y el embajador de su Graciosa Majestad (el rey británico), se entristecieron mucho.
Y no era para menos. El imperio británico mantuvo tradicionalmente un relación estrecha con los países PIGS. En todos ellos se metió hasta la cocina, como suele decirse. Empezando por el Oeste, Portugal funcionaba en sus relaciones exteriores siguiendo el sabio lema: “Con tudo o mundo guerra, mais paz con Inglaterra” desde casi los tiempos de Enrique el Navegante. Es verdad que el asunto del Mapa cor-de-rosa de 1890 enfrió un poco el amor entre los dos imperios (Portugal comenzó a ocupar la ancha franja de territorio entre Angola y Mozambique, donde actualmente están Zimbabue y Zambia, con la esperanza de dominar toda esa rebanada de África, desde el Atlántico hasta el Índico; el gobierno británico envió un ultimatum y el portugués replegó velas), pero solamente 26 años después el gobierno luso envió dos divisiones a Francia, que tuvieron grandes pérdidas en la ofensiva alemana de la primavera de 1918. En la siguiente guerra mundial Portugal fue neutral oficialmente pero pro-aliados de facto, y cedió las Azores como base aérea.
Muy diferentes fueron las pendencieras relaciones de España con Inglaterra, basadas en la violencia principalmente, con una docena de guerras en apenas tres o cuatro siglos. Los británicos llegaron a ocupar Menorca entre 1708 y 1782, de donde han quedado como recuerdos la gran tranquilidad que se respira en la isla los domingos, la ginebra de Mahón y las ventanas de guillotina de las casas del puerto. Gibraltar, ocupado por entonces, sigue en manos británicas, y cada cuarto de siglo aproximadamente es pretexto para el intercambio de hostiles notas diplomáticas y alguna manifestación anti-inglesa –famosa fue la respuesta en 1941 del embajador británico al ministro español del interior, que le preguntaba si quería que le enviara más policías para proteger la embajada: “no es necesario, bastará con que me envíe menos manifestantes”.
Pero ese ciclo de dos imperios enfrentados terminó cuando el Duque (es decir, Sir Arthur Wellesley, Wellington) fue enviado a España para organizar la resistencia hispanoportuguesa contra los ejércitos de Napoleón. Esto fue lo que llaman en UK The Peninsular War, que dejó honda huella en todo el mundo por su gran brutalidad, respetable tamaño y curiosas innovaciones, principalmente la guerrilla, principal aportación española a la tecnología militar de todos los tiempos. Ahí quedaron los sonoros nombres de Ciudad Rodrigo, Badajos, Talavera, Salamanca, Vittoria y Corunna, que los escolares británicos debieron memorizar desde entonces. A partir de entonces se combinó un cierto resquemor histórico-cultural contra la pérfida Albión y un claro dominio inglés de tipo semicolonial de ricos recursos españoles, como bosques, ferrocarriles, minas de cobre, etc. Como es sabido, el ferrocarril de Río Tinto no circulaba los festivos y el día del cumpleaños de la reina Victoria. Es interesante anotar la decisiva contribución del gobierno británico a la victoria de los nacionales durante la guerra civil, y la no desdeñable cantidad de británicos que se alistaron en el ejército republicano, algunos de ellos buenos poetas en la estela de Lord Byron, véase más adelante.
Pero España y Portugal eran viejos países. Las relaciones de Inglaterra con Italia y Grecia, creadas a mediados del siglo XIX, fueron muy distintas. Italia formaba desde el siglo XVIII la parte sur y más interesante del gran Tour que debían hacer los caballeros británicos al menos una vez en la vida para conocer el Continente (europeo). De ahí nació una fuerte conexión en la que los británicos ponían agradables señoras, caballeros algo obtusos, dinero y grandes cantidades de equipaje, y los italianos el sol  el paisaje, las hileras de cipreses, Miguel Angel, el Vesubio, una magnífica red de hoteles, el chianti y una rica cocina. Curzio Malaparte retrata a las viejas douaririéres residentes en Roma desde tiempo inmemorial, ignorantes de la lengua italiana y suspicaces ante cualquier exceso de ajo y aceite de oliva en su plato, pero disfrutando minuto a minuto de sus relajadas vidas en un país tan encantador como Italia. Tales bellas relaciones tuvieron una triste interrupción durante tres años (1940-1943). Durante ese tiempo, los británicos y los italianos pelearon principalmente en el norte de África y en el mar Mediterráneo, en una serie de inconclusivas batallas navales en las que la Regia Marina fue quedando progresivamente arrinconada hasta que ya no se atrevió a salir del puerto. Famoso es el incidente de doble paradoja de la batalla del  Punta Stilo: enviados los aviadores italianos a bombardear la flota inglesa, unos 50 aparatos se despistaron y bombardearon  sus propios barcos, pero por mala suerte o mal entrenamiento, no hacieron ningún blanco, un buen ejemplo de cómo dos errores pueden anularse mutuamente.
Muy distinta en su intensidad dramática es la relación entre Inglaterra y Grecia, porque en su arranque está nada menos que Lord Byron, que murió allí mismo en 1824 luchando contra el imperio otomano por la libertad de la Hélade. Desde entonces, generaciones de diplomáticos, turistas, militares y estudiosos británicos han visitado el país, intentado conciliar Homero, Hesíodo y los presocráticos con el ouzo y la escasez de buenas carreteras. En 1916 Grecia entró en la Gran Guerra del lado aliado (Italia lo habia hecho un años antes, España fue el único PIGS que no participó) y en 1940 los británicos enviaron algunas divisiones para ayudar a los griegos a defenderse de los italianos (el único caso de agresión intra-PIG en el siglo XX), pero tuvieron que retirarse ante los alemanes en pocas semanas. El destino posterior de Grecia se decidió en una servilleta, según cuenta la leyenda, cuando Churchill y Stalin se repartieron amigablemenrte Europa del Este escribiendo sus porcentajes relativos de influencia en cada uno de sus países en un trozo de papel. La decisión británica de “quedarse con Grecia” provocó situaciones embarazosas, como que las tropas británicas desarmaran a la guerrilla anti-nazi en 1945 y pusieran a cargo del país a conocidos colaboracionistas con los alemanes. Siguió una atroz guerra civil que duró hasta 1949. Pero la conexión Gran Bretaña – Islas griegas está por encima de esas pequeñeces. Corfú, Mikonos, Lesbos, Santorín, Rodas, Andros, Naxos, etc., tienen un significado preciso en el brumoso clima de las Islas británicas, el de un paraíso de cielos de azul casi violáceo sobre un mar azul turquesa y en medio pueblecitos de color blanco rabioso. Esta Arcadia mediterránea es en realidad más inglesa que griega. Como curiosidad, hay que decir que Arcadia es una provincia griega de verdad, en mitad del Peloponeso, la península que forma la parte inferior de la Grecia continental.

 

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